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Ruta 73


Cuando pensamos que el día de mañana nunca llegará, ya se ha convertido en el ayer.
Henry Ford

Juan José Fresno estaba adormilándose por el calor sofocante. La ruta 73 le parecía interminable; kilómetros de desierto, sólo con algún que otro pueblo perdido en medio.

Detuvo el coche en una banquina, el tiempo suficiente para refrescarse la cara con agua y fumarse un cigarrillo.

Se miró en el espejo retrovisor y el reflejo le devolvió una imagen de alguien cansado y ojeroso.

El recuerdo de sus tiempos felices, cuando tenía un trabajo estable como profesor de literatura, le vino a la mente.

Cuando perdió su empleo, y viéndose acorralado con las deudas, vendió su departamento, se compró una Renault Kangoo y mercadería para vender en los pueblos del sur de la provincia de Buenos Aires.

Su itinerario era circular, yendo y viniendo por los mismos lugares una y otra vez.

Era su quinto viaje y ya empezaba a tener clientes habituales. La mayoría pedía regalos para sus hijos y algunos artículos que no se conseguían en donde vivían.

Su primera venta la había hecho en la estancia “La cuadrada” de Félix Hernández. Él siempre le compraba juguetes para sus niños y ahora le había pedido un celular para Joaquín, el mayor, que cumplía doce años.

J. J. se secó el sudor de la frente; el calor se le estaba haciendo insoportable y el aire acondicionado de su camioneta no funcionaba.

Vio como el cielo se oscurecía. Una gran borrasca se estaba formando y la punta de una oscura masa triangular parecía tocar la tierra.

Un viento intenso comenzó a soplar a medida que se acercaba a la zona de tormenta. Se sobresaltó al ver que algunos rayos cayeron sobre las grandes torres eléctricas que recorrían esos campos.

Dudó entre seguir manejando o dar la vuelta, pero quería entregar el regalo para el hijo de Hernández. Ese día cumplía años.

De pronto el cielo se aclaró y la feroz tormenta pareció esfumarse sin dejar rastro.

Más relajado, divisó a “La cuadrada” a menos de un kilómetro.

Estacionó su Kangoo debajo de unos árboles; no recordaba haber visto tantos pinos cerca de la casa.

Un hombre rubio de ojos claros, sello inconfundible de los Hernández, se le acercó.

—¿Busca algo, señor? —preguntó el joven.

—Busco a don Félix; traigo el pedido que me hizo.

El joven palideció. Sus ojos se agrandaron en un gesto de espanto.

—¿Me está tomando el pelo? Félix, mi padre, hace 25 años que falleció —balbuceó el hombre.

—¡Déjese de decir estupideces! Yo estuve hace pocos días con él y me encargó un celular para Joaquín, su hijo que cumple años.

—¿J. J.? —preguntó el joven, con un aire temeroso de quien no quiere oír una respuesta—. Yo soy Joaquín Hernández. Por años mi padre juró que le había encargado un regalo; pero usted jamás volvió.

J. J. estaba a punto de desmayarse. Vio a lo lejos la silueta de una mujer que, si bien ya mayor y muy avejentada, era indudablemente la señora de Hernández.

—¿Qué mierda pasó acá? —gritó J. J., antes de perder el conocimiento.

Apenas se recuperó y sin mediar palabra, J. J. se subió a su auto y se fue. Sospechaba que era víctima de una broma y estaba realmente de muy mal humor.

Manejó durante un par de kilómetros y fue entonces cuando notó algo que lo dejó perplejo; la ruta, que siempre había sido angosta y llena de baches, se había convertido en una autopista.

Frenó en la tranquera del campo de los Cantalupo.

“O me insolé o me volví loco”, pensó al ver una fábrica donde antes había solo campos sembrados. Hasta donde alcanzaba su vista había enormes edificios plateados, con estacionamientos llenos de vehículos.

Se miró en el espejo retrovisor del auto y se vio igual que siempre.

Como su auto parecía no consumir la nafta del tanque, siguió manejando. Su ruta circular acostumbrada lo llevó de nuevo a las cercanías de la estancia de los Hernández. Vio el teléfono que había comprado para entregar a don Félix y decidió volver y averiguar qué pasaba.

Una gran tormenta, idéntica a la del día anterior, se interponía entre él y la estancia. Varios rayos volvieron a golpear las torres de luz y el cielo se volvió oscuro y ventoso.

Apenas había andado un kilómetro cuando el cielo volvió a despejarse y se encontró en la puerta de la estancia.

Bajó decidido del auto, resuelto a aclarar las cosas. Se volvió para recoger el celular y se adentró por el camino.

Varios niños rubios jugaban entre la añosa arboleda. Un hombre mayor, calvo y con dificultades para andar, se le acercó.

Reconoció en los ojos celestes que lo interrogaban en silencio, a aquel niño-joven que había sido Joaquín.

—Esto se lo compró su padre, la última vez que lo vi —dijo J. J., en voz baja.

Joaquín miró el celular y sonrió.

—Hace más de cincuenta años que no veía uno de estos. Desde que todos usamos chips electrónicos ya no se utilizan más los teléfonos —dijo Joaquín, mostrándole una pequeña marca en la muñeca.

—Guárdelo de recuerdo —sugirió J. J., dando media vuelta y saliendo del campo.

J. J. retomó la ruta; esta vez iría en sentido inverso, hacia la tormenta que presentía como la culpable de todas estas anomalías. Se internó en medio del vendaval; la vorágine del viento lo envolvió y percibió cómo toda su substancia cambiaba rápidamente.

Le costaba respirar; se llevó las manos al cuello, boqueando desesperado. Vio cómo la piel se le arrugaba sobre su cuerpo huesudo.

Su coche fue frenando solo, al irse quedando sin combustible.

“¡Un coche a nafta! En el museo me darán buen dinero por esta antigüedad. Los huesos de adentro mejor los tiro; no quiero problemas”, pensó un muchacho al ver el auto sobre una banquina de la ruta 73. A menos de un kilómetro una gran tormenta eléctrica comenzaba a formarse, nuevamente.

 

Por Silvia Fernández

Silvia Alejandra Fernandez nació en Mar del Plata, Buenos aires, Argentina en el año 1959. Es una escritora argentina de ciencia ficción y terror, aunque ha abordado diversos géneros. Fue editora en Desafíos Literarios y revista Senderos. En la actualidad es editora en la revista Letras Públicas y coordinadora y editora del fanzine de la revista Espejo Humeante. Ha publicado en diez antologías físicas de editoriales Dunken y Tahiel de Argentina, Solaris de Uruguay y en numerosos medios digitales.

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