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Las mujeres celestiales

Por las tardes Pedro Manríquez acostumbraba tomar una larga siesta. Hacía tiempo había configurado su celular con dos alarmas programadas estratégicamente con veinticinco minutos de diferencia para despabilarse y ver la barra de cocina que la televisión presentaba. Específicamente, los programas de repostería. Se sentía el ser humano más contradictorio porque detestaba los sabores dulces, aunque la elaboración le parecía totalmente milimétrica y estricta en cada uno de los procesos que se seguían. Ninguna de esas recetas las llevó a cabo. Religiosamente anotaba porciones de ingredientes, preparaciones, tiempos, tipos de cortes, historias de las recetas, materiales, cambios que él podía realizar y costos para prepararlas. Le molestaban los ligeros cambios en los horarios de sus programas lo cual arruinaba la totalidad de su tarde y lo obligaba a fumar los largos cigarrillos cubanos que guardaba para ese tipo de eventualidades. Al terminar de fumar los cigarrillos cubanos su cabeza le dolía, odiaba a toda la gente que transitaba por la calle y sentía reflujo por el estrés y la comida del día, lo peor de todo era la soledad abismal del cuarto vacío. Resignado encendía nuevamente el televisor a sabiendas que a esa hora solo había repeticiones de somníferos partidos de fútbol, programas de asados argentinos y noticieros falsos a más no poder.

Manríquez era portero en la vieja secundaria de un pueblo que quedaba a cincuenta minutos de su casa en la bicicleta que se podía contar entre sus escasas pertenencias. La bicicleta era de un morado opaco, en los rayos tenía cuentas que la hacían por demás ruidosa y él mismo se encargó de colocarle un letrero de lámina que decía “Imparable”. Trabajo que se había convertido en su gran triunfo, pues apoyar a sus padres a crecer a sus hermanos había negado toda posibilidad de educación. Su historia era por demás típica y huía a describirla, pues a él le sonaba a justificación para su incapacidad de desempeñarse en otras cosas. Tras largos tropiezos en uno u otro oficio le agradó ajustarse a la rutina de la secundaria.

El primero en llegar para abrirle era el conserje malencarado e inflexiblemente puntual. La diferencia en llegada solía ser de entre siete y diez minutos ya que el conserje pasaba por un bolillo a la panadería para su comida y su puntualidad dependía de la primer horneada de pan. En secreto el conserje le ayudó a reproducir un juego de llaves para cuando a Manríquez se le “durmiera el gallo” como les gustaba bromear en las breves platicas que sostenían durante la jornada de trabajo.

En la secundaria se iniciaban los preparativos para la temporada decembrina. Una de las pastorelas que llamaron la atención de Pedro Manríquez era Las mujeres celestiales. Platicando con el profesor que preparó la pastorela, daba un giro al hilo narrativo patriarcal y centraba su visión en el desarrollo de los personajes femeninos. Algo que Manríquez parecía no entender, pero sobre lo que reflexionaba en los ratos de ocio por las tardes a la espera de la salida de los profesores.

Todos los días veía desfilar la caravana de autos de los desganados e irascibles maestros. Cada ciclo escolar se notaban cambios en los profesores de ésta o aquella materia que venían arrastrando problemas con administrativos; empero el desfile de carros era el mismo día tras día. Llegaba en su ostentosa camioneta el director quien procedía a sentarse frente al computador y no salía de su pequeña oficina más que para comer o asomar ligeramente su alopécica cabeza y solicitar el auxilio de su coordinar académico quien servilmente atendía a su llamado; él llegaba en un auto modesto color blanco con el parabrisas ligeramente estrellado, siempre con cinco minutos de antelación para explicar los pendientes al director. Seguían los maestros entre carros nuevos y los más ruidosos por el desgaste y descuido de los ajetreados docentes. Posteriormente, los alumnos que entraban como un enjambre ruidoso hasta sus salones y acallados solo por el timbrazo del inicio de labores escolares. Todos los días eran iguales para Manríquez, caos matinal, desesperación silente hasta finalizar la jornada. Conocía los horarios de cafetería, de entregas de proveedores y los constantes rumores de las madres. Las tardes eran remolinos de empujones, correteos salvajes y pitidos de cláxones. Al finalizar su jornada, Manríquez se aseguraba de haber dejado todos los salones bajo llave, rodaba hacia su casa para intentar dormir hasta el momento en el que se transmitía su programación. Llegó a aprender los sutiles gestos de los chefs y anticiparlos. Cenaba café soluble, a veces con pan, y dormía nuevamente para estar puntual para abrir el portón mal pintado de la secundaria.

Aquella mañana en la que se encontró el cadáver de Manríquez a la orilla de la carretera las labores se vieron sólo ligeramente interrumpidas ya que el conserje al notar su retraso fue apresurado hasta su casa por el juego de llaves que le había facilitado Manríquez. La secundaría se enteraría días más tarde del fallecimiento cuando Manríquez ya había sido sustituido e incluso Las mujeres celestiales fue presentada con gusto entre los alumnos. Su cuerpo fue enviado a una fosa común. Ni amigos, ni familiares. Nadie de los que convivían normalmente con él lo recuerda.

Particularmente, yo tengo muy presente el recuerdo de la muerte de Manríquez. En realidad,pienso en él todo el tiempo porque marcó el final de mi carrera policiaca, mi cordura y mi vida cotidiana.

Se procedía con el patrullaje reglamentario del H. Cuerpo de policías en mi horario habitual. Nuestro recorrido acordado era en forma de caracol desde la zona céntrica del municipio hasta la periferia. Iba iniciando mi horario de veinticuatro por veinticuatro horas, la mañana era fresca. Al dirigir mi unidad hacia la parte alejada del municipio sonó la radio comunicándome de un incidente en el que se veía involucrado un sujeto masculino en una bicicleta.

Avancé hasta el lugar percatándome de la muerte del individuo. Todo alrededor del finado era extraño. La bicicleta no tenía abolladura alguna. El cadáver, a falta del examen criminológico pertinente, estaba intacto y limpio de algún impacto contra un auto, sin sangre, sin raspaduras en brazos y piernas, sin moretones, nada. Descansaba tranquilamente entre el pasto parduzco, lleno de la escarcha de la madrugada anterior. Lo único destacable en aquella escena era el cuadernillo de notas del ciudadano recién desvivido. Lo tomé antes de que llegaran las asistencias y forenses.

Manríquez tenía anotaciones disimuladas entre sus recetas de lo que interpreté como una especie de diario. En cada uno de los pequeños aforismos se insinuaban los rasgos de mujeres desaparecidas. La primera anotación relacionada con las mujeres desaparecidas coincide con el encabezado: “Las mujeres celestiales”, pastorela.  Carolina S. G. 16 años. Alta. Tez blanca. En cada receta pequeños aforismos que entretejían un caso de proporciones cada vez más grandes. Dando un total de 18 casos. Al final de su diario, como si Manríquez hubiera novelado su propia vida, se encontraba escrito en múltiples tamaños la palabra “nada”.

Revisé con cautela los casos de estas chicas. Efectivamente existían los registros, pero al analizar cada caso me topaba con pared. Desaparecida. No hay cuerpo. Seguimientos parciales de vías de investigación. Carpetazos. Información nula. La autopsia de Manríquez era exactamente igual que su cuaderno. Guardaba todo el sentido o no tenía lógica alguna. Al analizar el cuerpo no había prueba alguna de una muerte violenta o un suicidio premeditado. Murió de causas naturales. Su estado antes de morir era totalmente sano.

Días después de encontrar su cuerpo me di el tiempo de revisar el lugar en donde vivía. Un espacio pequeño y ordenado. No había comida en el frigorífico o algún recipiente para almacenar. Nada. Una pila de libros gastados en la mesita junto a la cama que delataba su gusto por la literatura religiosa. Manríquez se había obsesionado con el número 18 y los seres celestiales. Ambos elementos se repetían una y otra vez en las anotaciones de sus libros. Buscaba algo, o bien, algo lo buscó a él y lo hicieron intentar encontrar soluciones donde no las hay. No sé. En todas las vías de explicación del caso del joven Manríquez nunca llegué a nada.

Esas mujeres enlistadas y descritas no aparecerían como no aparecería una solución al caso de Pedro Manríquez. Quizá este sujeto asesinó a todas y cada una de ellas con una precisión total, o simplemente se dedicó a buscarlas. Me di por vencido y abandoné la policía, me alejé de todos y asimilé el gusto de Manríquez por ver programas de cocina. En este mundo, en este país, parece que no existen las soluciones claras o los finales felices.

 

Por Rafael González Alvarado

Desarrolló el gusto por la literatura policiaca de la mano de Truman Capote, Rafael Bernal y María Elvira Bermúdez.

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