La primera vez que le sucedió no tendría más de seis años. Aún recordaba la sensación del terror paralizante. Despertarse en medio de la noche se había vuelto algo habitual, no había alguna razón aparente. Contemplaba la oscuridad esperando que el sueño llegará. No le temía a las sombras; al contrario, disfrutaba de su danza juguetona que reclamaban los rincones de la habitación.
Aquella noche decidió levantarse. De regreso, encontró a su madre dormida en el sofá. Se acercó, pero la oscuridad envolvía su rostro, la incomodidad se asentó en su vientre. Solo vislumbró una silueta, y trató de captar los patrones en la penumbra. Observó con atención que las sombras eran incapaces ocultar el rostro vació de su madre.
Con el tiempo, las cosas no mejoraron. A medida que crecía, se aseguró de evitar la compañía. La soledad no le molestaba, de hecho, encontraba serenidad de ella, la abrazaba con satisfacción. No tenía que fingir reconocer los rostros familiares que lentamente desaparecían.
El insomnio comenzó a ser una constante en su vida. Pasaba las noches trazando figuras imaginarias en el techo, reconstruyendo en las sombras los rostros que poco se desvanecían incluso en su memoria. Irónicamente, solo en la oscuridad parecían materializarse, aunque fuera solo por unos instantes. A veces dedicaba horas enteras recorriendo con los dedos su propio rostro, asegurándose de que todavía fuera real. Se quedaba dormida preguntándose si solo las penumbras podrían revelar la verdad.
Con el tiempo, comenzó a desconocer incluso a sus más viejos, queridos, y posiblemente, únicos acompañantes. Solo le quedaban los recuerdos, una raída manta y una pequeña pecera, ahora vacía. Aunque por momentos parecían ser más que simples recuerdos; eran pruebas de que cualquier compañía traería desasosiego.
—No sonríes lo suficiente — fue un comentario recurrente. Para sí misma, añadiría: “tampoco gesticulo lo suficiente”. Las palabras comenzaban a quedarse atrapadas bajo su lengua, atrapando incluso las más importantes. Las comisuras de su boca podían romperse con un simple descuido. Pasaba los días revisando y palpando, constantemente humedeciendo, curando una herida que nunca sanaba.
En algún momento, buscó consuelo. Le aseguraron que podrían disipar cualquier aprensión, pero en el fondo no les creyó. ¿Cómo podría? No mientras deslizaba la lengua por sus labios, arrastrando el sabor metálico, presionando la escara que, insistían, y aseguraban no existía. Pensó que fingir sería lo mejor; después de todo, había estado haciéndolo muy bien hasta ahora. Le sonrió lánguidamente a la superficie reflectante y observó su rostro menguante, antes de tragar un par de medicamentos más.
Por Jacqueline Cruz Aguila
(Ciudad de México)
se describe a sí misma como una activista inexperta, que está en un constante proceso de deconstrucción.
Agrónoma, especialista en cambio climático, estudiante, promotora de los derechos de las juventudes y apasionada de los procesos de lectura y escritura.
Es una mujer autista y discapacitada, que está comprometida con impulsar la cultura de la no discriminación y lucha en contra del capacitismo, aboga por la educación no formal y el voluntariado como una herramienta de transformación social. Se ha involucrado en la escritura, el bordado y la pintura, al encontrar en estos procesos creativos una forma de resistir, y exponer la violencia simbólica, estructural y patriarcal de nuestra sociedad.
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