Me llamo Brisa. Me tienen miedo, solo tengo trece años. Hace días que estoy en este lugar. Tengo puesto este chaleco que no deja mover mis brazos.
Todo comenzó una noche. Estaba de niñera en la casa de mis vecinos, los Prado. Se iban a una fiesta y me preguntaron si podía cuidar a su hijo Julián, un bebé de dos años; Acepté.
El niño dormía y para matar el tiempo se me ocurrió leer algo. La biblioteca es inmensa, decenas de títulos llamaban mi atención. Había una novela, Drácula, de Bram Stoker; otro libro cuyo título era Carmilla, de Sheridan Le Fanu; y en fin, todos trataban sobre vampiros. Un libro de ocultismo, sobre esos extraños seres con colmillos, me atrapó desde el principio. Lo abrí casi por la mitad donde tenía como título: No invoces Expellere Non Possis, haciendo referencia a los peligros de invocar a las vampiresas más antiguas del mundo y sentí como una energía extraña se metía en cada célula de mi cuerpo. Al terminar de leer ese capítulo me sentí poseída por un deseo incontrolable de morder el cuello del bebé.
Miré la hora. Era muy tarde y recordé lo que me había dicho la madre casi con el auto andando: “Vendremos temprano Brisa, cualquier cosa usá el teléfono”.
No vinieron temprano. Llegaron a la madrugada, su hijo ya estaba desangrado.
Todavía siento el sabor de su sangre. Estoy arrepentida. Pobre niño.
Cuando me vieron los Prado… Bueno, no voy a contarles cómo reaccionaron. No era consciente de lo que había sucedido, ni de lo que estaba sucediendo en ese momento. Me lancé con velocidad sobre el padre y le mordí la garganta. Él cayó al suelo haciendo movimientos desesperados. Su mujer gritó aterrada. Intenté atacarla, pero un crucifijo que colgaba de su cuello no dejaba acercarme. Ella llegó como pudo hasta el cuadro de Cristo en la pared, lo descolgó y lo puso frente a mí.
Luego mis fuerzas se fueron debilitando… debilitando…
El hombre se levantó del suelo, ensangrentado. Agarró un florero de bronce y golpeó con él mi cabeza. A partir de ahí no recuerdo nada más.
Me desperté acá, gritando. Estaba sobre una camilla, con cintas cruzadas que me sujetaban piernas y brazos. En un determinado momento, noté que había recuperado mi fuerza, la fuerza anormal de aquella noche, y las correas saltaron por el aire. Cuatro hombres consiguieron inmovilizarme. Una inyección certera hizo que mis párpados se sintieran pesados.
La comida la pasan por un hueco que hay en la puerta. ¿Cómo hago para comer?
Nadie, casi nadie, se anima a entrar para dejarme libre los brazos. Me dicen piba, loca o criatura.
Me llamo Brisa. Me tienen miedo, solo tengo trece años.
Por Alejandro Negrete
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