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Muerte

Del caos pueden surgir cosas hermosas, armoniosas; así como de estas pueden surgir el caos mismo. La vida es así, un ciclo interminable de bien y mal, persiguiéndose uno al otro como un perro que sigue su cola. Se alcanza solo para lastimarse, soltarse y volver a empezar.

A veces el comienzo de todo no es otro más que el final de algo. El final de una vida. Su nombre era Raquel, había sido una mujer anciana. Su cabellera plateada había sido tan larga que trenzada alcanzaba sus pantorrillas sin ningún problema. En su vejez, no había una belleza convencional, la carne canela había estado surcada pro arrugas tan profundas como las marcas del arado en el campo de café.

Había vivido su vida alejada del pueblo, encorvada sobre una olla de barro que siempre tenía un aroma diferente. Mente, azufre, palo santo, sándalo, rosas, sangre. Siempre distinto, y siempre lo meneaba con sus manos huesudas de largas uñas, sujetando firmemente aquel cucharón de madera, lento, sutil. No porque fuera la receta así, sino por la edad. Sus huesos viejos no la dejaban mover más rápido aquel espeso líquido que luego se ponía en frascos, cada uno con su etiqueta especial. Amor, muerte, vida, pulmones, etc. Remedios, venenos, jugos y ungüentos.

Su nombre había sido Raquel, pero yo la conocía como mi nana. Sus ojos grises por la edad; ojos que ya no me veían ni veían las mezclas o los frascos o la casa pero que jamás se equivocaban en nada; se mantenían estáticos en la nada. Su boca, sin dientes, se movía siempre de un lado al otro, como si estuviera eternamente machucando algo entre sus encías suaves.

No sabía cómo hacía para verter aquellos líquidos en los diminutos frascos, y etiquetar todo sin más. Como hacía para saber que hacía una travesura o cuando corría por el gallinero, asustando a sus gallinas y robando sus huevos. De alguna manera ella siempre me miraba sin tener que ver. Sus huesudas manos a veces tocaban mi rostro, y sentía su acartonada piel, como papel arrugado y viejo, frotando mis redondas mejillas de niña.

Su nombre había sido Raquel, pero en el pueblo, a treinta minutos de nuestro rancho en el desierto, la habían conocido como la vieja bruja. Aquella que miraba sin mirarlos, y curaba sus enfermedades con sus manos. A la que le traían niños que lloraban, chiquillas con sus vientres hinchados que abrían sus piernas para que esas manos de papel arrugado sacaran la sangre espesa, y sanara los males de su interior.

La bruja a la que traían sus problemas en forma de fotos, de embrujos, de deseos, de peticiones. A la que le pagaban con dinero, con animales, con lealtad; a cambio de sus brebajes, de su magia, de sus saberes y su mente que entendía más allá de lo que cualquiera en ese pueblo de ignorantes podía entender.

La bruja a la que le lanzaban piedras cuando caminaba cerca del pueblo, y le cerraban las puertas cuando la veían pasar con mercancía para repartir, a la que señalaban con sus dedos jóvenes y delgados. De la que hablaban a sus espaldas, esa era la bruja.

Yo la amaba. Era Raquel, mi nana, la bruja. La que pusieron en un cajón de madera que hizo mi padre, su hijo. La había rodeado de flores junto a mi madre, su hija. Habíamos arreglado su blanco cabello entre rosas, entre flores del desierto. Amarillas, rojas, naranjas. La llevamos, en la carreta tirada por sus cabras, a una cueva en el desierto, donde dejamos su cuerpo, entre la piedra fría y la humedad que albergaba aquel espacio.

“Cuatro días con sus noches me van a dejar”, decía con su voz ronca, cercas del final, “, que el desierto haga con mis entrañas lo que quiera, y al quinto día mi niña tú vendrás.”

Y así hicimos.

Cuatro días, con sus noches, nos quedamos en la casa de mi nana, entre sus animales, sus pociones, las hierbas y el olor a azufre, menta y sangre. Dormimos en su lecho, entre las sábanas que olían a su sudor salado y polvo viejo. Hasta que, antes del amanecer del quinto día, me envolvieron en un vestido blanco y trenzaron mi cabello negro como el carbón. Mi padre tiño mi cara con ceniza y mi madre pintó mi frente con jugo de frutas y flores.

Me besaron, me amaron, y me enviaron con un bolso. Con miel y pan, a la cueva que olía a podredumbre y nacimiento. La piedra se sentía dura contra mis pies descalzos, y mire con mis ojos oscuros que miraban, pero no observaban, el lecho donde el cadáver mi nana había sido puesto.

La sangre había teñido la piedra gris en un oscuro rojo, mientras sus brazos huesudos de piel grisácea, se extendían a los lados, abiertos. Esperando un abrazo que no sería dado. Sobre ella, inclinado sobre su cuerpo, estaba el muchacho más hermoso que yo hubiese visto antes.

Su piel morena brillaba rojo, y su cabello negro se pegaba en su piel, chorreando la sangre de mi abuela. Su cara se perdía entre sus pechos, avivado, alimentándose de la carne podrida, de la sangre maloliente.

Lo miré, incapaz de moverme, de hablar. Su belleza contrastaba con la inmundicia de un cadáver que no parecía haberse podrido. Ella estaba intacta, y su rostro huesudo sonreía al chiquillo que se alimentaba de su vida. De ella.

No sentí miedo, pero si fascinación. Recordé a mi abuela entre las piernas de aquellas chiquillas de vientres hinchados. Recordé sus manos ensangrentadas extrayendo de ellas la maldad en forma de carne, de sangre. ¿Estaba él extrayendo la maldad de mi abuela?

Ese festín, producto de la muerte de mi abuela, fue el inició de mi historia, de este viaje que me costaría sangre y lágrimas. Ese día, cuando el sol brilló sobre la cueva y se coló por la entrada, proyectando mi sombra alargada y retorcida sobre el cuerpo de mi abuela y el muchacho, que me miró con sus ojos verdes brillantes. Ese día, conocí a la muerte, y era hermosa. Era insaciable, y curiosa. Como yo misma.

 

Por Angélica Camargo

Usar la palabra escrita como excusa para no morir, es la forma en que Angélica Camargo entiende el arte escrito. Nacida en el año 1993, en Mexicali, comenzó a escribir desde los 13 años, cuando un profesor de secundaria vio los garabatos en su cuaderno. Desde entonces se aferraba a la vida a través de su narrativa donde la fantasía, la magia y el dolor se funden como uno solo para recordarte que, incluso en el sufrimiento, existe la belleza.

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