Todos en la ciudad habían oído hablar del sicario, aunque nadie supiera quién era. Era famoso por cobrarse una vida cada día, eso lo convertía en el que mejor ejecutaba su trabajo de todo el lugar. Si su identidad era desconocida, entonces la inteligencia para la que trabajaba era un misterio todavía mayor. Y no es para exagerar, la razón de la tremenda eficiencia del sicario era fruto de su habilidad para administrarse el tiempo. Se levantaba y diario se tardaba cincuenta horas en lavarse los dientes. Comía sus trescientas comidas del día, escogía su ropa para trabajar, y viajaba con la pistola en la guantera. Disparaba a quemarropa y después se marchaba, claro sin antes coleccionar a la víctima en un saco que siempre llevaba consigo; si daba un tiro certero, la víctima tardaría veinte años en morirse. Al llegar a su casa, se acostaba, pensaba en lo que haría al próximo día y casi siempre pasados setenta días, finalmente descansaba su segundo y medio. Esta era la rutina que, a pesar de estar muy bien organizada, el sicario se preocupaba de que aún le sobrara tiempo para descansar de su constante ajetreo.
Fue entonces, cuando durante un encargo, tomó plena conciencia sobre los años que invertía en cumplir su estricto itinerario. Quería tener tiempo para descansar. Sin embargo, ese día estaba atorado en el tráfico, con las manos al volante de su nada llamativo vehículo. El cansancio lo dominaba. La noche anterior durmió dos segundos, lo cual era un exceso de sueño que no se podía permitir, y ahí tenía las consecuencias. Quería volver a su casa lo antes posible. El plan era disparar directo a la cabeza y para menos esfuerzo, solo se llevaría la mano como evidencia de la ejecución.
Irrumpió en la vivienda e hizo el encomendado impacientemente. Se sorprendió al ver que el disparo provocó un profundo agujero en la cabeza, cuando él había previsto una explosión de sesos. Le urgía volver a reflexionar, por lo que no se molestó en rematarlo. Se dio el lujo de cortar la mano rápido, cuarenta semanas para ser exactos. La metió en el saco y se fue. De regreso el tráfico no disminuyó. En la calle se veían filas interminables de coches de todos los colores que prometían a sus conductores no llegar a sus destinos. El sicario iba con la pistola y con el saco en el asiento de al lado. El auto avanzaba apenas unos pasos y el hombre prevenía que, con suerte, llegaría a su casa en unos tres mil años. Incluso si se entretuviera con cualquier cosa, la eternidad que pasaba entre un milisegundo y un cuarto de milisegundo era perfectamente posible de saborear. Una sinfonía de todos los cláxones combinados resonaba en las afueras. Los semáforos estaban descompuestos, las señales de tránsito de ceda el paso y vuelta a la derecha parecían repetirse cada vez que el sicario miraba a la banqueta. Algo pasaba en la ciudad y en sus reflexiones tan solo deseó saber qué había al final del tráfico para pensar en una solución.
El orden de las hileras se fue alterando. Varios cambiaban de carriles por culpa de los vendedores ambulantes. Se le acercaron un número de entre siete millones y setenta octavos del menor número par. Cada año, los doce meses, miles y miles de vendedores se acercaban: vendedores de paletas heladas, de aguas embotelladas, y limpia vidrios que mojaban la ventana sin preguntar. Todos tocaban su ventana mientras el sicario, harto de esa situación, trataba de contener a la mano que luchaba por salir del saco. Con un limpia vidrios que le enjabonó las ventanas sin remordimiento, el sicario sacó su pistola y lo mató de tres tiros al pecho. Ya ni podía ver bien a través del parabrisas. Entonces, se repitió el patrón en pleno tráfico interminable. Llegó otro limpiador que le enjabonaba las ventanas, el sicario abría fuego y activaba el limpiaparabrisas. Después los cristales se ensuciaban otra vez, bajaba el vidrio, volvía a abrir fuego y activaba el limpiaparabrisas. Pasó de cobrarse una vida al día, a cobrarse dos al segundo.
En poco tiempo las balas se acabarían. Comenzaba a notar que si seguía con la misma actividad no podría ni notar cuándo llegará a su hogar. Pero su coche seguía en el tráfico. Mataba, limpiaba y pisaba el acelerador al mismo tiempo. Aun si llegaba a su casa, los comerciantes lo perseguirían y le ensuciarían toda la cristalería de su hogar sin descanso. Por un momento, el horror de los limpiadores cesó, y el silencio lo acompañó en el coche. El sicario apoyó la cabeza sobre el volante y tuvo la paz que deseaba. Un prometedor receso, una meditación de dos pestañeos que duró hasta que un nuevo golpeteo lo interrumpió. Volteó a su izquierda y vio que la mano había escapado del saco y empuñaba su pistola. En los veinte millones de años que pasaron, la mano también se desesperó. Lo que buscaba era volver con su amo, rellenarle el agujero del cráneo y volver a su muñeca. Mientras el sicario estaba en su profunda reflexión, la mano estuvo disparando contra el cristal de la ventana para salir. Fue muy tarde cuando el cristal de la ventana izquierda se reventó y la mano se fugó del coche a gigantescos saltos. Quiso ir tras ella, pero la cercanía del coche a su lado se lo impidió. Veía cómo el tráfico no mejoraba. Los pitidos de los autos resonaron en toda la calle y se había quedado sin ventana. Ante situación tan estresante, el sicario no dudó en apuntar la siguiente bala a su cabeza. Revisó el cartucho, la mano había dejado una bala en la pistola. El sicario se hizo con el arma y encañonó su frente. Se suicidaría en su coche, en medio de la calle, sin evidencia de que mató a la víctima y con un pronóstico vial de ochenta millones de años.
La bala atravesó su cráneo. El cuerpo se desplomó y a la cabeza no le dio tiempo ni de salir volando del coche. Pasó una dieciseisava parte de segundo, la cabeza estaba en el asfalto. Pasó una octava parte de segundo, el cráneo se rompió en pedazos, la sangre manchó la acera y los rasgos faciales quedaron dispersos en el piso. Pasó una cuarta parte de segundo, nadie veía el cadáver en el coche ni los pedazos de cara regados. Pasó una media de segundo, los ojos miraban desde el suelo a una ambulancia que se acercaba a su coche detenido, la esperanza iba en su ayuda. Pasó un segundo, la ambulancia frenó metros antes de donde estaba el sicario, pues una señora había sufrido una caída. Sin anticiparlo, todos los autos de la carretera arroyarían las partes de su cara. En aquel segundo deseó con fuerza que la mano no se hubiera escapado, porque una mano era lo que necesitaba para hacerle señas a la ambulancia de que fue víctima de un fallido suicidio. Desde que la sangre salió salpicada, apenas ha pasado el viaje de un segundo a un milisegundo… y continúa.
Por Michael Velázquez Flores
Soy un joven autor que le gusta mucho la literatura, las cosas fantásticas e imaginativas. He sido publicado en revistas como “La Tabla Esmeralda” de Axel Leandro en su segundo número; la revista “Retazos de ficción” y la revista Dogevena Toximorox. Además, gané el primer lugar en cuento corto y cuento largo en el concurso local “Vibrart” de la escuela donde estudio. Mis géneros favoritos en literatura son el fantástico, el horror y los clásicos.
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