Botellas vacías de agua cielo, agua ok, empaques abiertos de helado pingüino, helado topsy, bolsas abiertas de papitas, de kchitos, botellas regadas de cocacola, vasos plásticos aplastados, arrugados, llenos de aire. Todo eso regado en la maleza, alta, verde, frondosa. Maleza que a pesar del cemento y las piedras se rehúsa a no nacer, encontrando en los pequeños espacios diminutos, invisibles, vacíos que hay entre las piedras, que hay entre las moléculas del cemento, posibilidades para la vida y a partir de ahí crecer en medio del plástico, en medio de toda esa basura que le hará compañía hasta que esta marchite o la poden, porque lo más probable es que quiten la maleza antes de que recojan la basura. Y estos se acompañarán hasta que los separen. Hasta que la vida humana los separe. Y se dejarán envolver, se darán calor en la oscuridad, se abrazarán a la orilla del río ¿acaso hay un mejor lugar para un abrazo tierno? Para un abrazo de una ternura tal que no haya noche que la enfríe, una ternura que solo se encuentra en los abrazos que se dan los amigos que se aman y se tienen en sus brazos, cuando no hace falta que se juren amor eterno porque la promesa del amor eterno está en esas pieles que se recubren y se protegen la una a la otra, que se sienten y hasta tiemblan al mero tacto, esas pieles que no tienen nada que envidiarle al viento o al sol o a la lluvia porque ninguno de esos estados de la materia provoca la sensación que la piel del otro provoca. Un abrazo tan tierno que cocina con el calor del afecto, un abrazo tan tierno que las pieles al juntarse crujen, se tuestan, parecen cuero de chancho reventado, y hasta duele un poquito. Mantener ese calor no es trabajo fácil, por eso es un trabajo de más de una persona, porque cuando se tiene encima un sol que promete cáncer, buscar el calor en las sombras es algo tedioso, pero sumamente necesario. “Agárrame la mano porfa” Le dice Luis a Francisco. La acción es inmediata, no se detiene a pensar, se hace. Francisco le agarra la mano a Luis, se la sostiene, y Luis siente clarito como un cosquilleo que le viene desde adentro, desde el centro del cuerpo. Un cosquilleo que podría ser el que provocan las hormiguitas cuando recorren curiosas una zona nunca antes explorada del hombre, es un cosquilleo que notifica que se está amando. De pronto no importa la fuerza del sol, porque el calor que le viene del pecho, las nalgas y la boca, si bien no es más fuerte, sí es más rico, se deja disfrutar y se detiene en la acción urgentísima de no soltar esa mano. De disfrutarla completamente, de saborear con el pulgar, el índice de la mano amada. Índice que se recorre desde la punta de la uña, hasta la base de ese dedo largo que se deja sostener. El resto de la mano solo aprieta lo suficiente como para que no puedan soltarse ni por descuido, esos dedos entrelazados que forman ese abrazo de manos. Sin soltar, sin pensar, sin dejar de querer, Luis y Franciso sienten cómo el frío del lodo y la piedra, junto con la tibieza suave de la maleza y la basura, en sus nalgas sentadas, les ruboriza las mejillas, les debilita las piernas. No se dicen nada, porque el sonido de los botes que pasan y provocan olas en el agua, el grito de los niños que juegan atrás, el grito de los vendedores de agua, de cola, de papas, que nunca cesa, el canto de los pájaros que vuelan a otros lados, cansados del mismo gris que rodea ese gran río que no se cansa de invitar a la comunión y que se motiva viendo a dos hombres quererse a sus orillas, son las palabras que tienen para decirse, son la canción que canta
No es nuestra culpa querernos tanto, amar nunca será malo, para recordarte que nos conocimos amenazadas de muerte y que en cualquier momento alguien podría entrar, romper el candado, molernos a palos, pero teníamos fé.
Con las manos agarradas mirar al frente es mirarse a los ojos. Lo mejor de todo es que nunca antes se habían agarrado así. Nunca antes Francisco se había detenido a sentir las líneas de las palmas de Luis, lo firmes que las tiene, el calor que estas producen. Sintió un deseo enorme por saber leer las manos, para ver qué nomas le podían contar esas líneas. Nunca antes había querido a su amigo en la orilla de ese río. Ya se habían amado en otros ríos antes, en el Tomebamba, por ejemplo, pero nunca se habían querido de esa forma en el río en el que se encuentran ahora. Porque solo en una orilla como esa, en un clima como ese, con unos amigos como esos, en ese pequeño pedazo del mundo, se puede sentir un calor tan inevitable como el que están sintiendo. Una calentura que solo sucede, no prohíbe, que desgarra tendones derritiendo así cualquier tipo de temor de que les guste más de lo que tendría que gustarles el afecto. El sol baja y las estrellas se muestran “hace años que no veo una noche tan estrellada” “yo tampoco” eso es lo único que conciben pronunciar mientras se tienen así agarrados, rodilla con rodilla, codo con codo, con las palmas empapadas de sudor ajeno, que realmente no es ajeno sino que es su propia nueva sustancia que nunca se habría creado si no se hubieran juntado a amarse esas manos que pretenden convertir ese presente en eternidad, dejándose invadir por el río que tienen al frente, sudando con ganas de que el agua no deje nunca de correr. Si no se chupan los dedos sacramentalmente para evitar que el sudor se riegue en la maleza, con el respeto que la mano del otro amerita, con la ternura suave que solo las lenguas saben tener, es porque eso significaría soltarse, y ellos prefieren la divinidad ardiente del suave apretar, del calor único, de la caricia insólita, que brinda agarrarle la mano a alguien que amas. Por ese instante, descansan sus personalidades un momento, ni siquiera juegan a ver quién es más fuerte como tienden a hacerlo, no piensan ni en sus crianzas, ni en sus silenciosos padres, ni en los amores que no responden los mensajes de texto. No importan las rejas ni los barandales, no importan las cámaras de seguridad ni los sapos. Que canten los sapos, que canten que dos amigos se aman a orillas de un río que invita a las nutrias a salir, a los lagartos despertarse y a las víboras bailar. Un río que desfila las algas y las ramas de los árboles, nomás porque le interesa pintar el paisaje, porque hacía mucho tiempo que dos personas no se querían en sus orillas, y el río sabe que justo para eso están. Celebra el amor en medio de la bulla de la ciudad y del silencio del cemento. Luis y Francisco se miran, sonríen, juntan sus cabezas porque necesitan más proximidad, quieren estar más cerca el uno del otro, porque lo que ya estaban haciendo no basta, por un momento, gracias a esos ojos que se miran, el mundo enmudece, por eso no escuchan a las motos acercarse, parquearse detrás de ellos, por eso les es imposible notar el sonido de las botas aproximándose. Solo el río sabe lo que está pasando, enloquece en cólera, maldice, se vuelve ácido del odio. Que nadie detenga al amor, eso quisiera.
–Tengan la bondad de salir de ahí.
Por Cristian Euvin
(Guayaquil, Ecuador)
Licenciado en artes escénicas y por eso mi escritura viene de sensaciones en el cuerpo. Escribo poesía y cuentos. Quisiera explorar el amor y las masculinidades para entenderme como amante, como individuo, dentro de la escritura.
Gracias por leerme los tkm.
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