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Te encontré

Caminas por las calles de la ciudad, avergonzada porque cada día las reconoces un poco menos a pesar de que diario sales a recorrerlas. Será la edad tal vez, te dices, pensando que pronto cumplirás setenta años y deberías comenzar a preocuparte por tu muerte, porque nadie más lo hará.

Eso no había sido parte del plan, en realidad. Según lo que habías trazado, para este punto tendrías al menos un nieto y estarías disfrutando la vida junto a Carlos, tu prometido, pero esa misma vida planeada había decidido negarles una sonrisa cuando la muerte los sorprendió. Carlos había fallecido en un accidente de trabajo, poco propio para un ingeniero tan joven, y el dolor de ese día lo sigues sintiendo, aunque has aprendido a callarlo.

Desde entonces no pudiste enamorarte de nadie más, aunque algunos amantes cruzaron tu camino. Ya ni siquiera recuerdas quiénes fueron; cuando dormían en tus brazos sabías que no se quedarían ahí por siempre. No porque ellos no quisieran, sino que tu corazón ya se había cerrado definitivamente, así que sólo quedó ver correr los años sin más presencias enraizadas en tu vida que la de tus familiares, que siempre lamentaron tu postura.

Finalmente, tus padres fallecieron, dejándote como herencia su preciosa casa y la única hermana que tenías se fue a buscarse otro destino en Noruega, donde pronto tuvo éxito en el amor.

En los últimos años ha insistido para que te vayas a instalar a su hogar, y desde que llegaste a la séptima década se volvió más impertinente. Siempre habla de su enorme casa demasiado grande para dos, de cómo sus hijos apenas la visitan después de haberse casado, de su amable compañero noruego que estaría encantado de recibirte y de un país en el que la felicidad es garantía.

Pero tú querías permanecer en la ciudad.

Eso tuvo consecuencias. Dedicaste tu vida a ser profesora, evadiendo las preguntas sobre tu soltería o la falta de hijos. Cuando llegó el momento, decidiste jubilarte, ante las miradas lastimeras de tus compañeras, y poco antes del fallecimiento de tus padres, te convertiste en el estereotipo de chiflada, la clásica solterona que caminaba sin rumbo por toda la ciudad, quién a veces juntaba fuerzas para viajar a alguna playa olvidada a sentir las rugosas arenas, esperando recuperar algo de vitalidad con el sol.

La clase de demente que buscaba peleas en el metro y en los supermercados con tal de sentir algo, vestida con ropa haraposa coronada con adornos caros, la que compra demasiada comida para una sola persona y en completa negación a adquirir un gato porque confirmaría tus miedos de soledad, viviendo de la escasa pensión de tu trabajo, la herencia de tus padres y el recuerdo de Carlos.

En secreto todavía esperas verlo, aunque no lo digas. Buscas encontrar un anciano parecido, te emocionas al pensar que pronto podrías cruzártelo, que quizá se casó con alguien más e hizo su propia familia, o que escapó, como si haberse roto el cuello al caer de una construcción hubiera sido un pretexto para no casarse contigo. Eso dolía menos que su partida, eso escocía menos que las palabras que te había dicho el día que murió, cuando te visitó rápidamente en la escuela para darte flores y un atrevido beso enfrente de tus compañeras y de los niños que espiaban.

-Te prometo que al ratito te voy a venir a buscar.

Cuando piensas en ello te dan ganas de llorar, de reclamarle a Dios su ausencia, de ir de nuevo con el estúpido albañil que hizo tropezar a Carlos entre las vigas del puente que estaban construyendo para matarlo también por lo que hizo. Recuerdas a los médicos que lo declararon muerto y te llenas de odio, de una bilis que reclama por tu única oportunidad de tener una vida afuera de las cafeterías que ya te conocen y saben tu orden, de saciar tu necesidad de amar con algo más que niños que te olvidarían en un par de años, pero pronto logras dejar ir la sensación de furia.

Ahora simplemente estás segura de que debes seguir recorriendo la ciudad. Alguna vez escuchaste que los humanos son seres de hábito y que la edad fortalece los caprichos, así que tal vez sea eso y no la enorme ilusión que sientes de volver a ver a Carlos, que cada vez deja de sentirse como mariposas soñadoras y se transforma en un cuchillo certero, una quimera que comienza su transformación humana.

Además, el bullicio de las calles resuena menos que el silencio de tu casa.

Vas caminando por la estación, pensando en la boda de tu hermana, en las fotos de tus sobrinos crecidos, con un retumbar nervioso recorriendo tu estómago, recordando tu cabello antaño castaño que ahora es de color cano disimulado con un tinte pelirrojo, viendo las arrugas de tus manos, cuando al fin, decides subir al metro.

Y ahí, entre el mar de gente, ves de nuevo a Carlos.

No puede ser Carlos, en realidad. Es muy joven, debe tener unos treinta años… Pero sí es Carlos, porque tiene el mismo cabello rizado, la nariz grande y recta, su piel morena tostada por el sol, la misma complexión bajita, pero con cuerpo ancho, y cuando por un instante sus ojos se encuentran, sientes que retrocedes cinco décadas, cuando la vida parecía tan completa.

Carlos parece haberlo notado, porque comienza a pedir permiso para llegar al vagón donde tú estás. Te pones muy nerviosa, de pronto te entran ganas de llorar al sentir tu rostro arrugado, la boca seca, los nuevos lentes que antes no usabas, ese tono anticuado de tinte sobre tus canas, el paso de los años que no puedes esconder, pero antes de que sigas sintiendo el peso del tiempo, el metro se detiene y abre su estación a un nuevo caleidoscopio de rostros que no son el de tu amado.

Alzas el cuello, intentas ver por dónde viene, pero sólo puedes verlo intentando regresar al vagón. El tumulto de gente lo sacó y antes de que pueda ingresar, las puertas se cierran con la misma rapidez de su encuentro.

Te bajas corriendo en la siguiente estación. No sabes cuándo empezaste a llorar de verdad, pero haces el transborde para llegar al otro lado, es hora pico, la ciudad está desesperada y furiosa, te preguntas por qué no te fuiste a Noruega con tu hermana para buscar otro corazón, recuerdas a Carlos de nuevo, empujas gente que se abstiene de golpearte por tu edad, sientes cómo los minutos parecen una condena eterna y los años se fueron como suspiros, para bajarte desesperada en la estación anterior, pero no importó.

Carlos ya no está.

Das vueltas de nuevo, regresas a la estación donde estabas al inicio, buscas entre los andenes, decides seguir buscando en todas las estaciones que siguen, pero el peso los sueños rotos te termina rebasando. Regresas a la estación donde lo viste, pero en lugar de buscarlo, acabas sentada en el piso llorando, pensando en la nueva vida que se fue de tus manos. Un par de personas se acercan a ti, te preguntan si estás bien, si conoces a tu familia y si sabes como llegar a casa. Te dan ganas de mandarlos al demonio, de enterrarles su falsa compasión por los ojos, pero decides asentir y caminar a la salida.

Ya no estás para perseguir sombras, los sueños también tienen edad y la tuya debería preocuparse más por la muerte que por un falso oasis.

Piensas de nuevo en eso, sacando tu monedero para pedir un taxi, haciendo el recordatorio mental de ir con el estilista a que te cambie el color del tinte, cuando ves a Carlos parado en la parada de micros. Al principio lo ves de lejos, pero decides ir acercándote poco a poco. Analizas su mochila negra, la sudadera rosa, el conjunto de pulseras que lleva en la mano derecha, por un instante dudas, porque se ve muy diferente, pero Carlos te voltea a ver.

Tiene los mismos ojos cafés claro brillantes, casi felinos, y antes de que puedas excusarte, te toma la mano de la misma forma en la que lo hizo tantas veces antes, para besarte, y te sonríe con tantas ganas que puedes sentir la vida latiendo de nuevo por tus venas.

Es ella.

— Ariadna, mi amor – dice con su voz suave, un poco quebrada por las lágrimas que lucha por contener. Todavía sigue siendo un poco más alta que tú, puedes reconocer algunas ojeras en sus ojos y te preguntas cuál ha sido la nueva vida que le ha tocado experimentar, cuando de pronto acaricia tu rostro con la otra mano, ves sus uñas pintadas de negro, y en un instante te vuelves a enamorar loca, ardiente y vívidamente. La primavera comienza de nuevo tras cincuenta años de parálisis, y Carlos, con su voz de terciopelo, te mira con adoración.

– Te encontré.

 

Por Marina Areta

(CDMX, 2000)

Es estudiante de Humanidades, guionista, profesora de inglés y traductora independiente. Firme creyente de las letras como una forma de cambiar el mundo, ha colaborado en diferentes eventos culturales como ponente, presentadora y difusora, entre ellos las Jornadas Pluriculturales de Mitologías, la Tertulia Multicultural de la ENTS, además de contar con obra publicada en manera digital como el cuento de terror Cabellos, y las pieza poética Eterno diciembre, y El fin del coming of age.

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