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Un lugar en el mundo

Actualizado: 5 mar

Volví a mi pueblo un 3 de diciembre. Me había ido en la misma fecha, treinta años atrás. Casualidad. O quizás no.

—Me voy –les había dicho a mis padres-. Me ahogo en este pueblo. Quiero ver el mundo, encontrar mi lugar.

Era tan joven…

Ahora, algo inesperado me había obligado a recordar mi infancia, mi pueblo, aquella patria chica casi perdida. Mis abuelos italianos habían estado entre los primeros habitantes de esa colonia. Ahí habían soñado un mundo para nosotros. Sus vivencias jamás me habían interesado, pero ahora sí necesitaba recuperarlos; ahora más que nunca quería caminar sobre sus huellas. Había precisado tanto tiempo y tanto dolor para valorarlos…

Bajé del auto junto al cartel que daba la bienvenida a los viajeros. La “calle honda”, aquella por la que me escapaba a la siesta con mis amigos para ir a ver los coches que pasaban por la ruta, estaba ahora pavimentada. Ya no tenía aquel tufo de travesuras compartidas.

Traté de disimular mi ansiedad cuando me encontré con los primeros pueblerinos, pero ninguno me reconoció. “¡Si pasaron treinta años…! ¿Quién se va a acordar de mí? Y en este momento me haría tanta falta…”.

Con los ojos nublados, deambulé por la calle principal. En el potrerito donde jugábamos al fútbol después de la merienda, se levantaban simétricas casitas blancas. 

—¡Dale, flaco! ¡Acá!

—¡A mí! ¡A mí! ¡Dale!

—Pero… ¿qué estás mirando? ¡Ahí está el arco…! 

—¡Goooooollllll!

El impacto en el hombro me devolvió al presente.

—Oiga, don… ¿Me devuelve la pelota?

Un mocoso de no más de ocho años me miraba, entre curioso y asustado.

—Usted no es de acá, ¿no?

No supe qué decirle. Le devolví la pelota y seguí observando. Allá, la escuela; al frente, la iglesia… Todo estaba impregnado por una densa nostalgia. 

Llegué a la casa donde había crecido; una esquina frente a los primeros campos sembrados con trigo. Aunque nunca había vuelto, había tenido la sensatez de conservarla. El patio ya no estaba protegido por el alambre de gallinero; pude entrar con facilidad a la galería. Pese al tiempo, el tronco de la glicina que tanto amaba mi madre todavía se aferraba, empecinado, al techo acanalado. De las vides que mi abuelo había traído de Italia, esquejes clavados en una papa, sobrevivientes de la travesía, quedaba nomás un vacío silencioso. Me asomé al interior por los ojos negros de los vidrios rotos: las habitaciones estaban invadidas por ecos, por fantasmas conocidos.

—¡Joaquín! ¡Ya vas a ver cuando venga tu padre! Ese vidrio que rompiste con la pelota no te va a salir gratis.

—Pero, mamá… yo no fui…

—Ah, ¿no? ¡Ahora me vas a decir que el vidrio se rompió solo!

Volví a mi auto y me encaminé al cementerio: un blanco rectángulo arrullado por la sombra susurrante de los pinos. El aire era cálido; una inmensa paz me invadió apenas atravesé el portón flojamente contenido por una cadena. No sé por qué, pero siempre amé la sencilla quietud de los cementerios de campo. 

El canto de los pájaros me acompañó en el recorrido hasta las tumbas de mi familia. Miré las fotos sobre las lápidas contiguas: mis abuelos, mis padres. Esos nombres, esas fechas fundaban mi historia; trazaban el mapa de mi existencia. Sentí remordimientos al recordar que no había estado presente cuando ellos murieron. ¡Andaba demasiado ocupado conociendo el mundo! 

Sus rostros, que en mi infancia me parecían avejentados, pero que ahora encontraba sorprendentemente juveniles, irradiaban la misma ternura que me había acunado entonces. Ellos sabían por qué estaba ahí. Sentí que me habían perdonado y que me daban la bienvenida; que me recibían como al hijo extraviado que era.

Desanduve el camino hacia mi casa. Abrí de par en par puertas y ventanas para ahuyentar el vaho acre de los cuartos ennegrecidos por los años. Al día siguiente llegaría el camión de la mudanza y debía limpiar un poco. Después vendrían los arreglos necesarios. 

Mientras lo hacía, recordé las palabras del médico:

—No hay tratamiento posible. Son unos meses, quizás un año.

Supe, entonces, que debía retornar. 

Supe, entonces, cuál era mi lugar en el mundo.

 

Por Liliana Fassi

(Córdoba, Argentina)

Es Licenciada en Psicopedagogía, graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto (Córdoba, Argentina). 

Publicó tres libros que recrean, con entrevistas y ficciones, la historia de la inmigración llegada a su país entre las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX: “En busca de un tiempo olvidado. Un viaje a mis raíces para recobrar historias de inmigrantes” (El Mensú, Villa María, 2010), “Pinceladas de la Pampa Gringa” (El Mensú, Villa María, 2012) y “Los hilos de la memoria” (El Mensú, Villa María, 2018).

Recibió Premios y Menciones en Argentina y Uruguay y participó en diez Antologías de relatos, editadas por Instituciones Culturales de ambos países.

Sus poesías y cuentos son publicados en revistas digitales de Argentina, Estados Unidos, Canadá, Guatemala, México, Colombia, Ecuador, Holanda y España. 

Fue escritora invitada para la lectura de sus obras en el “Aquelarre Literario” organizado por la Revista Digital “Sombra del Aire” (México) en octubre de 2022, en referencia al Día de Brujas. 

También participó con la lectura de sus poemas en el VI Encuentro Poético Chile, Argentina y América, organizado por la Universidad del Bio Bio (Concepción. Chile) en noviembre de 2022.

Participó en la presentación de la Antología 2023, editada por la Revista Sombra del Aire (México), con la lectura de las obras incluidas en ella.

Es correctora de textos y fue prologuista de libros de autores de su ciudad y de la provincia de Buenos Aires.

Actualmente, su obra trasciende la temática de la inmigración y aborda un amplio abanico de asuntos relacionados con la condición humana.


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