–Lo mejor sería que cogieras con alguien más –dijo él– ¿no sales con nadie?
Laura alcanzó la esquina de la manta con una mano y se cubrió el vientre. Todavía sentía correr por ahí debajo las patitas finas del bicho del orgasmo. Con la otra mano tomó la botella por el cuello y la vació de un trago. Recordó que era la última que le quedaba en la despensa. Que se estaba poniendo el abrigo para salir a comprar más, cuando él tocó el timbre y entró en su casa y le dio un beso y luego la desnudó.
Los que lo conocían y los que decían conocerlo, lo consideraban una especie de glosófobo. Puede pasarse una semana sin decir una palabra, decían. Aunque nadie había pasado todo aquel tiempo con él como para asegurarlo. Tampoco con Laura hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, era para decir cosas de ese tipo.
– Para coger no es necesario salir. Contigo no salgo nunca –dijo Laura.
Él se rio. Luego Laura se rio. Y terminaron riendo juntos y volvieron a besarse. Un rato después ella ya estaba sobre él y él dentro de ella y se decían gemidos y sudaban contradiciendo el frío del otoño afuera.
Laura salía con otros. Fantaseaba con la idea de encontrar un amante que la hiciera borrarlo a él de su memoria. Y cerrarle la puerta en la cara la próxima vez que tocara el timbre. Y decirle que ya no. Pero todavía no lo lograba. Porque cualquier otro siempre la hacía volver a él. Sus cuerpos se hacían borrosos, sus rasgos se diluían en la luz o en la oscuridad. No importaba con cuántos cogiera. Quería estar con él. Cuando estaba en su cama. Y cuando estaba en cualquier otra.
No quiero que esperes demasiado de mí, dijo él. Ya me lo habías dicho, dijo Laura. Yo creo que es una buena idea que no venga más a tu casa, dijo él y se levantó cuando Laura encendía el segundo cigarro.
Cuando escuchó la puerta cerrarse, volvió a sentirse una muñeca inflable. Con deseos y ganas y jirones de sentimientos, pero una cosa plástica y vacía. Bastaba un roce con la punta de los dedos, un suspiro cerca del cuello, un abrazo y estaba listo: ella volvía a convertirse en esa cosa con la que él podía jugar como le viniera en gana. Se acostó hecha un ovillo, se arropó y dijo en voz baja que no volvería a abrirle la puerta. O las piernas, eso, mejor. No volvería a abrirle las piernas. Porque cada que lo hacía, abría la posibilidad del orgasmo, y cada orgasmo le sugería que esta vez podía ser diferente. Que quizás esta vez, él no desearía irse y se quedaría a dormir y a desayunar y luego.
Cinco horas después, Laura bajó las escaleras de lo que alguna vez había sido un sótano y ahora era un bar. El estrobo se sostenía en el medio del cielo raso, iluminando la habitación como una luna enloquecida. El olor a alcohol y a hierba espumaba en el piso, en las paredes, en los cuerpos. La fiesta estaba a punto de alcanzar el clímax. Y Laura sorteó las figuras que se retorcían con la música, hasta llegar a la puerta gris allá al fondo.
Todos los músicos saludaron a Laura cuando entró al camerino. Él no. Ni siquiera levantó la cabeza de las cuerdas de la guitarra que afinaba. Nunca apartaba la vista de su guitarra cuando entre la gente alrededor, estaba Laura. Uno de los músicos le acercó un porro apenas encendido. Otro le alcanzó una cerveza. Laura fumó y bebió. Luego salió al baño.
¿Por qué viniste? Te dije que tenemos que dejar de coger, dijo él mientras aseguraba la puerta del baño. Laura levantó la cara mojada del lavamanos. Él se quitó la camiseta y empezó a secarla, con movimientos lentos, apenas rozándola. Laura volvió a sentir sus labios, sus manos, su piel, que empezó a ponerse blanda de transpiración. Y volteó al espejo y se vio desnuda y soltó un gemido que se ahogó en el mar embravecido que era la música de la fiesta ahí afuera. Un cigarro volvió a encenderse entre sus dedos cuando él cerró la puerta.
Una hora después, el verde de las luces coloreó los cuerpos en el escenario. La batería marcó la entrada. Luego el piano, el bajo, y comenzó la primera canción. Él estaba ahí arriba. Ajeno a todo. Convertido en nada más que dedos y cuerdas. Con el barniz del sudor brillándole en la cara y en el torso desnudo. Iban por el tercer tema cuando Laura subió las escaleras de aquel sótano y salió a la calle.
Caminó cuadras y cuadras sin toparse con nadie. En una esquina encontró a un perro husmeando en unas bolsas de basura abiertas. Un viejo con un carrito de supermercado hacía lo mismo un poco más allá. La sangre se agolpó en la frente de Laura. No sudaba, aunque caminaba rápido, dando zancadas. La noche era fría, sin luna, sin estrellas. La capa de nubes grises y duras no se decidía a abrirse. Laura se fijó en ellas e imaginó que él había muerto. Ahí arriba, en el escenario, entre las luces y sus cuerdas. Vio su sudor y el escarlata de su sangre mezclarse y manchar los tablones de madera. Y la gente bailando. Bebiendo y bailando, sin prestarle la menor atención. Totalmente ajena a él. Y se vio a ella misma. Laura entre la gente, con la sangre fresca en las manos, goteando de los dedos al piso. Y se vio respirar, y el aire era limpio y le refrescaba los pulmones y era como si alguien le hubiera sacado el ánimo empapado en agua y lo hubiera exprimido y se lo hubiera metido de nuevo en el cuerpo, seco y limpio.
Dos horas después, el timbre la hizo pegar un salto. La navaja resbaló de su mano y le rebotó en un pie. El filo alcanzó a un dedo, que sangró en seguida. Sangraban el lavamanos y las losetas del piso. Alzó la mirada y ahí estaba el espejo. Para el que los ojos exangües y la piel pálida y acartonada no eran ninguna novedad. El timbre volvió a sonar, ahora dos veces. Laura se protegió la oreja con una mano y se tragó un grito.
Abrió la puerta y ahí estaba. Con su sudor, su cuerpo y su guitarra. Fue él quien encendió la luz. Quien dijo qué fue lo que hiciste, mientras revisaba la piel de Laura. Luego le besó las manos, los párpados, la boca. Le besó los brazos, los lavó con agua y los vendó. Le abrió una botella de cerveza y le encendió un porro. Se sentó a su lado, sobre su cama. Bebió y fumó junto a ella, acariciándole el pelo a ratos. Luego se levantó, tomó su guitarra y salió.
Laura apagó el porro con los dedos ensalivados y sintió cómo le ardían los brazos bajo las vendas. En la ventana vio los rayos del sol luchar para liberarse de las nubes grises. Le dio un trago a la cerveza y pensó que quizás él había salido a comprar pan para el desayuno. Que en cosa de diez minutos, estaría de vuelta.
Por Thania López
(México, 1978).
A los 19 años descubrió, gracias a su profesor de Filosofía de la Historia, que escribir era una de las cosas que más le gustaban y mejor le salían. Y eso siguió haciendo. Aprendió a escribir cuentos en el taller de Eduardo Antonio Parra y siguió aprendiendo en el de Guillermo Samperio. Escribiendo es como se ha ganado gran parte de la vida. Sobre todo, guiones para televisión. También en revistas, en un periódico; en Cancún, en Buenos Aires, en la CDMX desde que se llamaba D.F. Desde hace seis años trabaja como correctora de estilo y da clases de inglés e italiano. También ha desempeñado varios otros oficios en otros varios lugares, menos redituables que sus trabajos más serios, pero tanto o más interesantes, porque ella está de acuerdo con Thoreau en eso de que quien escribe debe primero vivir, tanto como sea posible.
Ha publicado dos libros de relatos en edición de autor: En el mar te quiero mucho más (2015, con prólogo de Guillermo Samperio) y Café (presentado en la FILEY 2017). Ha ganado premios literarios con tres cuentos, en Argentina y en España. En México todavía no.
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