—Quienes saben, aseguran que la música clarifica. Las frecuencias musicales pueden hacer que nos relajemos o nos volvamos paranoicos. Las vibraciones pueden automatizarnos, traumatizar nuestro inconsciente y dotarnos de un fantástico delirio de persecución.
Aletia miró por la ventana. Un perro amarillo saltó sobre el cofre de un auto estacionado, llevaba en el hocico una hoja de palma enorme. Lucía feliz, por añadidura, ella sonrió.
—Si muriera hoy, quisiera escuchar música mientras me montan en la silla eléctrica.
—¿Cómo es que terminarías así, Aletia?
—Por nada en especial —la mujer miró de nuevo por la ventana. El perro se había recostado, panza al sol, en el techo de otro auto—.
—Solamente a los locos los sientan en esas periqueras para delincuentes.
—Un loco no es un delincuente. Yo estoy loca…y aún no te he hecho nada, Renato.
Anocheció y el Canto del cisne impregnaba el departamento 505. La mujer rondaba la casa buscando algo. Al acercarse a su esposo, le hablaba bajito para no despertarlo. Por un momento, creyó que alguien la llamaba y volvió en sí. Su mirada perdida encontró el cuerpo de Renato, inerte en una esquina del cuarto. Aletia corrió a la puerta y saltó, de siete en siete, los escalones que la llevarían al lobby del edificio, su libertad. Encontró una patrulla en la calle Amores frente a un puesto de tacos. Sin decir palabra alguna, se subió al asiento trasero. Los oficiales que comían presurosos, la miraron desconcertados. Terminaron de cenar y Aletia ya estaba dormida. Acordaron no despertarla.
Manejaron por el Boulevard Manuel Ávila Camacho, hasta hacer esquina con Ernesto Zedillo. Entre los dos la cargaron hasta topar con una puerta de madera gruesa. Martínez, el oficial más joven, tocó la aldaba con soltura. Una mujer alta de hábito color del alba los recibió. Abrió la otra ala de madera y los dejó entrar. Los policías la llevaron en brazos a través de un pasillo oscuro. Atravesaron salones de altos techos. Un olor a flores tropicales amasado con fragancias vegetales desconocidas, llenó sus pulmones. Al final del pasillo encontraron un patio interior. Doce cirios iluminaban la ostentosa fuente con la que regaban el jardín. Era una estructura de piedra caliza, recubierta con baldosas coloreadas. Contaba con tres niveles. En el primero, que bordeaba el agua, las pinturas de los azulejos representaban el viacrucis. El segundo estaba destinado a una corte de amorcillos de rubicundas nalgas rosadas, en vez de ángeles apocalípticos. El tercero era el sitio de las nubes. En la corona de la fuente colocaron una silla metálica. Las religiosas dispusieron siete cables de distintos colores en la silla; cada color representaba a un ángel. Con ayuda de unos caimanes, unieron los cables a la caja de fusibles del convento. La madre Yocasta inhabilitó la corriente en ese instante.
Aletia despertó de su letargo. Los oficiales la pusieron sobre la tierra del jardín. Tres novicias salidas de la boca del lobo, la despojaron de su ropa para colocarle un camisón y chinelas blancas de seda. La condujeron hacia la fuente, donde, con ayuda de las mismas, la mujer se introdujo en el agua helada. Su cuerpo tiritaba. Una voz aguda que nació de la profundidad de los árboles, le ordenó sentarse en la pileta. Las tres novicias, cada una con una concha a manera de jícara, la mojaron de cabeza a torso. Ella disfrutaba del baño nocturno. La luna titilante se reflejaba en el agua. Aletia estaba siendo bañada con sus lágrimas. Alzó su rostro para admirar los árboles, cuyas copas remataban en cúpula. El entorno semejaba un templo verde. Con ayuda del trío subió hasta el tercer piso de la fuente y se sentó en su trono. Con correas de cuero, ataron sus muñecas a los brazos de metal, afianzándolas firmemente. A la orden de la voz ignota, la madre Yocasta dio inicio al final, reactivando la corriente del recinto. El cuerpo de Aletia recibió un golpe fulminante, la energía penetró sus pies. Cada fibra de su existencia fue atravesada por un rayo de creación humana, adaptado a fines divinos. Antes de morir, percibió, in crescendo, cómo un coro entonaba a Schubert. Por añadidura, ella sonrió.
Por Leonardo Guerrero
(Ciudad de México, 1997)
Escritor mexicano. Se ha decantado, principalmente, por la prosa, cultivando el cuento. Además, ha escrito varios poemas sueltos. Su obra aborda la complejidad de las relaciones humanas y sociales, abarcando temas como la política, la violencia, el erotismo y la muerte. Es Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana, curso en el que obtuvo la Medalla al Mérito. Un fragmento de su obra fue publicado en el blog “Librópolis” de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Comments