Nos sentamos en la misma mesa de la cafetería, frente al ventanal cuyos bordes estaban iluminados por la escarcha. Era invierno. Las calles huían del frío y todos vestíamos largas gabardinas, guantes y gorros coloridos, esperando que la estación terminara.
—En la mayoría de los amoríos, alguien huye y alguien persigue.
—En nuestro caso —aclaré—, ambos huimos y perseguimos.
Soltó una carcajada dulce.
—Tienes razón, aunque prefiero ser quien huye.
—¿En serio? Creí que preferías la batuta.
—Prefiero tus rezos silenciosos en la noche para que aparezca.
—No creí que te gustaran.
—Solo amo que todo tu mundo gire alrededor mío.
—Cuidado con tu ego.
—Vigila tu sentido metafísico.
Me reí por su comentario. Él sonrió.
—Tienes razón —dije—. Aunque, si me deshago de mi metafísica, te irás también.
—¿Por qué lo dices?
—Solo eres una creación de mi imaginación rota. Si renuncio a mi estado metafísico, morirás en cuestión de minutos.
La sonrisa en sus labios se borró. Miró la cafetería con extrañeza. En ese momento, todo parecía cubierto de una neblina densa.
Intercambiamos miradas. Antes de agregar algo más, volví a la realidad de mi habitación.
Estaba en posición de loto, con las palmas cerradas cerca de mi pecho y rodeada de velas. La meditación terminó y él murió por millonésima vez, solamente que nunca lo sabe, porque su orgullo cree que es de carne y hueso, no una creación mía.
Por N B
Estudiante de la licenciatura Lengua y Literatura Hispánica de la Facultad de Estudios Superiores Acatlán. Es Técnica en Educación y Desarrollo Infantil por el Colegio de Ciencias y Humanidades plantel Azcapotzalco.
Fiel seguidora de la Literatura Renacentista, estudiosa de Alejandra Pizarnik y el Ocultismo.
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