—Te tomarás dos semanas de vacaciones y punto —dijo el comandante Rubinstein con la voz monótona que lo caracterizaba.
—¡No necesito vacaciones! —gritó Miranda.
—¡Por favor, contrólese agente! ¡No grite! —dijo, mientras su ojo izquierdo le temblaba de frustración.
—¡No estoy gritando! —dijo entre dientes.
Se produjo un largo silencio durante el cual sólo se escuchaba la respiración agitada del jefe de la policía. La señorita Garland se percató de lo cerca que había estado de romper la legendaria paciencia de aquel hombre.
—Agente —continuó con la compostura recobrada—, usted ha trabajado en este homicidio veinticuatro horas al día, siete días a la semana desde hace casi un año. Esta obsesión está sacando lo peor de usted. Tenemos una política de cero tolerancia en lo que se refiere a violencia innecesaria. Está estresada. Está agotada, y se nota en el trato que tiene con los demás. Ya nadie quiere trabajar con usted. Está poniendo la imagen del departamento en riesgo. Nos vemos en un par de semanas. Ahora lárguese.
Salió de la oficina de su jefe agitada dando un portazo. Todo el departamento giró en su dirección y no se escuchó nada por un segundo, después de lo cual el bullicio normal de los teclados y las llamadas telefónicas invadieron la estación.
Fue al zoológico al día siguiente. Si tan sólo hubiera sabido que el hombre al que golpeó jugaba golf con el presidente municipal, se habría contenido. No... se lo merecía. En nuestros tiempos, no se podía esperar salir ileso al decir "¿Qué, andas en tus días, o te hace falta un hombre, güerita?" Garland suspiró deseando que el golpe no le hubiera roto la nariz. Tal vez Rubenstein tenía razón. Ella había estado demasiado metida en su trabajo, y por más que odiara ponerle pausa a su investigación, necesitaba descansar para poder ver las cosas con ojos frescos.
Los animales siempre le habían gustado. Bueno, casi todos. Actualmente, se encontraba frente a un recinto de cerdos. ¿Por qué tenían cerdos en este zoológico? Los cerdos, de alguna forma, le recordaron el motivo de su visita. "¡El maldito había recibido lo que merecía!", pensó, incapaz de relajarse, notando que sus uñas se clavaban dolorosamente en las palmas de sus manos mientras hacía puños.
—Hola.
El hombre que la saludaba le provocó un desagrado inmediato. Tenía forma de pera, poco pelo y una nariz respingada. Miranda no tuvo más remedio que compararlo con los animales que tenía enfrente.
—Somos legión, porque somos muchos —dijo con voz chillona.
Miranda miró al hombre confusa.
—Oh, me refería a las sagradas Escrituras. Marcos, capítulo cinco, versículo nueve. ¿Recuerdas, cuando Jesús hizo que un montón de demonios entraran en unos cerdos? ¿Qué tal cariño?, me llamó Ronald.
—Garland —ella dijo molesta—, y no soy tu cariño.
Él se carcajeó. En vez de molestarse, su risa la cautivó de manera instantánea. El cuerpo de aquel hombre tembló rítmicamente, a medida que su rostro se expandía con deleite. Él la miró con ojos brillantes y húmedos de risa, haciéndola sentir que toda su atención estaba enfocada en ella. Aquella risa se movió a través de Miranda como el descubrimiento de una nueva canción favorita, o como si estuviera bebiendo el mejor vino que había probado. Ella no entendió su reacción ante un hombre que consideraba tan desagradable.
—¿Siempre das tu apellido cuando preguntan tu nombre? —le preguntó dirigiendo su atención a los puercos—. Crecí en una granja en el Medio Oriente. Tenía cerdos, como estos. Se podría decir que eran cómo mi familia. Son criaturas fascinantes. Comen cualquier cosa, incluso humanos si estos se descuidan o si tienen suficiente hambre. ¡Inteligentísimos! —volteó a verla intensamente con sus ojos pequeños—. ¿Sabías que son más inteligentes que los perros?
Con esto, apartó su mirada de la suya y todavía sonriendo, se alejó.
—¡Adiós Miranda! —dijo.
Algo sobre su manera de caminar era extraño, como si sus pies fueran demasiado pequeños. El efecto era que caminaba con un vaivén lateral rítmico. Recordó algo sobre su investigación. La descripción se ajustaba a la de alguien que había estado cerca del lugar del crimen cuando ocurrió. Quizá era el único testigo del homicidio que la había estado torturando durante tanto tiempo.
Lo siguió. Pasaron por los osos, los monos y los flamencos. El día soleado de primavera había hecho que media ciudad visitara el zoológico y caminar entre la multitud era casi imposible. Después de casi perderle el rastro varias veces, lo vio entrar en una puerta marcada “sólo para empleados". Miranda podría haber jurado que la miró con una sonrisa antes de desaparecer, pero en ese preciso momento, una mujer corpulenta se interpuso entre ellos.
Giró la manija y descubrió que la puerta no tenía llave. La peste al entrar fue abrumadora, y casi vaciaba su estómago de los tacos que había comido hacía una hora. Miranda no vio a Ronald, pero escuchó su marcha desigual. Descubrió que estaba caminando a través de los túneles de mantenimiento del zoológico, donde la ventilación y la iluminación dejaban muchísimo que desear. El sentido de dirección de Miranda la llevó a concluir que pronto llegaría a la parte trasera del recinto de cerdos donde había estado unos minutos antes.
A lo lejos, vio la figura de Ronald cerrando una puerta después de pasar por ella. Utilizó la lámpara de su teléfono para leer el letrero sobre esta: "Precaución: Cerdos alimentándose.” Ella hizo caso a la advertencia y entró con cuidado. Miranda abrió los ojos para asegurarse de lo que veía mientras un terror nauseabundo la dominaba. Aproximadamente cincuenta seres se encontraban frente a ella. No estaba segura si eran cerdos o humanos. Algunos tendían más hacia la forma del puerco, y tenían colas, hocicos y pezuñas. Otros contaban con manos y pies algo deformes y caminaban sobre dos patas. La mayoría de ellos estaban entre estos dos extremos. Algunos estaban vestidos, pero casi todos estaban completamente desnudos, revolcándose en lodo, excremento y en ellos mismos. Vio una de las formas más humanas arrojando comida podrida al suelo mientras las figuras gruñían luchando por los desechos.
De repente se dio cuenta que había cometido un error. Ronald la había llamado por su nombre de pila, y ella jamás se lo había mencionado. Escuchó la voz inconfundible de aquel hombre que apenas conocía.
—Todos los demonios le rogaron, diciendo: Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos. Y luego Jesús les dio permiso. Y saliendo aquellos espíritus inmundos, entraron en los cerdos, los cuales eran como dos mil; y el hato se precipitó en el mar por un despeñadero, y en el mar se ahogaron. Marcos capítulo cinco, versículos del doce al trece.
Garland se volvió y miró a Ronald aterrorizada.
—¡Miranda!¡De verdad deberías conocer mejor las Sagradas Escrituras!
Ella encontró su pistola, pero Ronald se movió con una rapidez incompatible con su obesidad. Con su pequeña mano, sostuvo la muñeca experimentada de la policía que ya empuñaba el arma. Lentamente, torció la mano de Miranda hasta que se escuchó que un hueso se rompía, seguido de un grito de dolor. La pistola cayó al suelo. Ronald abrió la mano, y ella cayó hincada, sosteniendo su muñeca fracturada.
—No todos nos ahogamos, por supuesto. Y algunos de nosotros nos quedamos con parte de nuestra humanidad. Te estabas acercando demasiado Miranda. Imagínate mi sorpresa cuando de todos los lugares posibles, te encontré aquí, en mi casa. ¿Sabes? los cerdos, comen hasta humanos. A veces, incluso lo disfrutamos— dijo Ronald, y con rapidez y fuerzas inhumanas, empujó a Miranda hacia la pila de lodo, excrementos y carne.
Por Eduardo Charvel
Nació en Mexicali, Baja California, pero logró escapar del calor al ser adoptado por Tijuana a los quince años. Pasa sus días escribiendo programas de computadora y sus tardes leyendo y escribiendo historias. Vive en Chula Vista, California en compañía de su esposa, hijo y dos perros color cacahuate. Le gusta pasar tiempo con su familia y trata, sin mucho éxito, de jugar bien ajedrez y de plano fracasa al tratar de tocar piano.
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