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Once minutos

Daba vueltas y vueltas sobre mi colchón tratando de conciliar el sueño y en vista de que no pude lograrlo, estiré mi brazo hacia el pequeño buró ubicado a un costado de mi cama. Eran las cuatro en punto de la madrugada y el tenue rayo de luz proveniente de la luna, en su fase menguante que se filtraba por mi ventana, hizo que mis ojos se entrecerraran mientras me incorporaba para salir al balcón.

No estaba listo para absolutamente nada y mi insomnio era producto de esto.

El tren partía a las ocho de la mañana, me quedaban solamente horas para disfrutar de la comodidad de mi habitación y, sobretodo, de la inigualable compañía que Becca me brindaba, ya que la decisión de mi padre estaba tomada desde hace tiempo sin que yo pudiera cambiar su forma de pensar. Él me había enlistado en el ejército de la nación y eso sólo significaba que debía de abandonarla, no había otra respuesta.

Tal vez fue mi rebeldía o mi ferviente deseo de sentirme adulto cuando ni siquiera lo era, pero en el fondo, sabía que mi carácter había sido la razón principal por la que estaba a horas de subirme a un tren en donde la soledad me iba a aprisionar por completo.

Y mientras me permitía procesar mis sentimientos, sin darme cuenta ya estaba de pie frente a la estación, obligado a tomar un nuevo rumbo de vida, con un par de lágrimas deslizándose por la longitud de mis mejillas y los oscuros orbes de Becca observando los ferrocarriles alzar el vuelo hacia el norte. Ella era mi novia desde que teníamos quince años y ahora la dejaría por un prolongado lapso de tiempo.

—¿Podemos irnos de la estación juntos? Tu padre ni siquiera vino a acompañarte —comentó Becca con un aire de tristeza en su voz, tratando de impedir mi partida.

—Si voy o no lo hago, mi padre se enterará de todas maneras, prefiero evitar un conflicto.

Permanecimos en silencio sentados en una pequeña banca solamente esperando a que las ocho de la mañana llegaran, revisé mi celular y faltaban once minutos. Eran mis últimos once minutos a su lado porque estar con ella era sentir un permanente chasquido electrizante de felicidad recorrer mi columna vertebral.

Me limité a recostar mi cabeza en su hombro y cuando el aviso de que el tren estaba listo para partir sonó por la bocina le propiné un beso en la frente con un matiz de melancolía y añoramiento incluido. Ya la extrañaba y todavía ni siquiera me había marchado.

Empaqué mi maleta en el compartimento correspondiente, me dirigí hacia donde el guardia estaba ubicado, escaneó mi boleto y miré atrás reteniendo mis lágrimas.

—¿De verdad tienes que irte? —Becca preguntó tomando mi mano.

—Lamentablemente, sí.

Le di un último beso y finalmente subí al tren a sentarme en mi asiento viendo a Becca a través de la ventana de cristal y, así, con los codos apoyados sobre el marco metálico y mi cabello oscuro flotando por el aire acondicionado, besé la palma de mi mano con disimulo y la estiré para que ella pudiera capturar mi beso, al instante llevo su mano al corazón en señal de que siempre me tendría presente.

—Te estaré esperando —logré mover mis labios antes de que fuese demasiado tarde.

Mi respuesta se perdió cuando el tren emprendió camino y su sonrisa de dientes blancos fue lo último que pude ver.

Eran las ocho de la mañana con once minutos.

Durante todas las primaveras, veranos, otoños e inviernos le escribía a Becca cartas a mano acerca de lo que sea que estuviera haciendo, como si de pronto mi mano y el lápiz cobraran vida para redactar todo detalladamente. Después de dos semanas, recibía su contestación en el mismo formato y así entablamos un bucle para poder sobrevivir sin la presencia física del otro.

En el ejército tenía que recibir un entrenamiento básico de once semanas donde realizábamos actividades exhaustivas para mí. Estaba cansado. Sobretodo mentalmente. Las miles de lunas lo sabían a la perfección porque todas las noches platicaba con ella como si fuera una persona real. Nos movieron a un campo de batalla acorde a nuestras características físicas, ahí pasaría alrededor de un año y ocho meses conviviendo con la naturaleza y las armas de ataque, la soledad y las ganas de ver a Becca.

Pasó el frío invierno con gélidas temperaturas, pasó el caluroso verano, pasó el agradable clima otoñal y yo solo ansiaba que el día once de noviembre llegara, porque ese era el día de mi retiro.

Entonces, finalmente llegó.

Las ocho horas de camino del campo a la ciudad fueron eternas, de repente ya no solo eran esas, la noche había caído. Ya eran las nueve de la noche. Seguía arriba del tren que avanzaba lentamente por los rieles, sin poder volver a la ciudad con la desesperación de llegar, porque temía que Becca no estuviera esperándome en la estación.

En mi reloj marcaban las diez de la noche, la estación cerraba una hora después, pero ya casi llegaba. Estaba más cerca de verla otra vez. Y ahí, en medio de la soledad abrumadora, llegué a mi destino buscando a Becca con la mirada por todos los rincones. Solo pude descender revoloteando mi mirada hasta que la encontré sentada en una banca llorando. Portaba una blusa morada de manga larga, pantalones negros ajustados a sus piernas y su cabello rubio totalmente lacio cubriendo parte de su rostro.

Ambos formamos contacto visual y corrí hacia ella.

—Pensé que no llegarías, ya son las diez con cuarenta y nueve —murmuró a través del llanto estrechándome con los brazos.

—Logré llegar a salvo —le contesté.

Con mis cuerpo temblando por la conmoción, tomé el rostro de Becca entre mis manos y estampé mis labios contra los suyos, provocando que ella cerrara sus ojos disfrutando de la felicidad mientras las lágrimas se mezclaban en el encuentro de nuestras bocas.

Tal vez fue su exquisito olor a lavanda que me volvía disfuncional en las distintas ocasiones en las que nos reuníamos para simplemente vernos frente a frente, tal vez fue su cegadora y brillante mirada encontrando la mía logrando observar a través de mí, o tal vez fue su manera de hablar con su meliflua voz acariciando mis oídos atrayéndome como si fuera una fuerza magnética imposible de ignorar, eso hizo que yo permaneciera abismalmente enamorado.

Entonces solo bastaron once minutos con la maravillosa compañía de la persona adecuada, que toda una vida con la persona incorrecta.

 

Por Kamila Castillo

(H. Matamoros, Tamaulipas, 2007)

Actualmente cursa el primer semestre de preparatoria en su ciudad natal, donde disfruta escribir cuentos en la materia de taller de lectura y redacción. Gusta de leer misterio y fantasía, así como el suspenso y de vez en cuando un poco de terror. Admira a Edgar Allan Poe por su peculiar forma de redactar sus cuentos y novelas. Ha publicado en revista delatripa: el narratorio, Revista Sombra del Aire, Revista Nudo Gordiano, Revista Pájaro de Letras, Revista Perro Negro de la Calle, Revista Innombrable y próximamente Revista Mimeógrafo y algo más.


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