Fue cuando encontré ese libro que todo sucumbió, se llamaba “Los dioses detrás de la puerta”. Estaba forrado en cuero, con letras doradas, su papel era viejo, parecía de un pergamino antiguo. No mencionaba el nombre de ningún autor, y apareció en la biblioteca pública de mi pueblo como si siempre hubiese estado ahí. Más nunca lo había visto ni oído nada respecto a él. Pensé en sacarlo de la biblioteca, cuando se me informó que ni siquiera estaba registrado en el sistema. Ante la duda, la bibliotecaria me sugirió comenzar a leerlo ahí, mientras ella averiguaba qué sucedía; si no lo encontraba nada al respecto, podría llevármelo sin compromiso alguno. Sonaba como una historia de horror o un libro sobre mística, algo adecuado para esos días, pues el cielo tenía un tono peculiarmente rojo. Comencé mi lectura. No había un prólogo ni un índice, ni siquiera capítulos ordenados, algunas partes no estaban señaladas ni por título ni por subtítulo, tampoco por algún número o indicación, tan sólo porque el texto comenzaba a media página. Iniciaba en el futuro, decía haber sido escrito durante la “Gran sequía”, cuando el sol había crecido tanto que había consumido los océanos de la Tierra. Se mencionaba un conocimiento oculto, revelado por los dioses detrás de la puerta, mismos que serían responsables del final. El libro hablaba del mundo, de su historia, de la historia del universo, y de lo que hay más allá de él. Mencionaba la existencia de diferentes líneas de tiempo, y una verdad por hacerse realidad. El tiempo en el que nos encontrábamos, según el libro, estaba condenado. La humanidad no había llegado a la “Gran sequía”, ni cerca de ella. El viento empezaba a soplar más fuerte, era probable que lloviera Se decía que un rito condenó a la humanidad. Las personas normales no podíamos preverlo, fue una conspiración tan enrevesada que no era posible dar con su origen. Los mismos conspiradores se encontrarían sorprendidos al descubrir todas las partes involucradas, en especial por una, que nunca fue humana. La señal para el final fue un cometa, luego un eclipse solar. Me pareció curioso, en esos días un cometa surcaba nuestros cielos, y el mes siguiente habría un eclipse. Supuse que debía tratarse de una broma, quizá la bibliotecaria estaba involucrada. Me estaba entreteniendo mucho como para detenerme.
Seguí leyendo. El libro hablaba de razas estelares, cuya huella en el planeta había marcado su destino desde el comienzo. Como los Antiguos, incidentales creadores de la vida en nuestro planeta, o la gran raza de Yith, viajeros del tiempo y el espacio. También habían llegado entidades que a nuestros ojos eran divinidades. El despertar de las entidades provocaría el final del mundo. El viento afuera de la biblioteca soplaba cada vez más fuerte. Se daban detalles a los seres que vendrían, cuando el cielo se tiñera de rojo, cuando descendiera la entidad lunar, cuando la Tierra fuese apta para su llegada. Era la estirpe de Azathoth, el sultán de los demonios, el dios idiota que babea en el centro del universo y es origen y final de todas las cosas. La clave era Yogh-Sothoth, la puerta y la llave, el ser que traerá de vuelta a los Grandes Primigenios. Decía que entre nosotros se infiltró Nyarlathothep, el caos reptante, bajo la forma de un humano cualquiera, o de muchos; después de todo, se trata del dios del millón de rostros. Hastur traería la decadencia, ya que es la encarnación de la podredumbre, de la entropía que augura nuestra muerte. Ïa, ïa, Cthulhu fhatagn R’lyeh, el durmiente Cthulhu aguarda su despertar, cuando los astros sean favorables. Otros tantos nombres poblaban el extraño tomo. Tenía ganas de ir al baño, aunque decidí aguantar, pues no podía llevarme el libro y temía que alguien se viese llevado por la curiosidad para tomarlo. No había muchas personas aparte de mí, era la bibliotecaria, dos chicas, probablemente de la universidad, y el conserje. Seguí leyendo, saltándome las partes que no tenían mucho sentido o que describían supuestos hechizos para traer a dichas entidades, para defenderse de ellas, u otra serie de encantamientos.
Llegué a un capítulo que describía el fin del mundo. Con el eclipse descendería el primer enviado del fin. Había venido la Luna, y volvería a llegar de ella, el dios Apocolothoth, junto a los otros dioses menores, dirigiendo las filas del Armagedón. Del mar saldrían Dagón e Hidra, junto a los profundos y la raza que había nacido de su cruce genético con los seres humanos. Iniciaría la guerra, con ello la purga de la humanidad. Del cielo bajarían las huestes de las divinidades espaciales. Después llegaría el momento ideal, la alineación planetaria, así el despertar del Gran Cthulhu. Esa sería la destrucción de la humanidad en una de tantas líneas temporales, o en la mayoría. Tarde o temprano, llegaría un espantoso final, en cada una de las líneas.
Me vi perturbado, así que me levanté. Decidí regresar el libro. Lo tomé, me resbalé y el libro cayó al piso, dejando al descubierto la última página. Lo levanté y leí:
“¿Y quién hace que esto se vuelva verdadero? El principio mismo que nos trajo la destrucción, cuyas garras se extienden en el espacio y el tiempo a través de las ideas, del conocimiento de éste, de su revelación. Algunos piensan que es Boorna, pero Boorna protege a sus allegados, más bien es su hermana, la hija maldita, Avravac-Ra. Nacieron de Al-Logopthagh, la consciencia extraída de Azathoth, aislada detrás de la última puerta, a fin de evitar el despertar del sultán de los demonios, y la consecuente destrucción de todo lo que existe. Sin embargo, el solo conocimiento de su voluntad, de su deseo, lo hará verdadero. El saber maldijo mi tiempo, como maldecirá los lugares y momentos en los que terminen estas palabras por confabulación del endemoniado caos reptante. Maldigo el instante en que comencé a escribir, obligado por el horrible sufrimiento que me provocó la hija maldita. La muerte no será un consuelo para mí, pues mi ser no desaparecerá. Vagaré eternamente en el vacío, atormentado por la culpa y por la hórrida existencia sin forma, pero libre de Avravac-Ra. A quién lea esto, le sugiero suicidarse y destruir el libro, antes de que llegue la ruina. Los encantamientos podrían darte una oportunidad para morir con dignidad, o al menos para evitarte el peor de los destinos. Sé que podrían no creer en mis palabras, o volverse mártires. No lo hagan, mátense, y si pueden adviertan a quién sea que les importe que haga lo mismo. Es el fin”.
Y con estas fúnebres líneas concluía el libro.
Quizá debí volver, releer e interpretarlo de otro modo. Los hechizos podrían contener información importante. Me había saltado varias partes, podía estar alucinando, o que todo no fuera más que un sueño. Era una posibilidad haberme dormido en la biblioteca al principio de la lectura. ¿De qué otro modo explicaría el cielo teñido en sangre, la Luna monstruosa o las masas deformes de tentáculos, garras, pezuñas y bocas babeantes descendiendo para traer el fin del mundo?
Por Antonio Arjona Huelgas
(1995, Michoacán, México)
Se dedica a la escritura y a la historia,
egresó de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Ganó el concurso de relatos de horror de la revista Pérgola de Humo, en 2020. Sus relatos han sido publicados en revistas como Chile del Terror, Revista Penumbria, Revista Mordedor, Aeternum Magazine, Historias Pulp, entre otras. Se le ha antologado en publicaciones como Terror TDE. (Tinta de Escritores, 2020); Mosaico (2021), Estelas en Altamar. Antología de micro relatos (2022). Autor de la antología de relatos Historias al viento (Amazon, 2020). Escribe y administra el blog Memorias andantes.
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