Antes de tomarse el jugo de tomate y maní, Lola saltó del susto. Hacía ya dos semanas que Leandro la había dejado después de cinco años de amores y desengaños, cinco años de crear un amor con arena mojada, cinco años de… no término de pensarlo cuando aquella mancha insignificante que estaba en la pared pareció moverse, creyó entender que por las luces movedizas del televisor algunas sombras cobran vida. Miró la trusa sexy que a él tanto le gustaba y ahora debía cambiarse por lo mojado y manchado del sobresalto.
Cuando ya cansada de ver lo mismo y de pensar en él en cada publicidad, apagó el aparato y encendió la luz. Aquella mancha seguía ahí tan misteriosa como su aparición. Lola se acercó, vio las líneas enredadas como un nido de trazos, acercó su mano para palpar; fue ahí, cuando volvió a saltar del susto, aquel dibujo maltrecho estaba respirando, ¡es más!, ¡estaba vivo!
La luz permaneció prendida como vigilante, ella tan encendida del susto que no pudo dormir y de aquel celular con las teclas gastadas de la insistencia, sólo quedaba la fuerza de una tortuga que se resistía a apagarse.
Leandro llegó a su cuarto ante la forzada compasión de un fantasma de grafito, tras comprobar que aquella maraña era solo una ilusión óptica, hicieron el amor, ella con la emoción de una captura, él con el entusiasmo de un reptil frente a un plato de leche.
Lola se acostumbró a ver la pared así, con ese dibujo desordenado, que se movía de un lado para el otro, de pared en pared. Al principio quiso limpiarlo con agua y jabón, pero volvió a aparecer, así que, qué caso tenía. Lo adoptó. Este ser fantástico comenzó a tomar forma una vez que ella lo miró con detenimiento, y de aquel caos de trazos, se formaron patas, cabeza, abdomen; y una vez felinizado, por irónico que parezca lo llamo “manchas”.
Manchas, se volvió travieso, caminaba por todos los muros, tirando al suelo todo lo que estaba pegado a la pared, la foto de los abuelos, de mamá; de la graduación, hasta la única foto en que Lola aparecía abrazando a Leandro. Era imposible detenerlo, había llenado la pared de ensucias, de café, de panes tirados con ira, aguas no muy claras. Lola trató de atraerlo con caminos de hojas de cuadernos limpios: ese ente amorfo bajaba lentamente, pisaba el sendero blanco de papel, daba un paso, luego otro, pero siempre un hilo de lápiz lo unía a su origen, y cuando Lola se lanzaba sobre él con un trapo mojado, inmediatamente desaparecía erizado como el acero cuando es jalado por un imán.
Aquel engendro descolorido que habitaba la bidimensionalidad se volvió más irascible cuando aquel amor partido, no contestaba el teléfono, ni daba señales de vida. Y era así que “manchas” quiso subir más allá de la arista, sin embargo, no podía, llegaba casi al horizonte, su patas tocaba el techo con miedo de precipitarse, entonces sus extremidades se alargaron tanto que de cuatro se volvieron en ocho, con ojos enormes, tan grandes como su abdomen.
Las huellas del arácnido de carbón eran seguidas por zapatazos, escupitajos, palabras irrepetibles; inclusive con la intermitencia del interruptor de la luz, para ver si desaparecía, era imposible; este andrógino ser era ya parte de ella. Se acostumbró a la penumbra de las paredes manchadas, al deterioro de las escrituras amorfas, de las estrofas inelegibles, al espanto de la soledad inclusive de estas existencias.
Aquel camino regado de versos de amor y de promesas manchadas, estaban húmedas de dolor y de locura. La madre la encontró después de algunas semanas, tirada en la espera de aquel piso sucio y espantoso, junto con las puntas de lápices carcomidos y de aquel celular sin números.
Por Pedro Morante
Pedro Ricardo Morante Baluarte, peruano de 53 años, aficionado a la poesía y la escritura. Natural del Puerto del Callao- Perú.
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