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No hay prisión que valga


Roxxanne Donadieu se mira al espejo y el espejo la mira.

—Hoy despertó mucho más tranquila —comenta el nuevo recluta mientras observa cómo Roxxanne adelanta el rostro para observar algún detalle en su ojo derecho.

—No te lo creas —contestó el sargento quien lo entrena y supervisa—, en cualquier momento puede desatar su furia, su poder. Ayer mandó al hospital a cuatro de los enfermeros y a dos soldados. Los gases para dormirla surten menos efecto cada vez.

Roxxanne abre el grifo y deja correr un poco el agua sin dejar de escuchar. Ya está aburrida. Regresa a sentarse sobre el colchón puesto encima de la cama de cemento. Cierra los ojos y disfruta la luz del sol pegándole en el rostro. Empieza a recargar energía. Al considerar que no es suficiente se pone de pie, se despoja de la sucia bata que la cubre y de frente, con los brazos ligeramente extendidos, abre las palmas y se deja bañar por los rayos del sol.

—Sargento —comenta con incomodidad el recluta—. Se acaba de desvestir, ¿es normal? ¿Se le permite dicho comportamiento?

—¿Cómo? —responde abruptamente el sargento quien le había dado la espalda a los monitores y se encaminaba a la salida. Regresa de inmediato al lado del recluta—. Es la primera vez que ocurre.

Calla al ver que la mujer se da la vuelta para que el sol pegue sobre su espalda. Por varios minutos observa dura y fijamente su desnudez, sin parpadear, en el espejo que la vigila.

—Sargento, ¿que procede? —inquiere el recluta cada vez más nervioso—. Presiento que sabe de nosotros.

—Imposible, no te preocupes —replica con firmeza su superior molesto al ser interrumpido mientras admiraba la figura femenina al otro lado del espejo. Las órdenes eran vigilarla en todo momento y, ante el menor acto considerado “amenaza” o “riesgo”, activar las alarmas para liberar el gas—. Sólo toma un baño de sol.

La piel de Roxxanne resplandece de súbito. Los tatuajes oscuros que la cubren de pies a cabeza refulgen con el tono dorado de los amaneceres de primavera.

—¡Presiona el botón! —ordena el sargento. El recluta, alelado, duda un instante al ver cómo las marcas en la piel se iluminan sobre la piel danzando historias y triunfos de pueblos olvidados—. ¡Presi... —repite el sargento sin terminar la orden cuando la voz le huye.

Los haces de luz que caen por la ventana se tejen en la espalda de Roxxanne. Súbitas, un par de alas, como de mariposa, emergen para abrirse detrás de ella. Los encendidos dorados y los rojos en su superficie bailan al ritmo de desconocidos tambores cantando en color y luz más historias. El brillo en su cuerpo atrae y duele a quien la mira.

Ella sonríe, aletea un poco, se aproxima al espejo y lo toca con la punta de su índice derecho. El cristal se rasga quebrándose en una miríada de pedazos. El muro que aparece detrás se disuelve en polvo. Observa a los dos mortales, uno joven y otro de mayor edad, cuya conversación la entretenía. Les sonríe y les da la espalda encaminándose a la ventana.

El sargento, aterrado, empuja al recluta y presiona al botón. Las alarmas suenan en el complejo, de golpe entra en la habitación el grupo especial, armados y vistiendo trajes blancos y para guerra química. Encañonan a la mujer mientras el gas verdoso se libera e inunda el cuarto.

—käoslmtrèn —les dice ella tras llenar sus pulmones con el gas. Hace trazos en el aire con brazos y manos, agita sus alas que inician un vendaval en el cuarto haciendo que los soldados pierdan el equilibrio, presiona sus palmas al lado de la ventana donde entra la luz día. La pared se disuelve en un enorme agujero. Brinca al exterior y vuela alejándose.

El sargento, pasmado, sabe que está en problemas.

—Sargento, ¿no estuvo increíble? —comenta el recluta mientras se pone de pie y maravillado observa cómo se pierde de vista Roxxanne Donadieu, así nombrada por el ejército.

 

Por Eduardo Omar Honey Escandón

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