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Los muertos de la urbe

Actualizado: 28 feb

Estaba a punto de cumplir un año trabajando en la municipalidad. El cielo de la capital amaneció con su invariable y bien conocida paleta de grises, como para asentar aún más la rutina. Me encontraba cruzando escalón a escalón el puente amarillo con hedor a multitud que me llevaba a la oficina. Haciendo causa común con algunos matorrales ribereños ya secos, me aferré a mi abrigo ante la húmeda brisa. Mientras, el río Rímac cruzaba indiferente bajo mis pies, resintiendo decenas de años de contaminación. No apresuré el paso, no me interesaba llegar temprano. El mes pasado había terminado la carrera y a falta de una oferta laboral decente, la jefa únicamente me brindó un par de felicitaciones mezquinas y un día libre. El trabajo tenía bien merecida esta mediocridad recíproca que le ofrecía.

—Buenos días, chicos. A ver, a ver, todos los practicantes pasen a reportarse.

De inmediato dejé mis cosas en el escritorio y me deslicé a la oficina de la jefa junto con los demás practicantes como una larga fila de correos electrónicos listos para ser atendidos. Recibido, reenviado, archivado, eliminado.

—Buenos días, doctora Marisol. Dígame.

—Buenos días, hijito. Quédate paradito por aquí —dijo señalando una loseta desgastada con su mano derecha—. Espérame que ahora te imprimo una notificación urgente para que la entregues hoy. Ojo que no hay pasajes.

—Claro, doctora – repliqué de inmediato con tono eficiente.

Me quedé observando mientras sus dedos huesudos tecleaban sobre la computadora y su nariz aguileña parecía hundirse entre los caracteres de la pantalla enfocándolos con sus arrogantes ojos negros. Pronto cortó el silenció con esa voz que liquidaba cualquier esbozo de carisma:

—Mira a estas bestias —susurró entre dientes, mirando una indefensa hoja impresa que había ingresado esa mañana—. No saben ni escribir, pero presentan escritos y encima en ese idioma de indios; ¡quechua! ¿quién carajo sabe quechua en el municipio? Claro, supuestamente dicen que se les murió alguien y de inmediato se hacen las víctimas. Deberían quedarse calladitos comiéndose su mierda y pagando la multa. Trabajo es lo que necesitan estos vagos.

—Claro, doctora —reiteré con un postizo ceño fruncido.

—Recoge la cédula de la impresora. Le sacas una copia y te quedas una como cargo de recepción. Lo notificas hoy mismo y mañana estamos embargando a estas bestias.

Como es obvio, los embargos siempre son un asco. Un río de lágrimas y un mar de varazos. Dar y recibir. Ni una banda de ladrones dejaría una casa tan limpia como un equipo municipal de cobranza coactiva bien entrenado. A estas alturas, sería cínico desconocer que estos embargos permitían el pago puntual de mi sueldo cada quincena.

—¿Todavía estás por acá?, ¿qué quieres, un beso? —dijo Marisol chasqueando los dedos— apúrate chiquito, esto es para ayer.

Dejé mi saco en la silla y salí trotando las escaleras del cuarto piso.

—¡Oye tú, acaso te tengo que decir todo! —gritó la doctora Marisol mientras asomaba la cabeza por la escalera—ponte el chaleco así piensan que eres policía.

Desande mis pasos esquivando la mirada de la jefa, me puse el grasiento chaleco amarillo y dejé atrás la cenicienta fachada de la municipalidad.

Los jirones del centro de la ciudad me recibieron con el asfixiante entusiasmo de un borracho pidiendo propina. Por todos lados gente caminaba en interminables filas compartiendo el propio espacio. El tráfico de las avenidas principales contrastaba con las desiertas callejuelas que se plegaban entre enormes edificios abandonados.

Seguí caminando hasta que advertí que mi destino se encontraba cruzando el río, en uno de esos opacos rincones ajenos a las multitudes y a los que ningún guía turístico se atrevía a llegar pese a las pintorescas callejuelas de piedra de estilo colonial.

La dirección era Quinta Valdemar 1408. Era una casona antigua, una estructura cansada como la propia ciudad, de techo alto y maderas apolilladas. Me acerqué con cuidado, cuidándome de que el lugar no fuera uno de esos tantos antros camuflados como eran comunes en la zona. Bajo el arco de la puerta me aguardaba un charco pestilente de lo que supuse era la habitual mezcla de orina y lluvia. Me estiré sobre el charco y toqué la aldaba dos veces. No hubo respuesta. Aguardé inútilmente esperando que los balcones expusieran algún vecino curioso que me diera razón de la señora Urpi Huaranca, también conocida en el expediente como la infractora, la titular de la multa, la administrada, la parte del procedimiento o una bestia que presenta escritos sin saber escribir y que debe quedarse calladita pagando su multa.

Me cansé pronto, y de inmediato repasé mi desgastada copia de la Ley 27444 que llevaba en el bolsillo. Artículo 20. Notificación bajo puerta. Era el último intento antes de dejar los documentos remojándose entre orines y lluvia.

Insistí por última vez alzando la voz:

—Buenos días, señora Huaranca, vengo a dejar una notificación ¿está por acá?

Esta vez toqué la aldaba dejando caer el peso de mi brazo. La puerta cedió, invitándome con un quejido.

Asomé la cabeza encorvando el cuerpo con timidez. Busqué por toda la entrada alguna especie de buzón, pero de inmediato me detuvo el olor. Como una pared infranqueable, un gas enfermizo me golpeó el rostro y penetró mi nariz arrastrándose por mi garganta. Con ojos vidriosos busqué por el suelo y las paredes esa invisible fetidez, hasta que un solitario goteo cayó sobre mi cabeza y disparó mi vista hacia el techo. Era el cuerpo hinchado de la señora Huaranca colgado de la viga mirándome con el cuello torcido, exudando miasmas. Perdí el equilibrio y caí sobre el charco bajo sus pies, salpicandome por entero, sintiendo su última mirada de pupilas muertas sobre mis ojos. Salí abalanzado sobre mi pecho, tropezando una y otra vez en el camino de piedras. Como un animal malherido, traté de escalar el puente, huyendo de la huésped de esa quinta, solo para terminar expulsando un agrio vómito hacía el fondo del río, dándole mi pequeño aporte a los largos años de contaminación. La faz del río nunca me pareció más limpia que ese día.

Al paso de una semana, y luego de varias investigaciones periodísticas, Marisol renunció «voluntariamente» luego de que descubrieran que iba a embargar a una muerta. También se supo por los titulares que la señora Huaranca se había ahorcado hace un par de días, luego de que retuvieron su carretilla de jugo de naranja y le pusieron una multa E-40 con el tope máximo. En cambio, nunca se supo que estaba embarazada y que recién levantaron el cuerpo cuando yo les di el aviso, aunque su anciano padre ya la había encontrado el día de ayer.

«Urpiyqa wañusqañam», estuvo repitiendo el viejo en la comisaría. Básicamente lo trataron de «serrano loco».

El gerente me ofreció el puesto de Marisol. Ascender al abnegado practicante y silenciar al testigo de tamaño escándalo. Dos pájaros de un tiro. Acepté, resignado a asumir esta suerte de recompensa y callar la boca.

Hoy en día, ya no paseo por las calles del centro. Llego a la oficina y me aferro como mala hierba. Y en cada jornada, al iniciar y al terminar, la voz de Urpi Huaranca me susurra al oído y me advierte que no perturbe a los muertos de la urbe.

 

Por César Mateu

(Lima, Perú, 1995)

Abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es amante de la literatura y cine de terror, ciencia ficción y fantasía, así como del Heavy Metal. Sus cuentos mezclan sus aficiones con elementos de la cultura peruana y latinoamericana. Ha obtenido una mención honorífica en el II Concurso Internacional de Cuento de Terror “Alas de Cuervo”, y sus trabajos pueden encontrarse en Beyond The Flesh – Antología del horror corporal (2023), Revista Entropía – Materia Oscura N° 4, Corporalidades del miedo y el cuerpo monstruoso (2023), 1° Laboratorio Literario ALCIFF – Utopía (2023), y Las fauces del olvido: terror Latinoamericano (2023).


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