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Foto del escritorcosmicafanzine

Mi tía Helia

Actualizado: 2 sept 2022

De pequeña no comprendía por qué mi casa estaba llena de crucifijos, de tijeras abiertas en forma de cruz, de vasos de agua bendita. “Es la tradición”, me dijo mi madre. “No te preocupes”. “Si es la costumbre”, le pregunté, “¿por qué no hay en la casa de la tía Helia?”, pero nunca recibí ninguna respuesta.

El punto común entre mi mamá y su hermana era el poder que conferían a ciertos objetos. En un armario de vidrio cerrado con llave mi tía guardaba un vial de cristal de un rojo vibrante. En esos días yo no sabía lo que el recipiente contenía, ni por qué era tan precioso. Me enteré únicamente de que la substancia espantaba a mi madre, a punto que nunca permitió que yo visitara a solas a su hermana. Eso me intrigó demasiado durante un tiempo. Por fin nada más presté atención a la pequeña botella color sangre. Años después, cuando yo era adulta, Helia me contó el secreto de la redoma insinuante, lánguida como una mujer en busca de sexo.

Mi tía Helia siempre había sido extraña. Nació por una noche de ráfagas, en medio de un ruidal de ramadas, en un ámbito de furia. Se decía que había nacido hechizada por el viento sibilante y racheado que estremecía los árboles, aterrorizando a los hombres. Como niña creía que, por su conexión con Ehecatl, el dios del viento, ella tenía el físico aerodinámico de un ave, y los ojos oscuros. Helia era una mujer muy hermosa que conservaba su juventud. Decía que aplicaba diariamente cremas a base de hierbas y de sangre menstrual que regeneraban su piel, y que andaba durante horas en el bosque para mantenerse en forma. Aún a los cincuenta su largo pelo negro seguía luciendo. Helia estaba arraigada en los ciclos de la tierra, de la luna, de las estaciones. Estaba enraizada en el cosmos. Pretendía sacar poder de su comunión con la naturaleza. A pesar de ser magnífica, Helia no tenía ni marido ni hijos, por lo que mi madre mantenía perniciosamente que ella caminaba en el sendero de la obscuridad.

Mi mamá que, es cierto, había engordado con los años, destacaba sin embargo una hermosura pasmosa, propia a la maternidad. De ella emanaba un amor incondicional por sus hijos, una abnegación absoluta, infatigable que solo las madres poseen. De hecho, le importaba poco su apariencia. Guardo en mi mente la imagen de una mujer sin maquillaje, que llevaba su lindo cabello oscuro sencillamente recogido. No se vestía de ropas con escotes largos y provocadores que acentuaban la anatomía femenina. Es que vivía conforme a las normas de la sociedad de la época, sometiéndose a la jerarquía familiar y religiosa, siendo a la vez una esposa complaciente y una devota ferviente. Personalmente yo no comprendía su asiduidad a ir a confesión, ni su propensión a persignarse repetidamente. Según mi tía ella confundía la religión con la superstición clerical.

Lamentaba que mi madre se hubiera opuesto a que Helia fuera mi madrina. En esos días sagrados de mi infancia encontraba regularmente a Helia en la casa de la abuela. Me encantaba verla porque me mimaba. Solía darme dulces y, por la noche, cantarme con una voz suave melodías para que me durmiera. Cuando yo estaba enferma, me curaba con pociones que preparaba con plantas que había recogido en el bosque. Para ser sincera, me gustaba estar débil para aprovechar su presencia a pesar de que mi madre me fulminaba cuando me veía en el regazo de su hermana. Ahora creo que estaba un poco celosa de mi afinidad con mi tía que me fascinaba inmenso. Recuerdo oírla decir que su hermana le había robado a su hija. Por mi parte, las quería ambas, y, sobre todo, me sentía relacionada con ambas como si fuéramos una en el ser.

Entonces estaba llena de admiración hacia el lado rebelde de mi tía. Al contrario de mi madre, ella no conocía el miedo, este sentimiento asfixiante que hundía sus raíces en la ignorancia y que llevaba las mujeres a vivir en un espacio reducido a la virginidad, a la maternidad, a la devoción por un dios masculino, es decir a vivir detrás de los baluartes del dictado de los hombres. Nada nunca impidió a Helia desarrollar su feminidad, satisfacer sus más profundos anhelos. Sin embargo, la libertad tenía alto precio. Mi tía no era apreciada por las aldeanas.

-Ya sabes, se ven vagar despavoridos por los caminos ellos que han sucumbido a su encanto. ¿Te acuerdas del hijo mayor de los Riberos?

-¿Ricardo?

-Precisamente. La semana pasada lo entreví en el bosque, abrazado a ella, gritando como un descosido, el pelo alborotado.

-A los hombres les falta claramente el buen juicio. Ocultan deliberadamente su naturaleza perniciosa, su nocividad.

-Así es. Ella representa un gran peligroso para nuestra comunidad. La semana pasada murió la pequeña de los Martínez. Por la mañana la mamá la descubrió en la cama, morada, vaciada de su sangre, con marcas de moretones en el cuerpo …

-¡Dios mío!

Todo valió para discriminar a mi tía. De hecho, por su aspecto insubordinado de mujer soltera, independiente y autosuficiente, por su determinación, por su conocimiento de las plantas medicinales, Helia asustaba no solo a las comadres, sino también al dominio masculino.

Cuando yo estaba embarazada no era propensa a escuchar a los pobladores, ni a mi madre que me aconsejaba evitar a mi tía. No la escuché. Helia compró una cuna, juguetes, peluches, cosió ropas con motivos florales… Como futura madrina, se afanó en los preparativos para la llegada al mundo de mi bebé, un poco demasiado al gusto de mi mamá. Sentí crecer la tensión entre las hermanas. Por lo general quedaban mucho sin decir entre ellas, hasta el día que mi madre notó gotas rubí en la blusa blanca de Helia.

-¿Se trata de sangre fresca?

le preguntó. Entonces mi avergoncé de este comentario ofensivo e inapropiado.

-No, querida, solo derramé un poco de jugo de arándano. No te sabía tan pérfida.

-Es que has arruinado mi vida, Helia. Has traído el oprobio y el miedo en nuestra familia.

-¿Cómo te atreves a decir algo así, tú, mi propia hermana?

-Sé sincera, Helia. ¡No nací ayer! No es casualidad que, cuando sales durante las noches de luna llena, ocurren cosas extrañas aquí en la aldea. ¿Cómo puedes explicar que los lactantes …

-¡Basta con esto! ¡Cállate en lugar de hablar tonterías!

-Veo que la verdad hiere.

-Mi pobre hermana, lamento que tienes una percepción tan limitada, tan truncada del universo. Nunca has intentado ir más allá de lo visible.


Un atardecer de junio, mientras el cielo se teñía de sangre, un haz de luz se extendió en vertical del sol como una llama brotando del infierno. Helia miró de soslayo a mi vientre inflado y dijo: “Esta niña será una mometzcopingui como yo.” Me quedé un momento inmóvil, sin habla. Tras un rato volví en mí misma y contesté: “Tía, las brujas pertenecen al pasado. La niña va a vivir conmigo en la capital, lejos de los tormentos de la superstición. Las ciudades modernas no son territorio de brujas. Deseo que mi hija sea una chica ordinaria, integrada en la sociedad donde crece.” Diciendo esto, creí romper el hechizo, por si existía uno.

Cuando me presenté a la maternidad, algunas gruesos gotas de lluvia comenzaron a aplastarse en el suelo, primicias de una tormenta. Durante la noche mi hija, - la llamé Levina-, asomó su cabeza con un grito. Su primer llanto se confundió con un trueno violento. En aquel momento las precipitaciones acompañadas de ventarrones estaban tan fuertes que se cortó momentáneamente la electricidad. ¿Mera coincidencia o conjuro de un espíritu maligno? Parecía que los elementos cósmicos eran más poderosos que la infraestructura urbana. Un escalofrío helado me recorrió la espalda. De repente y para mi gran alivio, la luz se incendió de nuevo como para comprobar que la ciudad no era territorio de brujas. Sin embargo, Levina era la viva imagen de mi tía. La niña era de una belleza increíble, con grandes ojos oscuros, cabello negro, una boca en forma de corazón…

Aunque le costó mucho pisar las calles de la ciudad y encontrarse con médicos, Helia vino a saludarnos el día mismo del nacimiento. Mi mamá, no. Nunca olvidaré la visita breve de mi tía. Vestida de un largo manto negro, el rostro cubierto por una vela, ella se agachó al pasar frente al espejo y se dirigió vacilante, con pasos inseguros, hacia la cuna. “¡Qué niña tan pura!”, se exclamó al contemplarla. “Me gustan sus lindas mejillas rosadas.”, y se fue. Nunca más volví a verla. En Catemaco, donde ella vivía, se murmuraba que se había retirado en la montaña después de una riña tumultuaria, inconciliable con su hermana. Supongo que mi madre le hubiera reprochado por enésima vez de haber involucrado a la niña en el pacto con el demonio. Aterrorizada con la idea que su nieta estuviera embrujada mi mamá se quedó tristemente en su pueblo, encerrada en una jaula sin barrotes, lejos de la zona metropolitana donde se sentía, tal su hermana, muy incómoda.

Mi hija crecía en la capital mexicana, lejos del miedo a la brujería, lejos de los chismorreos malintencionados. Pese a que vivió en un orbe poblado de gente indiferente, en un ambiento de hormigón, de acera y de asfalta en medio de trajín y fragores, Levina no se alienó de la naturaleza. Cuando caía un aguacero, mi hija solía correr y saltar alegremente en las calles o en el parque para sentir la lluvia levemente tibia en su cuerpo. “Soy una gota de agua”, decía. Por las noches claras le gustaba quedarse en la terraza y contemplar, asombrada, el cielo estrellado. Soy una perla que brilla en la oscuridad”, sostenía. Por las noches de tormenta, se sentaba detrás de la ventana, en una silla de ratán, mirando el espectáculo deslumbrante de los relámpagos que abrían pórticos de fuego en las nubes y se abatían sobre los cerros lóbregos. Se aplicaba a trazar en una hoja de papel una serie de Z representando los rayos, haces de luz que recorrían la atmósfera, encendiendo las montañas. “Toma, mamá. Es un dibujo para ti.”

 

Por Martine Vogeleer

Nació en Bruselas, Bélgica, en 1956. Su lengua materna es el francés. Era profesora de neerlandés en una escuela secundaria francófona. Una vez jubilada, empezó a estudiar español. Ahora disfruta serenamente de su tiempo para cuidar a sus nietos, escribir en español y andar a orillas del mar del norte.

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1 Comment


raulrgzvilla
Aug 06, 2022

Me ha encantado «Mi tía Helia» Relato vibrante de Vogeleer. Atinado desde la elección misma del nombre de la protagonista: Helía, pájara ligera, independiente, libre y simultáneamente con los pies bien plantados en tierra y totalmente integrada a la naturaleza. Magistral la forma de presentar la transición de la esencia femenina desde la abuela hasta Levina. La abuela, tronco común que ha producido a Helia y a su hermana, dos feminidades tan disímbolas hasta satanizarse mutuamente (en el sentido de perspectivas adversarias de vida). Los triunfos de una son los fracasos de la otra y viceversa. Sin embargo, ambas son hermosas, ambas triunfadoras, aunque cada una a su manera. Podría decirse que ellas son las dos caras de una misma…

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