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Luz negra

“El escándalo, en nuestros días, no consiste en atentar contra los valores morales, sino contra el principio de realidad”  (Mario Vargas Llosa) 


Creo que mis ganas de entregarme al suicidio por fin han llegado a su fin. Y no gracias a los innecesarios consejos que mis amigos y familia me han otorgado, se los agradezco, pero esas no fueron las causas por las cuales dejé de pensar cómo se vería mi sangre escurrirse por mis dedos. Tampoco se lo debo a las pláticas semanales con el consejero escolar, pero quizá sí a esos breves espacios de tiempo libre que me quedaban después de las sesiones con el consejero. Aturdido y sin consuelo deambulaba en la parte trasera de la universidad donde se reúnen los estudiantes que desean fumarse uno o dos porros llenos de marihuana. Pero, lector, tampoco quiero que pienses que mi cambio de actitud ante la muerte fue por la hierba. En esa parte de la universidad aparte de fumetas hay una densa vegetación que la escuela no se molesta en nada a reducir, un poco más atrás, después de deslizarse entre espinas y ramas de árboles pequeños llegas a un montículo que a simple vista parece un cúmulo de tierra, pero se trata de un basamento piramidal que se yergue desde hace más de mil años cuando hombres y mujeres de la zona aún no conocían las caras paliduchas de los colonizadores europeos. Una de esas tardes, mientras caminaba por el basamento, encontré un fruto que antes no había visto. Tenía la forma de una cereza, pero su color esa blanco, lechoso y de cierta manera nada atractivo para ser ingerido. Tomé una y cuando la arranqué de la planta soltó un olor desagradable, bendito mecanismo de defensa de algunas plantas, pero se me ocurrió que si algo defendía aquella planta era porque seguro era algo valioso. Sin pensarlo mucho la introduje a mi boca y la mastique. De mi boca salieron disparadas dos semillas bastante pequeñas. Creo que no pasó ni un minuto cuando mi visión se puso borrorsa, pero no de la forma en que se desvanece el mundo cuando alguien se desmaya, era una forma de concebir mi alrededor lleno de color, distorcionando la luz, las formas y los sonidos. Me espanté porque temía haber ingerido algún veneno. Pero la sensación terminó en dos minutos, suspiré de alivio y salí de aquella maraña verde. Me sentí extraño y mi vista no se separaba del suelo hasta que llegué al salón de clases donde nadie me dirigía la palabra, la mirada. Cuando alcé la vista pude ver que el rostro de la profesora, que estaba impartiendo la clase de “Expansión Europea del siglo XV”, tenía la similitud con el rostro de una ardilla, pero sin pelo. Estaba tan asustado que no me percaté en ese momento que mis demás compañeros también tenían rostros abominables, muy parecidos a los de una ardilla con sarna. Me levanté del susto y salí corriendo. Callado como era, creí que un efecto retardado de la droga que posiblemente había ingerido estaba surtiendo efecto, pero no fue así. Todo el resto del camino a mi departamento, donde me esperaba mi novio, los rostros de las personas se me revelaron como ardillas gigantescas. La cara de mi novio no era la excepción, una ardilla deforme con voz humana, una voz tan natural, pero con un rostro deforme. Pero lo que me asustó a continuación fue ver que el rostro de mis gatos era igual que el de los humanos-ardilla, salí a fumar un cigarro y los rostros de todos eran ardillas, ardillas, ardillas.  Al otro día, sin dejar de ver esos rostros monstruosos, acudí con uno de mis profesores de botánica. Paleobotánica, para ser más preciso porque no tenía la menor idea a quién recurrir en el tema. El profesor me vio alarmado, sin poder pronunciar bien las palabras por lo apurado que me sentía de contarlo todo. Al final pude hablar sin sonar demente. Todo esto mientras veía un rostro de roedor sin pelo. Él, por fin, se rio. De mí, de todo. Creí que me diría que había consumido una droga potente, un alucinógeno, pero se trataba de un fruto prohibido, escondido y raro de encontrar, un fruto que los antiguos moradores de América consumían para acceder a una realidad espantosa que algún dios benigno ocultó a la humanidad. El rostro de todo ser vivo en la Tierra era una espantosa réplica de una ardilla moribunda, sin pelo y ojos saltones, enormes. Me rogó guardar el secreto, el fruto que yo consumí era de su jardín personal, oculto a los demás. Me tendió la mano y dentro de ellas habían tres frutos más de los que había consumido y me habían llevado a la locura o a la realidad, muchos dicen  que no hay mucha diferencia entre una y otra. -Come más, ya verás -me dijo. Luego me contó que para poder ver “más” tenía que consumir más. Lo hice y lo que veo ahora es diferente a la mentira a la que he vivido toda mi vida, toda sus vidas. Los matices de colores de todas las cosas son cambiantes, esencias invisibles se intercambian de un cuerpo a otro, y parece ser que la animosidad se refleja en esas esencias invisibles que se intercambian, una matriz de las relaciones personales, la historia de la vida social de la humanidad. Pero hay algo que aún me parece confuso, me llena de miedo si lo pienso demasiado. La luz. La luz no es blanca, no es azul, no es roja. La luz es negra, voraz y la fruta prohibida me lo mostró, la ley de la refracción es una mentira a medias, porque la luz que ven aquellos que no han masticado una planta antigua y rara suelen creer que la luz es blanca, pura, pero es el don de la ignorancia, la luz es negra porque la mente la cambia, una mente descuidada y sin una revelación. La vida ahora es un pantano de luz, mi cara, de esencias transferibles. Ese fruto debe seguir prohibido por el bien de todos. 

 

Por Israel Celis Delgado

Licenciado en historia y fanàtico de la literatura.

He publicado en varias revistas digitales y algunas editoriales tanto en formato físico como digital. 

Me gustaría que México fuera un futuro referente a la literatura, especialmente aquella que nos hace sentir un poco incómodos. 

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