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Mal de luna

1

Siempre me han obsesionado los anocheceres con luna. En dichas ocasiones el miedo pretende apoderarse de mí, como garras penetrando en mi cerebro. Constantemente me ha atormentado el cruel satélite y nunca he podido explicar la causa de esta enorme conmoción. Quizá fue por el aullido que escuché en mi niñez, cuando la bestia peluda desgarró la garganta de mi padre. Vivíamos en el campo en aquel entonces. Ahora la inmensa ciudad cubre mi ser. Los grandes inventos, la tecnología, los avances científicos herederos de Da Vinci, de Edison y de Einstein. Me he criado con todo esto. Atrás quedaron los tiempos en que la cabaña era asediada por criaturas de la oscuridad. Cuando mi madre evitaba susurrar siquiera por miedo a que ellos nos encontraran. La luna, decía, es la culpable de todo. Y tenía razón, algo andaba mal con esa esfera. Las pesadillas marcaron mi infancia y niñez. Aun así, mi deseo por surcar el espacio se acrecentó con el correr de los años y, con ello, mis ganas de develar los misterios de lo incógnito.


2

—¿Está todo bien, Neil? —me pregunta Michael—. Luces intranquilo. No te preocupes, esto será fabuloso. Sólo sonrío y hago un gesto de asentimiento. El gran viaje se inicia en nuestra magnífica nave. La humanidad está a la expectativa de nuestro trabajo. En estos momentos somos grandes, gigantes, y de nuestra labor depende el desarrollo de investigaciones espaciales futuras.


3

Una mañana, muy temprano, desperté nervioso en el cuarto que he venido arrendando

desde hace algunos años. En la pesadilla que he tenido un ser más negro que la noche se abalanzaba sobre mí y, con sus fauces, desgarraba mis genitales. Su mirada brillaba como la luna llena. He gritado de dolor y he abierto los párpados. Mi cama se hallaba manchada de sangre; al parecer, ha brotado de mi nariz o de mi boca... pero... ¿por qué? La sugestión puede ser terrible en algunos casos y no soy la excepción. Tengo miedo de que la noche regrese. Pronto habrá luna nueva. Pronto escucharé los gruñidos de esos monstruos que acechan desde el más allá, desde ese círculo que brilla a lo lejos en el cielo. La luna parece mostrar un rostro tétrico que se burla de mí.


4

Hemos llegado. Somos los primeros. Ha sido un viaje largo. Las primeras expediciones en naves-robot han dado buenos resultados. El análisis selenográfico ha sido óptimo y nos ha permitido tener una certeza: la vida aquí no existe. Edwin se queda en el módulo espacial

Águila mientras yo desciendo en este mundo sin atmósfera. La misión es sencilla: recoger muestras, nada más. No habrá sorpresas. Me siento feliz. Llevo conmigo la bandera norteamericana y la hundo a profundidad en el suelo. Peso muy poco aquí, puedo dar grandes saltos. Me voy volando. Me siento como un niño. Siempre soñé con este momento y soy feliz.


5

Uno de aquellos seres me observó en el sueño. Sus ojos me resultaron familiares. Cuando desperté, me di cuenta a quién pertenecían. Eran mis ojos. Todos los miedos se han disipado. Desde mañana dormiré en las instalaciones de la NASA. Ya no siento temor. Muy pronto iniciaré una fructífera carrera de astronauta. Será maravilloso.


6

—¿Qué tal va todo? —me consulta Edwin.

—De maravilla —le respondo—. Mejor no puede ir. Ha resultado ser un éxito.

—Te felicito Neil, eres el primero, tu nombre será leyenda. Te envidio, bastardo.

Y se ríe. Me da miedo su risa.

—¿Sabías que estás a pocos kilómetros de la cara oscura de la Luna?

—Sí, Edwin, lo sé, me gradué antes que tú. —Esta vez fui yo quien se rió.

Una sombra negra pasó a gran velocidad a lo lejos. Es extraño, un ser vivo no podría

deslizarse de ese modo, a menos que pesara bastante. Tengo mucho miedo. Creo que no estoy solo en la Luna.

—¿Qué pasa? ¿Armstrong? Dinos qué ocurre.

Tengo que regresar al transporte que me trajo del módulo de control Columbia. Intento comunicarme con mi subalterno y con Michael, pero no responden.

Estoy solo. Asquerosamente solo. De pronto escucho una última comunicación. Es Michael hablándole a Edwin:

«No podemos dejarlo ahí, no con lo que nuestro satélite-robot está detectando».

Edwin responde:

«Conecta las pantallas... ¡Oh, Dios mío…! ¡Vámonos…! ¡Larguémonos…! Aho...»

Se corta la conexión.


7

—¿Qué es lo que tanto ves en el cielo, Neil? —me pregunta el psiquiatra.

—Veo la luna, es mágica, puede influir en la conducta de los seres.

—Hay personas sensibles al influjo de la luna, pero, Neil, tú no puedes dejarte manipular

por su energía. No hay ciencia alguna que pruebe que los humanos son afectados por dicho satélite. Sé que dicen que afecta la marea del agua, pero ese es un asunto científico. Lo otro podría ser muy difícilmente explicado por la ciencia. Quizá deberías irte a descansar. Eres un empleado de la NASA y quien más ha estudiado los fenómenos selenológicos. Muy pronto ascenderás y podrás integrarte al proyecto Apolo 11.

—Gracias por todo, pero...

—Nada de peros, vete a dormir.

—A veces vienen imágenes a mí, sobre el conflicto.

—¿Lo de Corea?

—Sí, así es, hice cosas que nunca debí haber hecho, yo... es horrible...

—Lo olvidarás. Tómate esto, te ayudará a dormir. No se hable ya más del asunto.

Hice caso a lo que decía el psiquiatra, pero no dormí bien esa noche, a pesar de las pastillas. Nunca he dormido bien. Jamás volvería a hacerlo después de la travesía. Cada vez que me miro al espejo, veo esos ojos, azules como los míos, mirándome, diciéndome:

«Este es el fin Neil, beberé tu sangre, devoraré tu carne y guardaré tus entrañas para

después».

Mi padre solía decir que el lobo aúlla con la luna y ataca sin miedo al hombre en las noches en que ésta suele tornarse más brillante. Mi padre decía que los monstruos existen.

¿Y qué niño no suele creer lo que le cuentan sus padres?


8

La eterna noche lunar se muestra extraña para mis ojos alicaídos. El visor no me deja mirar con claridad mi entorno. A pesar de que la ausencia de atmósfera no deja correr ningún sonido, oigo el aullido. La bestia sale de las sombras, quizá de un inmenso cráter que era su guarida. Tiene tantas patas que no puedo contarlas y es peluda, como una fiera del infierno.

Se abalanza sobre mí a gran velocidad, parece flotar en el aire. No, vuela; de alguna manera lo hace. Me es imposible moverme. Sólo deseo que el final llegue pronto. Dolerá, lo sé, me doy cuenta de ello cuando veo acercarse a otros seres similares. Son demasiados. Infinitos.

Todos salidos del lado negro de este mundo. La primera criatura empieza a destrozarme. Mi traje no puede protegerme por mucho tiempo y solo extiende el tiempo de mi agonía.

Los ojos del monstruo son enormes y reflejan mi rostro sangrante, como en un espejo.

El temor explota en mi cerebro y se desvanece para siempre, haciendo que la paz al fin

pueda llegar a mi torturada alma.

Todos recordaran el 20 de julio de 1969. Fue una fecha que cambió la concepción de todo lo que hasta entonces se conocía. El día en que el hombre fue conquistado por el espacio.

Por un lado oscuro y demoníaco que jamás llegaría a comprender ni concebir.

También yo seré recordado siempre: Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la superficie de la Luna. Y el último.

 

Por Carlos Enrique Saldívar

(Lima, Perú, 1982)

Es codirector de la revista El Muqui. Es

administrador de la revista Babelicus. Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019), El viaje positrónico (en colaboración con Benjamín Román Abram, 2022). Compiló numerosas muestras literarias.

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