El festejo de Año Nuevo es una vieja tradición en mi familia, que no se ha visto interrumpida por crisis económicas, huelgas, enfermedad, guerras, o desgracias personales en más de cincuenta años. Todos los 31 de diciembre a la noche, nos reunimos los Pérez Alcorta en nuestra vieja casona, la cual acondicionamos para la ocasión. El abuelo Francisco ventila las habitaciones impregnadas de humedad y de hongos, la tía Enriqueta limpia las telarañas con su plumero, el bisabuelo Diógenes —haciendo alarde de su eterna vitalidad— barre concienzudamente los antiguos pisos de pinotea hasta dejarlos relucientes, el primo Eleuterio decora el enorme salón con guirnaldas y globos de colores, la tía Carolina enciende los candelabros que iluminan la reunión, la abuela Bernardita nos deleita con su legendario menú que invariablemente consta de sopa fría de apio, puerro y cebolla, bocaditos de anchoas y cangrejo, quiché lorraine, cerdo con puré de manzana, profiteroles de sambayón bañados en chocolate amargo y —su especialidad— mousse de limón, el tío Carlos se encarga de la mantelería, la vajilla y la cristalería que se usan exclusivamente para la ocasión.
Cuando dan las doce campanadas de la medianoche, me encargo de presidir el brindis de bienvenida del nuevo año. Levanto mi copa de vino, saludo a cada uno de los presentes con una sonrisa afectuosa y bebo hasta la última gota a la salud de todos mis antepasados.
Luego, uno a uno, cepillo amorosamente a cada uno de los cadáveres momificados y les agrego un poco más de laca en aerosol para que se mantengan en óptimas condiciones hasta el próximo año.
Es bueno estar reunidos en familia.
Por Marcelo Medone
(Buenos Aires, 1961)
Es escritor, poeta, ensayista, dramaturgo y guionista. Sus textos han sido premiados en numerosos certámenes internacionales y han sido publicados en varios idiomas en más de 50 países, incluido México.
Actualmente reside en Montevideo, Uruguay.
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