Un pájaro me sigue todos los días desde que me hice la primera paja. Es un urutaú que ni es pichón ni es adulto, es un adolescente, de esos que son insufribles. Ahora que tengo tres años con él es raro que me asuste, pero la primera vez que me topé con sus ojos amarillos y abiertos como platos —porque son jodidamente enormes—, casi me dio un infarto. Siempre suelta verborreas sin sentido por su enorme boca, no hay ocasión donde un comentario ponzoñoso sea guardado para sí mismo, porque le tiene alergia al silencio, me parece. A ese bastardo lo nombré Roberto, porque era el de un compañero que me caía mal en la escuela primaria.
—Que buen culo tiene ese profesor. Haz algo malo para que te castigue. ¿Se te antoja alojarte entre sus piernas? —Roberto se carcajea y yo suelto un suspiro pesado, porque soy el único desgraciado que escucha al maldito pájaro.
E intentado convencer a mi madre de que tengo encima un intruso cansino que llega a niveles tan extremos que me he replanteado tirarme de la azotea —veintitantos pisos de altura—, para acabar con semejante miseria. Porque Roberto hace muchos comentarios perversos que me incomodan, que me hacen sentir sucio e indigno. Desde que ese pájaro fantasma llegó a mi vida, no he tenido más que un dolor de cabeza que altera mis nervios en cada oportunidad.
La cosa terminó mal, por supuesto, no me supe dar a entender y mi mamá tomó como metáfora al animal. Me llevaron con un psiquiatra sin siquiera molestarse en entender que aquello lo decía de forma literal, que no era una alucinación producto de algún trastorno. Roberto se reía de mí sin contemplaciones hasta desmayarse por falta de aire, ni siquiera cuando estuve drogado con pastillas médicas dejó de atormentarme.
—Oye, ¿has pensado en tener sexo con ese catire? Ta’ bello —afirma Roberto y a mí se me antoja un pollo frito bien crujiente—. ¿Me estás escuchando, gusanito?
—Dios, ¿qué hice para merecer semejante bodrio? —murmuré en voz alta, ganándome la mirada del compañero que nombraba el pajarraco— Un día te pido, por un puto día quiero que me dejes en paz.
—Señor Jeremías Borneo, ¿le está aburriendo mi clase?
—¡Y mucho! ¡Demasiado! ¡Debe ser considerado tortura! ¡Me está matando de a poquito, monstruo devora galletas! —exclama Roberto.
Siendo yo el único desafortunado que escucha al maldito animal puse mala cara, de esas con las que te ganas la cizaña del docente de por vida. Se cruzó de brazos, esa mirada severa me llenó de profunda resignación, lo entendí como una invitación a retirarme civilizadamente del aula, a lo que yo acepté con gusto.
Roberto vuela a mi zurda con tranquilidad y por nada más siete segundos se guarda sus palabras. Mierda, hasta sentí que empezaba a vivir.
—Vamos a ver a las chicas en educación física. Cuando están sudadas, despeinadas y rojas se ven antojables.
—Te odio —le reclamo, porque me sale del alma hacerlo cada vez que tengo la oportunidad.
—Hay algo que puedes hacer para dejar de escucharme, ¿estás dispuesto a, valga la redundancia, escucharme?
—¡Por Dios, lo que sea! ¿Quieres que le saque un ojo a alguien? ¡Dime a quién, maldita sea! ¡Me tienes harto!
—El día en que ya no escuches mi voz… ¡es que ya estarás muerto!
El desgraciado ríe a mandíbula suelta mientras vuela. Desde mis adentros deseo que choque contra una pared, quiero que me de esa satisfacción. Pero como eso no pasa, dimito a escucharlo toda la vida hasta que me quede sordo o me muera, lo que pase primero.
—Roberto, te odio, eres la bilis de una entidad perversa, un gafe sin misericordia que hace y deshace a su antojo. Ojala pudiera matarte con mis propias manos.
—No es mi culpa que seas un pervertido de mierda y reprimido sexual. ¡Una cogida no hace mal a nadie!
En el fondo de mi corazón, extraño los días en que no existía ningún Roberto en mi vida —aparte del enclenque que me fastidiaba en el recreo—, cuando solamente era un niño normal que no era perjudicado por la encarnación del fastidio y me quedo corto con la descripción. Echo de menos cuando yo mismo lidiaba con mis pequeños problemas infantiles, lejos del manojo hormonal del que me convertí a los trece años. Cuando chicas y muchachos llamaron mi atención por igual a Roberto como que le generó una emoción insana el hecho que de tuviera relaciones con alguien.
—Para mi gusto personal, no estás tan feo —siguió hablando.
—Ajá.
—Sí pues, tienes un ojo un poquito más chiquito que el otro y está caído, tienes nariz de tucán y la piel igual que la superficie de la luna. Pero visto de reojo eres pasable.
—Roberto, ¿qué haces en tu tiempo libre?
—No necesito tiempo libre, amargarte la existencia es mi propósito de vida —y se ríe.
Torcí el labio, prefería pensar qué clase de cosas podrían entretener a un pájaro infumable como él. Más pronto que tarde, me encontré con la sorpresa de que no se me ocurría nada que no fuese se índole sexual, y tuve que admitir internamente que tener relaciones debía ser una experiencia muy agradable. Quizás Roberto sí podría ser una invención mía después de todo, una que reflejaba mis más profundos pensamientos llenos de culpa, vergüenza y deseos que no admitiría jamás.
Lo que no entiendo es por qué coño me lo imaginé tan feo y diabólico.
—Te gusta la gente bonita —comenta, si no lo conociera diría que intentaba decir algo sabio—, lástima que la mayoría de la gente piensa como tú y que no seas el mejor candidato ni de chiste —se carcajea tan fuerte que me tengo que cubrir la oreja para que no me atormente.
—Roberto, de pana eres una ladilla —suelto, él no deja de reírse.
Sin darme cuenta, llegué hasta un pasillo de amplias ventanas en donde puedo ver la cancha y mis compañeras de clase ejercitándose. Mi corazón se agita, maldigo a mis propios muertos antes de largarme hacía el otro lado, hago un esfuerzo sobrehumano por hacer caso omiso a las quejas de Roberto.
—¡Serás virgen toda la vida! —exclama.
—La virginidad es un constructo social sin sentido, simplemente una práctica machista para ponerle precio a las mujeres —suelto como el justiciero social resentido que soy.
—¡Serás un puto incel lo que te quede de vida!
—¡¿Perdón?! —me detengo a confrontarlo, se detuvo en la barandilla a mirarme con indiferencia— ¿Me llamaste incel, brujo de mierda?
—¿Qué? ¿Al gusanito le hirió mi comentario?
—¡Me llamaste-! ¡¿Cómo quieres que me sienta?! ¿Crees que es fácil para mí acercarme a la gente? A ver, intenta hacerlo tú. Ah claro, no puedes, ¡porque eres un producto de mi maldita imaginación!
—Ah, pensé que ese detallito había quedado bien en claro la primera vez que manchaste la cama. Sigues siendo precoz en ese aspecto.
—Señor mío, Jesucristo, apiádate de mi alma —murmuro mientras me restriego la mano por la cara.
—¿Con quién estás hablando? —la interrupción de una tercera persona me sobresalta. Ver al muchacho me hace enrojecer por completo. Es demasiado lindo.
—¡Pero mira esos cachetes y ese porte! Apuesto a que te puede partir en dos.
Me llena de vergüenza ese escenario hipotético en donde sostiene mis caderas y abre mis piernas para restregarse en mi pelvis. ¡Maldita seas, Roberto!
—Esa cara de niño bueno que tiene, seguro es de esos que tienen mil fetiches raros. Perfecto para ti, pequeño pervertido —me aclaro la garganta, ese chico tampoco se muestra muy cómodo y me pongo más nervioso—. Es grande y gordito, tienes de dónde agarrar. Imagínate que te rodea con sus brazotes, ¿no te está dando calorcillo, amigo mío? —Roberto carcajea— Anda, pídele una cita para que puedas estar entre sus piernas.
—¡Cállate! —exclamo desesperado, pero no fui el único.
Aquel chico y yo nos miramos, completamente atónitos de nuestra orden coordinada lanzada al aire, sin que él pueda ver al pájaro fantasma al que le hablaba ni yo al suyo. Nuestro silencio delata que ninguno sabe cómo aclarar la situación, simplemente nos exaltamos de forma esporádica. Entonces puedo verlo sin que la voz del irritador me fastidie, es un chico alto, contextura gruesa —a mi vista, reconfortante como un oso de peluche—, su cabello es rubio oscuro y su mirada… creo que luce avergonzado.
—Este —el chico baja la cabeza y acaricia su nuca—, ¿tú también… escuchas?
—¿Un pájaro más feo que el demonio? Sí, se llama Roberto, ¿y el tuyo? —en el fondo quiero que se lo tome a broma, jamás he podido conocer a alguien con el mismo problema que yo, ni siquiera sabría cómo reaccionar.
—Angustia —responde, de pronto me quedo en blanco—. ¿De qué especie es el tuyo? El mío es un guácharo.
—Urutaú, o pájaro fantasma.
Es tanta nuestra consternación mutua que nos quedamos en silencio. Por mi parte, me esfuerzo por identificar sí él hablaba en serio o sólo me siguió la corriente. Cosa que dudo profundamente, porque Roberto, por primera vez, me ha dejado sólo para irse a volar.
—Se acaba de ir —señala al exterior, al árbol frente a nosotros.
Y allí está Roberto con un nuevo amigo entre las ramas, no logro escuchar lo que comparten, pero no puedo evitar sonreír. No sé qué estoy sintiendo exactamente, soy incapaz de identificar una emoción concreta. Veo al chico a mi lado, su mirada refleja que está pasando por lo mismo que yo.
—Soy Jeremías —me dirijo a él con amabilidad, me devuelve el gesto mostrando una sonrisa tierna.
—Isaac.
Por Raziel L. Castillo
Originaria de Venezuela, actualmente residente en Perú.
Escritora amateur y usuaria activa de Wattpad desde el 2015, donde publica diversos relatos de su autoría. Participó en las antologías de El Señor de los Puercos y Otros Cuentos de Navidad y en Cuentos de Amor y Desamor, ambos de Black Page.
Amo este texto. Felicidades Raziel ❤️❤️❤️