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Por mi gran culpa


A Conejita y Link, que 
desde el cielo nos cuidan.

El reloj marca las tres de la tarde, y una mujer de cabellos largos espera que inicie la Misa en María Visión.

Con calma se acomoda en el sillón cerca de la ventana, esperando aliviar el sofocante calor de la tarde, sin embargo, fracasa en su misión, y decide ignorar esa sensación de incomodidad, después de todo ya está acostumbrada a hacerlo.

Las perlas del rosario se deslizan entre sus dedos al ritmo de la música que anuncia que la Misa ha comenzado, y con ello el corazón de Antonia, nuestra protagonista, se llena de alivio, pues siente como sus pecados poco a poco son purificados, especialmente cuando escucha la oración del “Yo pecador”.

Nunca lo dirá en voz alta, pero cuando golpea su pecho con el puño siente calma, porque sus oraciones valdrán la pena y aunque sea una pecadora, será recibida por Dios Padre, en un paraíso sin fin.

Desgraciadamente su concentración se ve interrumpida por el ruido de los trastes que Hilda acomoda en la cocina.

¨Perdone usted por el ruido, Doña Antonia”, grita la joven con un tono de desesperación, pues tiene miedo de que se den cuenta como guarda los cubiertos de plata entre sus ropas.

Aunque Antonia siempre ha sabido que Hilda suele llevarse algunas cosas, y si bien desearía ser capaz de expresar su IRA y confrontar a esa mujer, el miedo siempre la domina, ya que no quiere quedarse sola, e Hilda es la única que tiene la molestia de fingir que la escucha.

“Ella los necesita más”, piensa, mientras aprieta con fuerza su rosario y trata de comprender el evangelio de este día.

No obstante, el destino ha decidido que hoy no tiene suerte, ya que Rosendo, su hermano menor, se ha plantado frente al televisor con su sonrisa nerviosa, que siempre pone cuando le quiere pedir dinero.

Y no se equivoca, el cabrón sólo ha venido a vaciar su monedero, y de paso, llevarse el kilo de jugosas naranjas, que ha dejado sobre la mesa. Antonia ha dejado de prestar atención a la misa, y prefiere peinar su largo cabello, para desocupar su mente y no pensar la AVARICIA.

“No tiene caso pelear por dinero”, se regaña, recordando que al cielo no se va a llevar nada, además, siente orgullo cuando recuerda todas las noches que rechazó la PEREZA, y se obligó a dar más de sí, hasta que su cuerpo ya no pudiera más.

Rosendo siente un poco de culpa, por interrumpir la misa de su hermana, y sin saber muy bien que hacer, se sienta a lado de ella para contarle los nuevos chismes que circulan por el pueblo, y Antonia accede a escucharlo, al fin y al cabo, siempre es interesante saber que ocurre fuera del portón de su casa.

Los minutos transcurren y los malos pensamiento se alejan del corazón la mujer, al grado que vuelve a fijar su vista en la pantalla, y trata de descifrar los motivos del padre para gritar con tanta pasión frente a la cámara.

“¿Y adivina quién regreso al Pueblo?”, exclama Rosendo con una sonrisa traviesa.

“¿quién?, pregunta Antonia realmente interesada, pero cuando la respuesta llega, se queda sin palabras, con la piel pálida y la respiración agitada.

Parece que has visto un fantasma”, se burla hermano mientras se para del sillón y abandona la sala, ignorando que su hermana se ahoga en un mar de dudas, recuerdos y arrepentimiento.

Los recuerdos se desbordan del corazón de Antonia, quien trata de guardarlos nuevamente bajo llave, pues sabe que son tan poderosos y la pueden arrastrar al laberinto de la memoria y el pecado.

Pero, ya es tarde, su corazón lo ha recordado todo, incluso su cuerpo reacciona a la ferocidad de sus memorias.

Siente como las manos le pican, como solo le ocurría en aquellas tardes detrás del viejo campanario, cuando se dejaba llevar por las caricias y los besos; cuando regalaba flores, chocolates y promesas, bajo el sol del ocaso.

Antonia esta escandalizada por las jugarretas de su propia mente y trata de guardar nuevamente esas memorias, lejos de los ojos de Dios, pues sabe que la LUJURIA de las mujeres es un pecado fuertemente castigado por la iglesia, y ella no quiere perder su entrada al cielo.

“¿ya vamos a hacer la comida, Doña Antonia?”, la voz chillona de Hilda ha logrado sacarla de su ensoñación, y por un instante reconoce que está harta de cocinar para otros, sin recibir ni siquiera las gracias.

Está a punto de pedirle a Hilda que le cocine el tasajo que ha comprado esta mañana, y que le avise a los demás que no planea compartirlo con nadie; no obstante, la música sacra le obliga a recapacitar, ya que la GULA es una falta, y ella ha excedido los límites en que puede desobedecer a Dios, al menos por ese día.

Así que, derrotada y con un nudo en la garganta, se dirige a Hilda para pedirle que cocine arroz y tasajo para todos.

Una vez más, trata de retomar el hilo de la misa, que ya está a punto de terminar, pero es imposible, su corazón no deja de reprocharle su cobardía.

Yo no podía ser EGOÍSTA” susurra, mientras intenta olvidar esas viejas promesas que hizo y aquellos sueños que construyó, muy lejos de ese pueblo, junto al amor de su vida.

Yo no podía, no era lo correcto”, se excusa, y piensa en la promesa que le hizo a su madre, de cuidar siempre a la familia y seguir las reglas de Dios, porque era su deber, lo que haría que se ganara un lugar en el cielo.

Con ese pensamiento, se aferra al pecado más grave, la SOBERBIA, porque necesita convencer a su corazón que hizo lo correcto, que nunca se equivocó, que esto es lo que Dios querría.

Debe ser capaz de olvidar esos sueños, donde corre desesperada a los brazos de Rebeca, porque no puede vivir en un mundo de fantasías y locura, al contrario, debe alejarse de todos aquellos vicios que ha puesto el diablo para alejarla del cielo.

El timbre de la puerta suena, y su desesperación aumenta.

“Ni se te ocurra abrir la puerta”, le advierte a Hilda, quien no está entendiendo nada de lo que ocurre en la sala.

Antonia sabe que es tonto ponerse esa actitud, pues es imposible que sea Rebeca quien esté detrás del portón, no después de todas las veces que le gritó y le cerró la puerta en la cara.

Rebeca no vino a verme”

Ha dicho esa oración con la finalidad de encontrar un alivio, pero lo único que consigue es un fuerte dolor en el pecho y que las barreras que ha creado se derrumben abruptamente.


Rebeca se fue, y se llevó su felicidad.

Ahora, Rebeca ha vuelto al pueblo, pero jamás volverá a tocar su puerta.


El corazón le duele tanto, que Antonia se acurruca en el sillón, y decide ponerse a rezar, ante los ojos inquietos de Hilda, quién se dispone a pedir ayuda al Sr. Rosendo, pues el timbre sigue sonando y su patrona parece haber perdido completamente la cabeza.

¿Qué valor tiene el cielo, cuando en la tierra se sufre tanto?” susurra nuestra protagonista, y aprieta con fuerza el rosario para soltar ninguna lagrima.

“Perdóname Dios mío”, dice mientras se golpea el pecho con el puño, aunque esas palabras están dedicadas a otra persona.

 

Por Paola Ramírez

Mi nombre es Paola Ramírez, pero he decidido nombrarme “la hoja que se cae”, porque quiero resignificar un apodo que me dieron por mi baja autoestima y constante auto sabotaje, a una perspectiva más amigable.

Quiero ser como las hojas, que al desprenderse de los árboles fluyen con el viento a lugares desconocidos. Liberarme de todo aquello que me duele y avanzar hasta donde nunca he imaginado.

Para mí, escribir es una forma de volar; me permito crear mundos con las palabras y mirar el cielo de distintas formas.





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