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Promesa de viaje

Actualizado: 30 mar 2023

Tengo bajo el brazo una carta con cara de cuento de orígenes ficcionales, y un par de personajes. Es del tipo de cartas que no se abren hasta bien pasado el tiempo, cuando hay un poco más de seguridad de que no te van a saltar a la cara para comerte a besos y luego dejarte llorando. Por supuesto yo no soy el tipo de persona que aguarda con prudencia, y soy a lo sumo, suficientemente capaz de cuidarme el cuello de algún mordisco que esconda entre sus pliegues este papel. No quiero marcas, todavía no. 

Preparo una taza de leche con dos pastillas de miel para el dolor de garganta. Me voy apresurando al remedio para aliviar un poco los recordatorios de la última discusión que tuve con mi familia. No les gusta cómo me relaciono. Le doy un trago a un vaso con agua de dudosa procedencia. La carta sigue ahí, sudándose en mi costado, luego a punto de caer mientras transporto a la mesa el vaso y la taza con cuidado de no ensuciar el piso con un descuido, pero es la carta la que se escabulle hasta allí. El agua no está tan mal, deja un rastro mentolado. 

Por la ventana veo los calcetines deportivos de mi vecino, un cielo despejado y los mangos de un mantel que dejaron tirado en la azotea del otro edificio. La carta en el suelo me mira, me echa ojos de ya haberse hartado de mi conducta. Con razón, claro, la carta sabe que no soy de hacerme esperar. Me inclino a recogerla y su tacto fresco con dedos me conforta y hace promesas al oído mientras me incorporo.

A la carta se le cae pronto el sobre, deslizándose entre suspiros y queda botado encima de una servilleta. Me sigue mirando pero hinca el ojo derecho en un gesto de decepción cuando me detengo. Ahora sé quién la envía y lo entiendo porque me toma de la nuca y me acerca conteniéndose para que no me asuste. Intento leer las líneas intermedias tres veces, de principio a fin sin comprender nada de lo que dice. Por un instante se me olvida que están pegadas y atoradas entre las de arriba y las de abajo conjuntando un solo cuerpo. Vuelvo a lo alto y su mirada me castiga, no le gusta cómo leo en silencio, pero yo detesto leer en voz alta con algo atorado entre la garganta y el pecho. 

Recito, entonces sintiendo cómo cada palabra se carameliza entre mis dientes:

Dios quiera que te esté yendo muy bonito. Te mereces todo lo bueno de esta pinche vida. Yo quisiera meterme en tu cabeza y que no me olvides nunca, pues así es esto, ni modo. Pero, a que no sabes qué me traje de recuerdo esa tarde de tu casa. Si te gana la curiosidad ya sabes dónde vivo, puede que en una de esas ora sí quieras quedarte y nos tomemos esa botella que me prometiste. 

Siendo más un recado que una carta, lo que me admira es que se atreviera a escribir sobre papel. Aun así, me da mucha vergüenza admitir que tengo los cachetes enrojecidos otra vez. Sigo pensando que lo mejor sería no acordarse. Le miro los pies a la carta y no dice nada, ninguna posdata alentadora para darme un poco de confianza. Miro por debajo de la mesa cómo se escurre un poco de leche. He volteado la taza, víctima del miedo. 

Pienso que no tengo remedio, que igual voy a emocionarme toda la tarde y le daré mil vueltas al lugar a donde he ido a guardar la carta. No seré capaz de volver a abrirla porque tal como pensé tiene ganas de enterrarme las unas y de hincarme los dedos en la boca. Me repito diez veces que no quiero sus marcas, que no me gustan sus palabras ni sus modos, que me quiere por entero en su sala mirando las series que le gusta ver y comiendo a la hora que le rechine la pansa.

La tarea de limpiar la mesa y el piso de leche me toman tres cuartos de hora. Ya es medio día y no salgo al patio por temor a que el vecino me vea. Le gusta hacerse el chistoso desde su ventana haciéndome plática. No le da vergüenza porque los estándares dicen que a un viejo como él no le gustaría una persona como yo. Me halaga, eso sí.

Me paseo por el piso con la invitación en la cabeza y regreso a donde estaba. Por poco me doy en la mollera con la esquina de la mesa. El tirón de cuello que tuve que darme para evitar el encontronazo me deja un saborcito metálico en la lengua. Exploro con la vista el filtrado de sol por la ventana de la sala. No la odio, pero me es absolutamente ajena.

Mientras tanto la carta escrita sigue donde la guardé. No le doy una ubicación, o más bien no la nombro, porque me preocupa verme más vulnerable. ¿Y si aceptara la invitación? ¿Y si me fugara tan solo un par de noches de esta casa y este piso que huele a todo menos a mí? 

El cambio de clima se hace inminente, como ha ocurrido cada día desde los últimos seis meses. Me abrigo con una manta que encuentro perfectamente doblada en un cajón polvoriento. Con cuántas cosas me he ido rodeando y ninguna de ellas respondería al llamado de la persona en la carta. Pienso en ello con la esperanza de zafarme de los brazos de la posibilidad, la de irme corriendo de aquí a la vinatería más cercana y comprar con mis ahorros la botella que sería mi pase de entrada. Un acceso al mismísimo encierro eterno. 

Si me prometiera cosas, o si pudiera cumplirlas, volcaría en un arranque la mesa que ahora me sirve de refugio. He atraído mis rodillas al pecho y me he quedado junto al fantasma de la leche en las ranuras del piso. En voz alta insisto en que no quiero, que no le quiero, que no voy a quererle aunque me urjan a ello. Aunque me haya prometido un viaje cuando me senté en la orilla de la cama, aunque le admirara la forma de su cara bañada por el reflejo de la luz del teléfono, con todo y eso no lograría quererle.

Su cuerpo, el cuerpo de un pasajero. Una breve estancia entre mis días más amargos y el deseo de encontrar días mejores. En su cara leí los signos de constantes huidas, de adioses jamás pronunciados. La carta solloza en la nevera, tirita de soledad. Ya ha comenzado a dar toquecitos en la puerta. De a poco, voy dejando de tener miedo de ella me, más me preocupa no lograr reunir el coraje que requiere ir a sacarle de ahí. Peor aún, me aterra pensar que pude haber hecho algo por salvarla. 

Entonces bruscamente aparto la mesa y dos sillas que con golpes secos terminan en el suelo con las patas hacia arriba, los pedazos de la taza brotan, se esparcen y la manta los abriga. Me desconozco, al igual que a las fuerzas que me llevan a ponerme en pie de un salto que me lleva hasta donde la carta. «¡Es la última!», le grito. Le grito de nuevo en la boca, la carta tiene miedo y tiene frío, hemos invertido los papeles. El corazón me retumba en los dientes, los ojos se me ensombrecen, la carta suspira entrecortada. El hielo le ha gastado los bordes, y yo teatralmente le acojo la nuca en la palma como quien mira a sus héroes morir en la miseria. 

«No te mueras, espérame tantito, resuelvo esto y listo», le digo. Trato de quitarle la escarcha que se le ha formado en el pecho. La carta agradece con ternura mi aliento, siento sus manos diciéndomelo detrás de las orejas, donde posa sus dedos. Pero la carta ha sido escrita con las peores intenciones, y cuando se siente repuesta, cambia las yemas por las uñas y me araña la cabeza, intento apartarme pero la idea de sus besos me cierra todas las otras opciones. Vuelvo a mirar sus ojos y me pregunto cómo he terminado aquí, llorando sobre las letras de una carta que no va a recibir respuesta.

La carta me toma del cabello, me amenaza con todo lo que encuentra, me provoca el vómito con sus gruesos dedos. Tras el arrebato me obliga a sentarme en el marco de mi puerta y con cuidadosa calma, como si no me hubiera arrastrado por el suelo, me enciende un cigarro que me pasa rosándome los dedos. Me está mirando el cuerpo deshecho, pero su papel no ha salido del todo incólume, tiene rasgaduras que ella sola se ha causado por el esfuerzo. Pronto le cuesta trabajo respirar. Se acerca para darme un beso sin apartar de mis labios lo que fumo, nos prensa con firmeza quemándose al instante y dejándome una última marca.

Mientras se consume en el suelo suelto las primeras lágrimas. Pronto se desata un torrente. Qué duro es el anhelo y la batalla que te obliga a librar. Me consuelo pensando que ha sido lo correcto y ya no me cuesta tanto convencerme de ello. Le he cerrado las puertas a la oportunidad de escaparme, a los viajes prometidos, al compromiso de quedarme donde no quiero. La carta se apaga y las cenizas dejan de vibrar.

Es el día uno. No tengo nada más que sea suyo, no le voy a encontrar en ninguna otra parte. No hoy. Mañana será otra cosa. Mañana, quizá, me atreva a borrar su nombre de la bandeja de entrada, si me quedan aún fuerzas, si me recupero de esto, si me atrevo a poner a cargar el teléfono. Pero primero tengo que limpiar este desastre.

 

Por Ruby HA

Ruby Sarah Hernández Arizmendi

Egresada de la Facultad de Psicología con especialidad en área Clínica, por la Universidad Autónoma de Querétaro, campus San Juan del Río. Es estudiante con baja temporal de la licenciatura en Artes Visuales con línea terminal en Artes Plásticas, en la misma casa de estudios. Ha participado en talleres de teatro y representación escénica. 

Recientemente publicó dos cuentos en la Revista Visualidades, producida por alumnado de la Facultad de Artes. Su obra plástica se ha presentado en dos exposiciones colectivas locales.

Centra sus intereses en las expresiones plástica, literaria y escénica. En su obra e investigación se retratan aspectos de la intimidad y lo cotidiano. Plantea narrativas visuales y literarias que conviven con elementos como el malestar, la incomodidad, la vergüenza, la culpa y la emergencia del deseo y lo erótico a través de todo ello.


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