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Los globos de colores

Este cumpleaños iba a ser especial. O, al menos, eso esperaba María Elena mientras colocaba algunos vasos sobre la mesa del salón. Los invitados estaban a punto de llegar. Corrió hacia el baño para pintarse los labios y el espejo le devolvió la imagen de una joven sonriente que guardaba en su mirada mil sueños por cumplir. 

María Elena había crecido en un pequeño pueblo de Cuba. Desde pequeña había estado a cargo de sus hermanos y del cuidado del hogar hasta que se enamoró de Carlos, un joven español que estaba de viaje por la zona. El flechazo fue instantáneo por ambas partes y comenzaron una relación a distancia. Meses después, cuando los kilómetros dolieron demasiado, María Elena voló hacia una nueva vida. Tenía veinte años en el momento en el que agarró aquel billete de avión y no miró atrás, borrando de su futuro a su familia y a sus amigos. 

Por las mañanas, mientras Carlos trabajaba, ella se ponía las sandalias y paseaba por la playa hasta que se hacía mediodía. Se lavaba los pies para eliminar toda la arena y se acercaba a alguna tienda para comprar la comida del almuerzo. 

María Elena nunca dejó de buscar trabajo. Necesitaba independizarse económicamente y dejó su currículum por todas las tiendas de la zona. Pasaron los días, pero no recibió ninguna propuesta. Carlos le decía que tuviese paciencia, pero se dejó caer en un bucle de negatividad e impotencia y sustituyó las visitas a la playa por horas inertes mirando el teléfono y anuncios en el periódico. Poco antes de perder toda esperanza de encontrar un trabajo, recibió una llamada de teléfono. Una óptica estaba interesada en hacerle una entrevista y, pocos días después, empezó a trabajar en ella. 

Carlos quiso celebrarlo invitándola a cenar. María Elena se puso su mejor vestido, pero él solo tenía ojos para fijarse en su sonrisa. Ella había vuelto a ser aquella chica alegre que había conocido en Cuba y la cubrió de besos sin que María Elena entendiese lo realmente agradecido que se sentía de volver a verla tan feliz, tan ella.  

Aquel día, Carlos cumplía treinta años. Las manos le temblaban. Llevaban dos meses sin verse porque él se había marchado a Latinoamérica a ayudar con una ONG en un pueblo desfavorecido. Ella miró en el móvil para ver por dónde iba el avión, pero no había avanzado desde hacía dos horas. Pensó que aquello era imposible, que ya debería estar llegando a Málaga. 

Los invitados fueron llegando. Las horas pasaron al principio rápido, con risas y anécdotas, y luego despacio, deslizándose lentamente por la pantalla del móvil de María Elena. Carlos tenía el móvil apagado y la compañía tampoco cogía el teléfono. Todos empezaron a impacientarse y el calor se notaba en el ambiente. María Elena encendió el nuevo aire acondicionado que habían comprado pocos meses atrás y ni siquiera el aparato rompió el silencio que empezó a reinar en el salón. 

Dieron las nueve de la noche y las patatas se habían acabado, al igual que los refrescos. El hielo ya era agua caliente sobre el recipiente. 

Optaron por tranquilizarse poniendo la televisión. Mientras, María Elena reubicó por quinta vez los globos llenos de helio, esta vez al lado de la ventana. De repente, uno de los invitados subió el volumen de las noticias y todos vieron cómo un avión se estrellaba contra un terreno deshabitado cerca de Málaga. La reportera hablaba rápido, diciendo datos como si estuviese leyendo la lista de la compra. María Elena solo pudo escuchar “ningún superviviente” y el número del avión donde iba Carlos. No quiso seguir escuchando. Más bien, no pudo. Soltó la cuerda y los globos se escaparon por la ventana. Volarían hasta desaparecer. Igual que Carlos. 

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Un coche giraba en una rotonda. Una mujer y su hijo deseaban llegar a casa para cenar y acostarse. Aquel había sido un día largo para ella y solo pensaba en tumbarse en el sillón y ver tranquilamente las aburridas noticias. 

-Mira, mamá, ¡son globos!

- Sí, cariño. Estarán celebrando algún cumpleaños. Ponte bien el cinturón.

-Mamá, ¿yo puedo tener globos como esos para mi cumpleaños?

- Claro que sí, pequeño. 

El niño se quedó pegado al cristal del coche viendo como todos aquellos colores ascendían despacio, bailando al son de la marea del viento, deseando que su fiesta de cumpleaños fuese tan divertida como aquella en la que habían usado esos globos tan bonitos. 

 

Por Yohana Anaya Ruiz

(1994)

Graduada en filología hispánica por la Universidad de Málaga, tiene el máster de Gestión del Patrimonio y el máster de Profesora de Lengua y Literatura castellana. Actualmente, tiene 7 libros publicados y ha participado en numerosas antologías. Algunas de sus obras son Lo que ha quedado de mí, Maullidos en la gran ciudad y Pájaros enjaulados


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