Odio el maldito aire infer… perdón, invernal de noviembre.
Maldito frío. Maldito mes. Maldito trabajo.
Bueno, en realidad no lo odio.
Odio haber olvidado la chamarra rellena de plumas o el abrigo de lana.
Detesto haber traído solo un simple y pinche rompevientos que no protege (ni rompe nada).
Okey. Sólo detesto el trabajo en momentos como estos, elaborando informes y “cuadrando” cuentas hasta pasadas las nueve de la noche. Aaah… debería salir como todo burócrata. A las cinco. Y punto.
Pero era un billete extra. Varo que me permitió salir de la casa de mis padres, para independizarme, para ser un adulto. Para “madurar bien” como persona, nos dijo una vez mi abuela en reunión con todos los nietos preuniversitarios.
Sé que eso es difícil en estos tiempos de crisis e inflación perpetuas y estúpidas guerras en todos lados, pero tenía que hacerlo.
Era ahora o nunca.
Sin embargo, el problema era salir a las diez de la noche en punto, dejar las oficinas bien cerradas, conectada la alarma y correr como alma que persigue el diablo (¡qué loco!) para alcanzar el último micro que pasaba por la Prolongación de la Reforma y llegar al departamento antes de las doce.
Bueno, en realidad ya no importaba mucho a qué hora llegara.
No ahora que ella se había ido.
“Necesito estar más tiempo contigo”, había sido su último reclamo.
La ecuación había sido fácil: tiempo extra te da más dinero. La disyuntiva, no: o tiempo (ella) o dinero (“¡adiós, puto!”).
***
Una nube negra recorrió su alma cuando se dio cuenta que pasaban de las diez veinte. Llegó presuroso al parador sólo para recibir el helado viento en su rostro cansado y con principios de somnolencia.
“Maldita sea, ahora sí había estado medio perro el ajuste”, pero no le gustaba dejar trabajos sin terminar. No de los que le distrajeran durante las horas normales de oficina.
A ver si no terminaba yéndose en un taxi que mínimo le transara setenta (“Es que está bien lejos, mi joven, y ya es nochecita también, ¿no?”).
Le había pasado dos veces en la semana, otra vez sería desastrosa para sus “malabarismos financieros”.
Suspiró con tristeza.
Mínimo setenta. Setenta pinches pesos que le costaba un chingo desembolsar, ahora que ahorraba para el auto.
No quería mucho, de a perdis un vocho de medio cachete que lo llevara y lo trajera con la mínima decencia que requería.
“Bueno, también está el tren de las diez y media”, le había comentado su antecesora (Lidia, morenita, de su estatura, de cadera generosa y muy apasionada para fornicar). “Pero no es seguro, ¿eh? Varias veces me tuve que ir caminando a la casa”.
Así fue como ella se había agenciado su coche. Y, claro, cuando lo compró le “heredó” la oportunidad de hacerse a él de una nave. Lidia ahora trabajaba en otras oficinas de la misma dependencia. Aunque se veían de vez en cuando.
Y, por supuesto, seguía gimiendo igual de excitante que siempre.
Sonrió no sin cierta amargura.
Ignorando las constantes señales de los taxistas que le echaban “las altas”, decidió que aprovecharía ese renovado ánimo (vulgo, una incipiente erección por el recuerdo) para caminar hasta su departamento.
Sin embargo, a lo lejos lo vio llegar (¿o aparecer?).
El train de las diez y media.
El último tren a Londres (“Jajaja, pinches pendejadas que piensas”).
El tren de los condenados.
***
Pinche micro, con las luces apagadas, los escasos pasajeros “salpicados” en todos los asientos, el ambiente en penumbras y con una música casi de musak, en verdad parecía el tren directo al… perdón, el pinche micro straight to hell.
“Puta madre, huele como a tacos de tripa, eructos y sudor. En fin…”. Y sin querer, casi de manera automática, se persignó con rapidez.
Subo tropezandome con los escalones desiguales y estrechos. Miro al conductor que responde con un murmullo al “gracias. Buenas noches”. La oscuridad le cubre el rostro como una segunda piel. Saco el único billete de cien que tengo y se lo extiendo, hago la mueca de “es el único que tengo ya”.
—Orita’ le doy el cambio, joven…
Le digo que no hay problema. Que llego casi hasta la base. Alcanzo a distinguir entre la penumbra cómo esboza una mueca.
—¿Seguro?… ¿casi hasta la base?
—Seguro, no se preocupe —le respondo.
Dos jóvenes, trabajadoras de una textilera con seguridad, sentadas detrás del conductor, dejan de cuchichear y me miran con poco disimulo. Los demás permanecen indiferentes, seguramente dormitando o perdidos en sus propios problemas. La mayoría son obreros.
Como yo.
Sólo que con diferente sueldo.
Ellos no piensan en comprar coches.
Por inercia, por costumbre, quien sabe por qué, me siento al final del micro, esperando un rápido recorrido para llegar a dormir.
Dormir.
***
Sí. Dormir como recién nacido.
Dormir como bendito hasta el otro día.
La idea anidó con fuerza en su cerebro, y mientras el transporte avanzaba por las calles casi vacías cerró los ojos. Un enjambre de langostas le rodeó el sueño con un zumbido que duró años. Tal vez sólo segundos.
O un eón completo.
Casa. Cama. Sueño. Dormir. Lidia. Cena.
Ella.
Dormir.
Las ideas sólo eran uvas que flotaban en un champán rojizo. En un Campari de hemoglobina lenta, mientras él las veía pasar (allá, en la superficie) nadando en ese rubí acuoso.
De pronto (o tal vez no tanto), la penumbra del microbús se tornó carmesí y parecía que sombras caminaban alrededor suyo, entre los asientos.
A través de los asientos.
Entreabría los ojos, pero era como si una bruma de plomo, una reja de acero no le permitiera distinguir lo que era real de lo verdadero.
“Un cambio de a cien…”, pero la voz le sonó inmaterial, profunda, más allá del microbús.
Al final del túnel.
Abrió los ojos. Ellas, las jóvenes de los primeros asientos, estaban paradas junto a él.
Sin mediar palabra, una le colocó las manos sobre los hombros. Eran zarpas de hierro, cobre y bronce.
La otra, con una mueca (también de cobre), sólo le bajó el cierre, le deslizó el pantalón y se sentó a horcajadas sobre su miembro erecto, en esa excitación que proporciona la vigilia, a pesar de la certeza que comenzaba a abrirse paso entre el vago calor y el delicioso bienestar de ese reverse cowgirl que disfrutaba sin duda.
“Estoy muerto”.
Pero el pensamiento ya no le importó mucho.
Como no le importó la penumbra rojiza que le rodeaba. ¿Era el infierno o sólo unas luces de ambulancia?
Tampoco le importó la inmovilidad de los demás pasajeros. ¿Eran también condenados, otros heridos inconscientes o sólo simples cadáveres de decorado?
Ni que esa pelvis golpeando la suya con fuerza (mientras una lengua pegada a su espalda le recorría el cuello y las orejas con gula) significaba la amenaza de lo desconocido. ¿Eran unas malditas diablesas o sólo su cerebro preparándose para el trauma último?
Al final del recorrido ¿despertaría?
Tal vez.
Por Carlos A. Limón
Carlos Alberto Limón Cortés nació en la ciudad de Puebla, México, en mayo de 1972. Cursó la educación básica en el DF (hoy CDMX) y San Fernando (Tamaulipas); estudió la educación media superior y la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP.
Trabajó como corrector de estilo, editor, reportero y columnista en diversos medios locales digitales e impresos como El Universal de Puebla, El Heraldo de México en Puebla, Revista Intolerancia, Intolerancia Diario, Sexenio Puebla, 24 Horas Puebla y Alcance Diario. Ha colaborado con revistas especializadas de ciencia ficción y fantasía como Umbrales, Azoth y La langosta se ha posado. Apareció en la antología de cuentos ciberpunk Silicio en la memoria, de Llaca Editores, en la Antología de Literatura Poblana realizada por la revista Ítaca, coeditada por la BUAP y Periódico Síntesis, así como en Auroras y horizontes, coeditada por CECAP, BUAP, Concytep e Ibero Puebla.
En 1994 recibió el premio Más allá en la categoría de “Cuento inédito”, otorgado por la CACYF (Argentina), y en 2000 el premio nacional “Puebla” de cuento de ciencia ficción y fantasía.
Después de 20 años retomo la escritura de nuevo
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