Lo primero que debes saber es que todos usan máscaras. No las típicas máscaras de carnaval o de Halloween, no. Son máscaras que se ven como caras normales. Caras sonrientes. Caras que no te hacen pensar en nada, porque eso es lo que hacen las máscaras: te ocultan, te cubren, te protegen. Y la mejor parte es que nadie se da cuenta de que las está usando.
Excepto yo.
Mi nombre es Milo, y todo comenzó hace dos semanas. Iba camino al trabajo, una mañana común en el tren. El tipo sentado frente a mí tenía una expresión de neutralidad perfecta, como si hubiera sido diseñada por una máquina para ser lo menos perturbadora posible. Pero de repente, su cara se deslizó, como si fuera una máscara que estaba a punto de caerse. Un parpadeo, eso fue todo lo que tomó. Un segundo, y luego lo vi.
Su verdadera cara.
Era… diferente. No en el sentido físico, sino algo más profundo. Era una mezcla de dolor, miedo, rabia, y algo más, algo que no pude identificar en ese momento. Su boca no sonreía, pero sus ojos sí. Era la sonrisa de alguien que había visto demasiado, que ya no tenía nada que perder.
Parpadeé, y la máscara volvió a su lugar. El tipo me miró, como si no hubiera ocurrido nada, como si su cara no hubiera cambiado. Se bajó en la siguiente estación y desapareció entre la multitud.
Esa fue la primera vez.
Después de eso, empecé a notarlo más y más. En la oficina, en el café, en la tienda de comestibles. Caras que, durante un instante, se deslizaban, revelando algo mucho más oscuro debajo. La sonrisa vacía de la cajera se derrumbaba para mostrar una tristeza tan profunda que era palpable. El conductor de autobús, con su expresión de cansancio, escondía una rabia furiosa apenas contenida. Incluso mis compañeros de trabajo, esos zombis que pasaban los días enviando correos electrónicos y haciendo PowerPoints, llevaban algo debajo. Algo monstruoso.
Lo peor no era ver esas caras. Lo peor era que ellos no sabían que yo las veía. Seguían actuando como si nada pasara, como si sus máscaras fueran sus verdaderos rostros.
Pensé que me estaba volviendo loco. Quiero decir, ¿cómo explicas algo así? "Hola, creo que todos están usando máscaras invisibles y puedo ver las cosas horribles que ocultan debajo". No es exactamente una conversación casual.
Entonces, decidí seguir adelante. Lo ignoré, o al menos, lo intenté. Pero cada día se hacía más difícil. Las caras, las máscaras, comenzaban a deslizarse por más tiempo. No era solo un parpadeo ahora. Era como si el universo estuviera jugando conmigo, como si me desafiara a mirar más de cerca.
Una noche, mientras caminaba de regreso a casa, lo vi. No fue un parpadeo. Fue un colapso total.
Una mujer cruzó la calle frente a mí. Llevaba un vestido azul, zapatos de tacón, auriculares en los oídos. Una escena completamente normal, hasta que su cara se cayó. No, no se deslizó. Se cayó, como si hubiera sido arrancada. Y lo que había debajo… Dios, lo que había debajo.
Era una masa. Carne en descomposición. Pero lo peor eran los ojos. No tenían vida, solo dos pozos oscuros que parecían devorar todo a su alrededor. Sus labios, o lo que quedaba de ellos, se movían como si intentaran formar palabras, pero lo único que salía era un gruñido bajo, gutural. El sonido de alguien que había estado atrapado demasiado tiempo detrás de su propia máscara.
Corrí. Corrí como un loco. Cuando llegué a casa, me encerré en el baño, mirándome en el espejo. Durante un buen rato, todo parecía normal. Mi cara. Mi expresión. Nada fuera de lo común.
Y luego, lo vi.
Mi máscara.
No se cayó completamente, pero se deslizó, lo suficiente para que pudiera ver lo que había debajo. Era yo, pero no era yo. Era lo que soy realmente, lo que escondo. La ansiedad, la desesperación, el vacío. Las mentiras que me digo a mí mismo cada día para seguir adelante. Todo estaba ahí, a centímetros de la superficie.
¿Sabes qué es lo más aterrador? Que las máscaras no son una elección. Nadie elige llevarlas. Están ahí porque tienen que estarlo. Si la gente pudiera ver lo que realmente somos, nos destruiríamos unos a otros. Las máscaras son la única barrera entre lo que pretendemos ser y lo que realmente somos.
Ahora las veo todo el tiempo. No puedo dejar de verlas. En la calle, en la televisión, incluso en las fotos antiguas. Todos llevan máscaras, ocultando lo que de verdad sienten, lo que de verdad son. Y cada día, esas máscaras se hacen más frágiles. Se deslizan más y más.
Me he dado cuenta de algo. Las máscaras no son para los demás. Son para nosotros mismos. Nos ponemos estas fachadas porque si tuviéramos que enfrentarnos a lo que realmente somos, no lo soportaríamos. El dolor, la decepción, la soledad… todo eso nos aplastaría. Así que usamos máscaras, todos nosotros, sin excepción.
La cuestión es: ¿qué haces cuando ya no puedes ocultarte detrás de la tuya? ¿Qué haces cuando la máscara se cae y todo lo que queda es lo que siempre has estado evitando ver?
Yo ya no tengo respuesta. Lo único que sé es que el día en que la máscara se cae del todo, el juego termina. No hay vuelta atrás. Te quedas solo con lo que siempre fuiste, con lo que siempre temiste ser.
Y, al final, quizás eso es lo más aterrador de todo.
Por Victor David Manzo Ozeda
(Mexicali, Baja California Norte, México)
Actualmente vivo en Durango con mi esposa, mi hija pequeña y muchas mascotas. Soy autor de varias novelas y una obra de teatro, las cuales se pueden encontrar en Amazon. Actualmente trabajo en una novela y en una serie de cuentos. Escribo ensayos sobre los temas sociales en mi blog.
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