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  • Foto del escritorcosmicafanzine

Otra historia de amor

Partida en dos. Era una pieza de la cintura hacia arriba, otra las piernas y el trasero. La falda de escuela manchada, atorada en su cadera, lo mismo que el suéter.

—¿Qué dices?

Labios torcidos.

—No lo sé.

—Vamos, está partida por la mitad.

La espina dorsal parecía un gusano desecado al sol, plateada, llena de cromo y sangre.

—¿Cómo sucedió?

—La ataron a las vías del tren. Sé que suena victoriano pero juro que así fue. Alguien quiso ver lo que sucedía y ahí tienes el resultado. Yo creí que el tren volaba o algo.

—Lo hace. Los vagones flotan a cuatro pulgadas sobre las vías —ilumina el interior de las entrañas con la tira de leds. Deshechas. Tavo hizo un gesto de repulsión—. Es un nanopolímero. Se reconstruye a sí mismo en traumas ligeros.

—No es el caso, ¿verdad?

—No, no lo es —hace a un lado la lámpara y le acomoda el cabello—. Esto no va a dolerte, pequeña —, palpa en la sien, conecta. La aguja penetra siete centímetros en el cráneo.

—Mierda. ¿Tienes que hacer eso?

Sólo asiente. ¿De qué otra forma puede hacer una copia del software? Ella lo mira con ojos inertes, sin parpadear; pareciera que fuese a escapársele una lágrima en cualquier momento.

—Vamos a sacarte una copia. ¿Vale?

—En fin. Yo recuerdo una vez que puse una moneda en las vías, fue increíble, se volvió loca cuando pasó el tren, se puso a girar sobre su eje y cuando se le acabaron los vagones. ¡Pum! Se volvió una bala. La vi traspasar un sedán.

—Ya lo creo, el campo que generan las vías es así de potente.

—Y tú, ¿crees poder? —la mirada es lo bastante como respuesta— Quiero decir, ¿ella podrá hacerlo?

—¿Hacer qué?

—Caminar, bailar, coger.

—¿La recogiste para eso?

—Oye, es un original. AMY9600 de la Hyundai Robotics. Una teen idol, ¿no ves?

Repasó la curva que se dibujaba en lugar de los senos. Una curva minúscula.

—¿No es ilegal?

—No. Está prohibido comprarlas para eso, yo no la compré —Maykel regresó a los gráficos en pantalla—. Vamos, es como la diferencia entre traficante y adicto. ¿Sabes cuál es?

Asintió. Luego se rascó la nariz y sacó unos electrodos.

—Yo soy adicto y tú traficante —los conectó en el vientre de Amy—. Drogas y blancas.

—Exacto. Vengo aquí, me haces un trabajito, te dejo la mierda; y ni tú ni yo pagamos impuestos —el ruido de la nariz sorbiendo aire es harto descriptivo—. Así huele el éxito.

Maykel se rascó otra vez para evitar el ansia.

—Si quieres piernas nuevas puedo dártela hoy mismo; si no, voy a tardar un siglo en arreglar estas.

Hizo a un lado las piernas inertes con el antebrazo, ancló una mano en la cintura de Amy y con la otra la sostuvo del cuello, la necesitaba recostada para escanearla.

—¿Cuánto?

Lo dudó un segundo y enseguida dijo:

—Mi cuenta en ceros.

—No sé. Me debes mucho Mike, no seas así de ambicioso.

Pulsó la tecla de scan.

—No lo soy. Tengo un par de piernas en stock.

—No jodas.

—Eran para una niña que se aburrió de la silla de ruedas. Sus padres las pidieron directo a Seúl. Necesitas un maldito traductor para leer el manual.

—Vaya, vaya. ¿Y estas?

Alzó la falda; las bragas estaban llenas de nanopolímero y hollín de asfalto.

—¿Las quieres nuevas o no?

—Que plan Mike, sabes que sí. Sólo que me la tienes lista hoy mismo en la noche. Los niveles llenos y todo, ¿me entiendes? Yo acá te dejo un adelanto.

¿Que otra cosa podía haber en el sobre sino droga?

—Maldición.

Tavo se había ido. El escándalo acostumbrado al cerrar la puerta de acero. No la podía cargar, no; tenía que arrastrarla para que todos supieran que había estado ahí. De nuevo se rasca la nariz, pero esta vez el gesto no puede contra el antojo. Enseguida se escuchan los golpes de una tarjeta sobre la mesa de trabajo. La misma plancha de acero en la que está Amy.

«Es un mal hábito.»

Afloja la tapa del bolígrafo con la uña y le quita la punta con los dientes. Escupe. Se deshace igual del tapón y del repuesto.

—Lo sé.

«¿Y entonces?»

La primera línea desaparece, dejando sólo la segunda en la pantalla. La parte más ancha del repuesto la cambia de fosa y aspira enseguida las otras líneas con la parte angosta.

—Entonces nada; te arreglo las conexiones, te pongo piernas nuevas. Luego vienen por ti.

«¿Desde cuándo eres adicto?»

—¿Importa?

Se siente muy bobo de hablar con algo que yace inerte sin mover los labios siquiera; pero enseguida el cerebro empieza a joder, le recuerda que el circuito del habla tiene sólo emisor, receptor y mensaje. No importa forma ni medio. Pueden ser palabras volcadas al aire en cualquier idioma o, en este caso, una serie de bits que la pantalla despliega directamente desde las redes neurales que definen la personalidad de Amy, su “ser”.

—Comencé en la universidad, cada final de semestre era más difícil y yo dormía dos o tres horas, a veces nada. Hubo una vez que iba manejando y no me di cuenta que estaba dormido hasta que estrellé el auto de lleno contra el muro —sacó las piernas nuevas de su empaque—. Así que empecé. En ese entonces tenía una novia que siempre traía tusi, lo que ayudó bastante; mejoraron mis notas, rendía más. Tras la graduación ella se durmió una semana. Mandó al carajo las drogas y enseguida a mi. Dijo que era estúpido seguir utilizándolas. La ignoré, me inventé el pretexto de la maestría. Me habría titulado como el mejor promedio de mi clase de no ser por ese torneo. La gran final: Mecatrónica contra Sistemas. El mejor día de mi vida, quedamos tres a cero y dos de los robots asesinos eran míos —conectó los cables de voltaje, tierra y datos entre los circuitos para cauterizar enseguida la piel sintética con un láser—. Supongo nadie imaginó que habría un examen de doping.

«¿Fuiste expulsado?»

—De patitas en la calle —dijo, mientras picaba la planta de un pie con la punta de prueba del osciloscopio, Amy encogió los dedos, su primer movimiento. Luego la sostuvo del talón y le hizo cosquillas, ella sonrió—. Estás lista.

Asintió aún recostada.

—¿Y cómo se involucraron? —preguntó, su voz era de un meloso exagerado.

—¿Tavo? Fue fácil. Todas las que trabajan para él venden drogas, yo conecté a una que vivió un rato conmigo, luego me enteré que era una JUDY3500.

Pudo distinguir claramente los armónicos en la voz de Maykel, un dejo de tristeza.

—Estaba tan estúpidamente enamorado que no supuse que las cosas terminarían mal. Un día llegó Tavo, la dejó ahí mismo donde estás tú, ninguna señal en el osciloscopio. Lo hizo un grupo fundamentalista, era una aberración coger con máquinas, decían, y su dios habría de castigarnos. Luego alguien detonó un pulso electromagnético de corto alcance delante de ella. No hubo nada que pudiera hacer.

Amy se sentó en la mesa de trabajo.

—¿No te has vuelto a enamorar?

—No. Ya discontinuaron ese modelo.

Ella asintió otra vez, interceptó la lágrima en su mejilla con el dedo índice.

—¿Sabes? No había llorado desde entonces. Me habría ido hasta el fin del mundo con ella, carajo. Habría partido mi corazón sólo para que ella tuviese una mitad.

Lo abrazó contra su pecho diminuto, lo besó en la frente.

—Y lo peor es que no sé lo que ella sentía, ni siquiera sé si sentía.

—¿Y el software? ¿No sacaste una copia?

—No, el pulso electromagnético destruyó todas las celdas de memoria.

—Es una historia triste.

Maykel dio un par de pasos atrás, se paseó el repuesto del bolígrafo entre los labios.

—No es más que otra historia de amor. Todas son tristes.

Amy se puso de pie, se sacó la blusa y caminó los dos pasos que la separaban de él.

—¿Hasta el fin del mundo dijiste?

Maykel la desenergizó con el remoto mientras asentía, enseguida apagó las luces del taller y cerró la puerta de acero, cargándola para que no hiciera ruido.

—O a donde ella quisiera —dijo entre dientes.

 

Por José Luis Ramírez

(Puebla, Pue. 1974)

Es Ingeniero Industrial en Electrónica y estudió una maestría en Ciencias de la Computación. Ha sido publicado en distintas antologías entre las que destacan: Auroras y Horizontes, Los Mejores Cuentos Mexicanos, Visiones Periféricas, El Hombre en las Dos Puertas, Los Mapas del Caos y Silicio en la Memoria, así como en varias revistas y fanzines. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 1998, con el cuento “Hielo”.

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