Su comportamiento era cada vez más extraño, la distancia entre los dos poco a poco se había acentuado. Los te amos eran cada vez más escasos que aparecían solo en las noches de un sexo carente de placer.
Tocarse ya no era como antes, ya no llegaba al limbo de ese placer exquisito que nos hacía querer repetirlo. Su mirada ya no era la misma, le faltaba demasiada chispa, y eso era lo que me enamoró la primera vez que nos conocimos.
Los encuentros eran cada vez más aburridos, creo que ambos contábamos los segundos para dejarnos e ir cada quien por su camino. Sus risas se hacían cada vez más fingidas, y debo admitir que a veces me daba igual. El querer hablarse creo que se convirtió en una obligación y no así en un acto de amor, algo extraño le estaba pasando y no me di cuenta hasta esa noche.
Esa noche compramos un vino y caminamos hacia mi casa, de vez en cuando alguien hacia un comentario forzado para aliviar la tensión, la cual había iniciado hace meses atrás. Llegamos a mi casa, por un momento sentí que estaba con un extraño, tuve miedo, pero en cuanto lo vi se me pasó.
Sentados en la cama, la cual siempre fue fiel testigo de nuestros arranques de placer, charlas pasajeras en las que nos contábamos nuestras frustraciones, meriendas que yo le preparaba y nos mirábamos como locos mientras los saboreábamos. Abrimos el vino y brindamos por nuestro amor, fue muy cursi pero quizá lo cursi le estaba haciendo falta a nuestra relación o quizá simplemente ya era tarde para arreglar algo que se rompió.
Después de cinco copas de vino nuestros cuerpos se abalanzaron uno a otro y terminamos haciendo el amor. Cuatro y media de la mañana me desperté de una manera brusca, como si alguien me hubiera dado una cachetada para que despierte, me senté unos minutos en la cama mirando hacia la nada cuando de repente algo llamó mi atención, su celular.
Se me vino la tentación de revisar su celular, esa tentación por la cual muchas veces habíamos peleado, pero sentí que esa noche ya nada importaba, así que agarré el celular y me fui al baño.
Sentado en el inodoro intentaba pensar en los posibles códigos del patrón para ingresar al celular, pero nada funcionó, hasta que de la nada se me ocurrió el código uno, dos, tres y cuatro y ya estaba dentro.
“¿Amor dónde estás?” “¿Amor vendrás a mi casa?” “vida lo de anoche fue muy lindo” “¿Amor tu mamá se molestó porque me quedé a dormir en tu casa?” Encontré toda clase de mensajes en su WhatsApp, entré en shock, mi cuerpo empezó a temblar, la ansiedad iba haciendo poco a poco su nidal en mi cuerpo hasta cortarme la respiración en ciertos momentos y comencé a llorar.
La ansiedad aumento cuando vi fotos de él y un chico que le restaba muchos años de edad, se veían felices, se veían enamorados. Recobré la respiración, me levanté y dirigí a la habitación, dejé el celular en su lugar y me quedé de pie mirándolo como dormía, las lágrimas me acompañaban, surcaban mi rostro hasta caer al suelo frio.
Mamá ¡Despierta! ¡Despierta!, maté a Javier, se lo dije llorando y temblando, mi madre se puso de pie y fue a mi habitación y me dijo:
–Que mierda de desorden hiciste, cuando mates a alguien evita el desorden, y mátalo bien porque parece que aún sigue vivo. Trae la piedra de la sala, tenemos que matar bien a esta rata.
Uno, dos y tres golpes en su cabeza bastaron para que lo matara completamente. Se sentó en la silla de mi cuarto y encendió un cigarrillo y mientras fumaba me dijo:
–No se mata a los infieles, se mata a los amantes. Ese fue mi error cuando maté a tu padre, pero lo solucioné matando a su amante, y además dejé huérfanos a sus hijos, pobrecitos.
No me sorprendió que me lo contara, porque yo presencié ese asesinato, lo mato con la misma piedra que mató a Javier, ella siempre repitiendo los mismos instrumentos.
Ya faltaba poco para que amaneciera, nos apuramos en tratar de esconder el cuerpo, lo cortamos en pedacitos con algunas herramientas de mi papá, fue bonito ese momento, porque de mucho tiempo hicimos algo juntos, fuimos un equipo, madre e hijo.
Cada parte de su cuerpo la pusimos en bolsas negras que usábamos para la basura, fueron como diez que usamos, los subimos al auto y me di un paseo por toda la ciudad e iba dejando las bolsas en aceras, botes de basura, parques, en la casa de Javier y en la casa de su amante.
Regresé a casa y mi madre me estaba esperando con un mate de manzanilla para calmar la tensión, me dio un beso en la frente y me dijo:
–Buen trabajo, sólo que la próxima vez no confíes tanto en los hombres, así te evitarás tener que hacerlos pedacitos.
Esa noche apenas dormí, sabía lo que me esperaba, tenía miedo, pero sabía que había hecho lo correcto, me rompieron el corazón y yo debía tomar venganza porque no hay nada más peligroso en este asqueroso mundo que romperle el corazón a un loco enamorado.
Treinta años de sentencia me dieron, en un tribunal lleno de cámaras y gente curiosa, por un momento me sentí importante y sonreía hacia las cámaras que me enfocaban, mi nombre se escuchaba en todas partes.
Un día no eres nada y otro día te vuelves famoso solo por descuartizar a un pendejo. Me falta un día más para cumplir mi sentencia, en todo este tiempo mi madre jamás vino a visitarme, nadie vino a visitarme, bueno alguien sí llegó, Javier, pero no vino solo, vino con su amante, se les ve feliz, creo que algo no hice bien.
Este año cumplí cincuenta y cuatro años, me siento más vivo que nunca, hice muchos amigos en la cárcel, reales y no reales, pero no se lo digan a nadie, no quiero que piensen que estoy loco, porque no lo estoy o ¿sí?
–Mamá, acabas de matar a papá.
–Algún día entenderás y me pedirás ayuda y yo estaré ahí para ti.
–¡No digas tonteras! y quítate la soga que tienes en el cuello...
Por José María Ramírez
Soy José María Ramírez Aceituno nací en Sucre-Bolivia el 18 de febrero de 1996, me dedico a la escritura desde los quince años, el 2021 publiqué mi primer libro de cuentos de amor, muerte y justicia titulado “SUCESOS”. La escritura para mí es una manera de materializar las ideas locas que se me vienen a la cabeza.
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