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La hora del lobo

Actualizado: 1 ago 2021

Escribo en este papel por qué es lo único que tengo, junto con este trozo de carbón, desde que el mundo colapsó.

Es posible que sea la última vez que veamos la luz. La mayoría ha desaparecido, o eso creo, no tengo cómo comprobarlo.

La falta de agua, el hirviente sol, y la locura colectiva hizo que nos destruyéramos los unos a los otros, dejando solo cuerpos en el asfalto que poco a poco se han ido convirtiendo en polvo.

La luz artificial no existe desde hace un mes, por eso no me queda mucho tiempo antes de que mi débil visión me traicione.

Según yo aprendí a ver el cielo y las figuras que hacen las ramas ya secas de los árboles. También a ver cómo sigue dando vueltas la tierra gracias a las pocas estrellas que por la noche se alcanzan a observar. Todo esto lo aprendí ya muy tarde, al final de la vida.

La mente ya no funciona bien, no sé si alguna vez lo hizo. Las ideas no son claras, la sed contribuyó a que el dolor martillara con más frecuencia mi cabeza.

Algunos perros se arrastran vomitando desechos y sangre, y desde hace tiempo solo se escuchan aullidos y murmullos de los entes que aún tienen vida.

Solo una hoja de papel y un carbón ¡que ironía!

Hace treinta noches creímos tenerlo todo, era tan fácil teclear las palabras en una máquina y verlas plasmadas en una pantalla.

Pareciera un delirio que inventó mi mente al recordar lo fácil que era comunicarme, y por eso no tenía el más mínimo valor.

Nos creímos sabios porque pensábamos que toda la información estaba ahí.

Era tan placentero sentirse Dios, aunque no comprendieramos nada, aunque nada importara.

Tuvimos casi todo para entender al Ser y su humanidad.

Desperdiciamos la vida porque creímos que había más de una. Las creamos aún sin desearlas, lo hacíamos porque así tenía que ser, sin cuestionar su valor.

Jamás comprendimos el tiempo, ni el cómo utilizarlo, fue suficiente con seguir la rutina para ser aceptados.

Los días, las semanas, las décadas y hasta los siglos eran iguales. Pocas veces festejamos triunfos por pequeños que fueran, porque no existían a los ojos de los demás, festejamos mentiras.

Solo importaron los papeles y las máquinas que se fabricaban en masa. No tenían alma, como los mismos humanos.

Los rostros no son como antes y la única música que queda son los sonidos de los metales oxidados, los que quedaron tirados en las calles.

Jamás cultivamos la belleza ni las palabras, y las ideas se pudrían en la cabeza, la mayoría se quedaron en solo eso, ideas.

Que dicha haber contado con la hora en la que nacían los que no pidieron hacerlo y despertaban los suicidas.

Aquí no poseo ese placer.

Desgraciadamente no tengo la fortuna de saber qué hora es.

 

José M. Delgadillo

Nació en la ciudad de San Luis Potosí, México. Es licenciado en Historia y Maestro en Estudios de Arte y Literatura. Su experiencia artística se enfoca en la creación audiovisual en donde experimenta con la literatura, las imágenes, la música, el tiempo, el espacio y la poesía. Es creador literario, historiador, redactor e investigador. Sus trabajos se han presentado en países como Francia, Inglaterra, España, Holanda, Argentina, Colombia, Túnez, Rusia, Perú y México. Ha publicado sus poemas en más de 20 revistas de países como España, Argentina y México.


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