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  • Foto del escritorcosmicafanzine

Trozo perfecto

Un lomo de cerdo cocido en una llama apenas palpitante nada en un líquido dorado en donde surge y explota a cada tempo una perla. Sale del sartén, todavía con algunas finísimas bolas doradas en la costra que se deslizan y sumergen en donde la suave carne tiene el color de un impuro rubí. Ese manjar es servido en un plato blanco, pincelado conun aderezo amarillo que en gotas circulares va rodeando a la porca pieza la cual se vistecon una guarnición de lechuga romana, tiras de pepino y tomatitos Cherry.

Este platillo es llevado a la mesa de un señor, tosco, desalineado, contrario a la belleza de la carne, quien con expresiones perversas saborea la delicia que aún no ha tocado. Al recibirla, directamente agarra un tenedor, lo sumerge en sus fibras vueltas a nacer, vueltas a tener aroma, a tener jugos y la vuelve a matar de un cuchillazo, cortándola tosco, igual a su presencia. Al fondo lo mira el cocinero, quien mantiene una sonrisa pero empieza a mover sus labios y párpados como uno de los focos del local que están a punto de apagarse, en especial al notar que un pedacito de la costra no se ha cocido bien. El comensal, ignorante de eso, suelta un orgasmo con cada trozo, sintiendo como la suave carne acarician su ancha lengua… Eso al principio, porque luego pierde la delicadeza en su degustación y comienza a mascar más y más rápido. La magia entonces desaparece. La escena se vuelve un contraste de luz y oscuridad, o al menos así la imagina el vestido de blanco, quien sostiene su cuchillo y tiembla.

 

El cocinero, entonces, aun con su palpitante sonrisa, comienza a entrecerrar sus ojos y pone firmeza en el mango de su cuchillo, en el metal clavado en la tablilla carcomida por insectos e imagina que ese trozo de carne un poco menos cocido se vuelve cerdo y devora al grotesco comensal de un bocado. Aquellas visiones alguna vez le llegaron a generar preocupación, incluso, alguna vez trató esos pensamientos con un médico a quien visitaba desde antes que los focos comenzaran a parpadear y las tablillas de su restaurante comenzaran a ser carcomidas por insectos.

«Quizás deberías dejar ese restaurante un tiempo», dijo el doctor aquella última vez que lo vio cuando todavía no rompía el cristal de la puerta del consultorio. El comensal asqueroso, entonces, termina su platillo, y el creador de aquella obra, con la burbuja de sus pensamientos rota, se acerca y le dice: «¿Qué le pareció?, ¿disfrutó de nuestro corte de carne?». El hombre, sin contestar, se limpia la boca con un paño sucio, luego sus manos sucias y lo guarda en un pantalón descocido. El cocinero nota que ese hombre está más sucio que antes, y este, por fin, le dice: «Sí, sí, está bien. Me llena, que es lo importante». El cocinero queda sin voz tras estas simples palabras y mira a ese foco parpadeante.

Al final, tras ver salir al hombre, el cocinero, con cara de enojado, agarra el plato con las verduras dejadas y regresa a la cocina. Cuando regresa, observa que la carne en realidad sigue ahí y la tira, y cuando la tira, lo único que cae son gotas de aceite. Acto seguido, comienza a crear otro platillo, imaginándolo con las mismas características, intentando mejorar la cocción, el nivel del fuego y, en ocasiones, voltea a ver otro foco parpadeante que yace en la cocina, todo mientras espera que ningún fragmento en esta ocasión quede mal cocido, todo mientras vuelve a escuchar la voz del mismo cliente que está a la espera del mismo platillo. Todo mientras el otro hombre espera en esta ocasión tocar los sentimientos de ese porco corazón. Siempre a la espera de eso.

 

Por Enrique Mauro Velazco

Actualmente estudia la universidad en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, y le encanta tener diversos proyectos relacionados a la narrativa. Ha participado como escritor en revistas, cortometrajes, obras de teatro, en donde también ha estado como productor y actor.

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