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La rubia de Kennedy

Las coordenadas entran a su celular a las 23:00 en punto. «Último recorrido y a descansar…», se dice, consciente de que nueve horas trasladando personas desde Vitacura hasta el resto de Santiago —incluidas varias carreras al aeropuerto con un tráfico infernal— es más que suficiente para un día viernes.

El city car verde cartuja le hace juego de luces a las 23:25 exactas, en medio de una oscuridad sólo rota por algunas luminarias de la flamante Avenida Presidente Kennedy. La pasajera, que aparentemente no lleva bolso ni cartera, apenas alarga su brazo derecho, como si hubiera estado distraída y de pronto cayera en la cuenta de que ese precisamente era el móvil solicitado por la aplicación. «¡Bueno, casi medianoche de un viernes!», la justifica él para sus adentros. La observa con cierto detalle antes que lo aborde: entre 25 y 30 años, rubia —de un rubio ultraclaro, a decir verdad—, de pelo liso y largo; delgada, camisón blanco y… ¡descalza! «En fin, cada loco con su tema», continúa en su improvisado soliloquio.

—Buenas noches. ¿Adónde vamos? —le pregunta, neutro, sabiendo que llevar mujeres solitarias a esa hora de la noche supone un potencial problema, en especial después de la seguidilla de denuncias de acoso de las que han sido víctimas, con o sin razón, varios de sus colegas de apps en el último tiempo.

—Cerro Santa Lucía… —susurra la blonda, sentada en el asiento trasero justo en diagonal al asiento del conductor. Una brisa glacial se cuela por alguna parte al interior del vehículo.

El recorrido será breve —piensa para sí—, no más de 15 minutos si lo hace por la Autopista Costanera Norte, y además seguro, pues el trayecto no supone ninguna desviación de las arterias principales de Santiago Oriente. La mira un par de veces por el espejo retrovisor. Parece triste y un poco ida, aunque le sostiene la mirada con unos ojos azules apagados, que se dibujan sobre un rostro pálido y bien proporcionado. La catalogaría de hermosa, sin ninguna duda. Sin embargo, su auscultación estética llega hasta ahí, pues ese es el límite de quien no desea ningún tipo de problemas con la policía. Tras cinco minutos de tranquilo desplazamiento por una noche particularmente silenciosa, decide preparar el desembarco:

—¿Le acomoda que la deje afuera del Museo de Bellas Artes?

Cree que se ha dormido, o incluso desmayado, pues el retrovisor no le devuelve ningún rostro. Gira el cuello todo lo que se lo permite un control seguro del volante: ¡Nada! Con el alma en un hilo, se detiene en la berma de la todavía Avenida Kennedy. Tomado del respaldo de los dos asientos delanteros, se encarama por completo para mirar todo el compartimento de atrás: ni rastros de la mujer. Su mente trabaja a mil por hora: es imposible que se haya lanzado del vehículo en marcha, no sólo porque los seguros del carro son centralizados, sino porque la alarma se hubiera activado de inmediato con la apertura de cualquier puerta.

Como un autómata, coge el celular para llamar al número que pidió el servicio. Está en eso cuando repara en la señalética que tiene a menos de seis metros: «Avenida Pdte. Kennedy 8000-8500». «Avenida Kennedy…». El mundo empieza a darle vueltas. ¡La rubia de Kennedy! Un sudor frío le corre por la espalda como un río de miedo primitivo. Ha oído de la rubia: de sus apariciones a conductores en esa misma avenida, que luego de subirse a un vehículo se esfuma como si se la tragara la noche, que —su cerebro intenta hilvanar rumores que a estas alturas no está seguro de haber escuchado— es un fantasma de una mujer que hace años fue arrollada en uno de sus tramos.

«El número marcado no existe…», oye estupefacto. Respira hondo y mira por última vez el asiento trasero: ni una sola huella, ni restos de perfume, absolutamente nada que haga presumir que alguien estuvo ahí hace menos de cinco minutos. Más que miedo, lo envuelve una especie de estupor. ¿Era la rubia de Kennedy? Aún resuenan en su cabeza sus palabras: «Cerro Santa Lucía». Movido por un impulso irracional, completará la ruta y luego se irá directo a casa. Ni hablar de alarmar a nadie. ¿Para qué?

Es el último trecho de Avenida Kennedy. Santiago parece aún más oscuro que hace un rato, y mucho más desierto. Una niebla repentina surge como el vapor de una locomotora subterránea que avanza usurpando las líneas del Metro. Obligado a disminuir la velocidad, ve un bulto blanco sobre la acera a unos 30 metros del vehículo. Esta vez todo su ser se congela. Es la misma mujer, extendiendo —etérea— el mismo brazo derecho, con su pelo rubio fosforeciendo sobre la niebla, aún descalza y envuelta en la misma túnica lechosa.

Contra su voluntad, no puede evitar mirarla. Cree verla mover sus labios casi imperceptiblemente. Mientras pisa a fondo el acelerador, el sonido de la exhalación de la rubia de Kennedy —un abismal suspiro de muerte— inunda por completo el interior del city car y se mete en el cerebro del piloto para siempre.

 

Por Leopoldo Tillería

Leopoldo Tillería Aqueveque. Estudia Servicio Social y Periodismo, para luego realizar sus estudios de doctorado en Filosofía en la Universidad de Chile. Casado con Danitza y papá de Tabatha y Lucas, vive actualmente en Padre Las Casas, Temuco, Chile. Ha publicado en los últimos años en varias revistas científicas internacionales. Es árbitro de las revistas Ideas y Valores, Praxis Filosófica, Protrepsis y Revista de Filosofía (UCM). En 2021, obtiene el primer premio en el concurso Relatos Contra La No Violencia de Género del Ministerio de Educación y la Universidad Santo Tomás con la obra “Pabellón”.

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1 Comment


Leopoldo Tillería Aqueveque
Leopoldo Tillería Aqueveque
Oct 17, 2022

Mil gracias, amigxs de Cósmica Fanzine. Es un lujo poder ser parte de esta edición. ¡Qué magnífico proyecto! Abrazos!😍😊

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