Estaba despreocupada hasta que pedí una cita para que me hicieran la operación.
No hay lugar más desesperante que una sala de espera. Me registré en el mostrador de recepción. La empleada detrás de la ventanilla se dirigió a mí de manera lacónica y glacial. Me sentía muy nerviosa cuando me acomodé en uno de los sillones de plástico verde poco confortables que estaban allí. Me quedé un rato erguida sin cruzar las piernas. Después las crucé y las extendí para flexionarlas de nuevo. Cambié de posición y escondí los pies debajo de mi asiento. Me puse un jersey. Me lo quité. Cogí al azar una de las revistas esparcidas por la mesita, la hojeé sin leerla. Es que los temas de prensa rosa no me interesan, ni la manera de criar a niños. No me importaba saber lo que era mejor: amamantar a su bebé o darle el biberón, dejarle gritar o llevarlo en brazos. De verdad, no eran asuntos para mí, que tanto había planteado no ser madre. Mis amigas me repetían incansablemente que mi decisión era contra la naturaleza, y que podíamos ser mujer sólo a través de la maternidad. Ni siquiera sabían lo que estaban diciendo: a mucho hablar, mucho errar. Para mí, las que se enorgullecían de tener la libertad de dar vida, eran de hecho mujeres oprimidas solo por el hecho de ser mujeres, eran prisioneras de las convenciones. Yo consideraba que ser madre no era una obligación, sino una convicción. Las más egoístas de mis compañeras afirmaron que yo no tendría a nadie para cuidarme cuando fuera mayor. Algunas incluso me preguntaron con una pizca de maldad, si yo no era estéril, a menos que George, mi pareja, lo fuera.
No quería tener hijos: ese era mi derecho y punto. No obstante, yo no me veía como una mujer fallida, sino como una mujer moderna y libre. Libre, sí, libre como un pájaro en el cielo azul, libre sin ataduras.
En el recinto ya había tres mujeres aguardando su turno. Solo vi tres barrigas, dos redondas y una picuda. La señora a mi derecha respiraba ruidosamente. Su vientre semejante a un globo zorb inflable estaba tan increíblemente enorme que pensé que iba a explotar. Agaché la cabeza para evitar mirarla. Al otro lado una madre, igualmente embarazada y acompañada por dos niños traviesos que corrían por todas partes de la antecámara, enloquecía. Noté sus esfuerzos desesperados para criar a sus pequeños. ¿Cómo podía soportar la presencia continua de estas criaturas? Me dijo que la maternidad era para ella una nueva prueba, algo doloroso e inútil. En frente de mí, la tercera mujer hizo saltar nerviosamente sus piernas apoyadas en la punta de los pies. Los golpecitos me molestaron. Así como los timbres incesantes de los teléfonos móviles. Mi sensibilidad estaba a flor de piel. Las manecillas del reloj avanzaban muy lentamente, - tic … tac… tic…tac-, como si el tiempo se estuviera extendiendo en una eternidad, un ruido repetitivo de fondo musical de supermercado.
De repente la puerta se abrió con un crujido siniestro y un médico se adelantó hacia mí: Es su turno, señora. Me asustó. La cabeza me empezó a dar vueltas. Logré levantarme, aunque me costó un gran esfuerzo, como si estuviera paralizada. Tenía la impresión surrealista de que todos estaban mirándome porque mi barriga no estaba hinchada. Bajé la mirada y entré en el consultorio.
El cirujano me invitó a pasar y a sentarme. Le expliqué que no deseaba tener hijos. Quería que él me ligara las trompas, para evitar que alguien me influenciara a cambiar de opinión. El doctor se rascó la cabeza y se calló. Transcurrieron unos segundos que parecieron siglos. Carraspeó antes de responder. De repente yo sabía que el hombre de barba blanca no iba a reaccionar de manera positiva. Él consideraba que, a los veinticinco, yo era demasiado joven para optar por un método irreversible. Me dijo con una voz profunda que él percibía dudas en mi voz y añadió que, de todas maneras, en este momento, no había ningún cirujano libre, o listo, para hacer la intervención.
Salí de la consulta ligeramente conmocionada, preocupada, aún humillada por las palabras del ginecólogo que no me había tomado en serio. De verdad, el hombre me había desestabilizado un poco. Sin embargo, no encontré normal que el médico se apoderara de una resolución que iba a determinar mi vida, como si el sistema decisorio estuviera en sus manos. Es que no me veía en el papel de madre y al mismo tiempo no quería lidiar con un aborto. De mi punto de vista yo era una persona responsable, al contrario del ginecólogo que no estaba listo para hacer la intervención. Le aconsejo crecer un poco, señorita., me dijo. Al atravesar la sala de espera, me deslicé sobre uno de los juguetes que los mocosos habían dejado desparramados en el suelo y caí de bruces. Los pinches chamacos se rieron a carcajadas, mientras su madre, superada por el comportamiento de sus hijos se avergonzó y suspiró. Aquello era demasiado para mí. Inmediatamente se me vino a la mente una pregunta de una de mis amigas: ¿Y tú, para cuándo?...
Para nunca, cariño.
Por Martine Vogeleer
Nació en Bruselas, Bélgica, en 1956. Su lengua materna es el francés. Era profesora de neerlandés en una escuela secundaria francófona. Una vez jubilada, empezó a estudiar español. Ahora, disfruta serenamente de su tiempo para cuidar a sus nietos, escribir en español y andar a orillas del mar del norte.
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