“I, I follow, I follow you deep sea baby, I follow you”. Bailaba y cantaba la canción con mis audífonos puestos y el volumen al más alto nivel. Cada que la ponía sucedía lo mismo: en mi cara se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja, mi estómago parecía moverse hacia mi pecho y la sensación de estar alrededor de una gran multitud llegaba a mí. Pero lo que era aún más importante, su imagen venía a mi mente. Esa era la parte que menos disfrutaba porque notaba como la culpa invadía mi cuerpo. La culpa de estar pensando en alguien que no se encontraba para defenderse. La culpa de pensar en ella. Sentía como la emoción se iba de mi cuerpo y se formaba un nudo en mi garganta. Entonces paraba la música y me tiraba en la almohada, siempre con la intención de gritar. Intención que se esfumaba por la paranoia de que alguien escuchara y preguntara por qués.
Al principio me hacía la que no sabía lo que pasaba.“Quiero estar con ella porque me cae súper bien”. “Pienso en ella porque hoy no hemos hablado”. “Quiero darle un abrazo porque me hacen sentir mejor”. Pero cuando intenté razonar el por qué le quería dar un beso no hubo otra lógica más que la clara: me gustaba. Mucho. El día que me di cuenta no lo dije, no lo grite ni lo escribí. Es más, me forcé a no pensar en ello. “Esa emoción no existe, solo la quiero mucho porque es mi amiga”. Me lo repetía casi a diario.
Afuera de mi cabeza la vida seguía. Yo hablaba con mi grupo de amigas de cosas serias, tonterías o alguna mezcla de las dos. Casi de todo. En mi casa sucedía lo mismo. Conseguía que todos creyeran en un perfecto orden dentro de mi vida. En una ilusión que hasta yo empezaba a creer. Pero todo se fue desmoronando poco a poco.
El derrumbe comenzó cuando ella me empezó a contar sobre un chico misterioso. No me decía su nombre, sólo lo mucho que le encantaba. A veces también las cosas estúpidas que le decía o hacía. Ella pensaba que él sentía algo más por ella que una simple amistad. Con o sin ironía, él fue la razón por la que empezamos a hablar aún más. Me pedía consejos sobre qué decirle y cómo ser clara con él. De vez en cuando me planteaba si seguir mis consejos, pero el peor escenario venía a mi mente: dejaremos de hablar y mis amigas y mi familia se van a enterar. Entonces le seguía la corriente, le respondía sus dudas y hablábamos de lo que fuera: me gustaba aún más.
Conforme pasaba más tiempo con ella me empecé a mostrar más obvia: me encontraba la mirada cuando la mía me traicionaba y la volteaba a ver en media clase, perdía mi habilidad para comunicarme bien cuando le hablaba, no sabía como reaccionar a un abrazo suyo y, sobre todo, tenía la certeza de que mi plan de no decir nada, nunca, a nadie sobre lo que sentía no iba a resultar.
Para este punto yo sentía que iba a explotar. Tenía que decírselo a alguien, a quien fuera. Pero no podía. No podía ni escribirlo. El miedo me corroía, me imaginaba lo que podría pasar y lo que pasaría. Y sentía culpa. Culpa porque sabía que mi mamá nunca me diría que no me amaba por la persona que me gustara. Culpa porque mis amigas preguntaban “¿y qué chavo o chava les gusta?”. Culpa porque me sentía como una hipócrita, como una mentirosa. Culpa porque aún después de todas las razones para hacerlo el miedo siempre ganaba. Mi miedo siempre ganaba.
Por Eugenia López Cruz
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