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Verónica, la niña valiente

Allá  por los años setenta era muy habitual que los padres tuvieran a mano una valija llena de personajes imaginarios para recurrir a ellos cuando la mala conducta de los infantes lo requería.

El miedo era una excelente herramienta para mantener la buena disciplina de los diablitos de la casa. Sin embargo, con Verónica no funcionaba.

A la niña, el hombre de la bolsa, no la amedrentaba en absoluto. Ni siquiera un objeto tangible como la chancleta provocaba en ella una pizca de temor cuando su madre la exhibía amenazante, llamándola por tercera vez a dormir la siesta.

A Verónica le gustaba jugar con las muñecas y con los límites…

Les había salido desafiante, la mocosa.

Por eso, cuando le dijeron que si no tomaba la sopa vendría el cuco, lejos de espantarse, le dió muchísima curiosidad.

Se cruzó de bracitos frente al humeante plato hondo y decidió esperarlo.

Quería conocer al famoso asustador.

Marcela sintió un popurrí de sensaciones: una mezcla de ternura con ganas de meterle aquel abecedario de fideitos  por las orejas pero estaba tan cansada de renegar que prefirió seguirle la corriente.

Verónica lucía mucho más emocionada que por ver a Papá Noel.

Cada tanto, se levantaba de la silla y en puntas de pie, miraba por la ventana con los ojitos llenos  de expectativa.

Con el transcurso del tiempo, la sopa dejó de humear y pasó  a convertirse en el lago Nahuel Huapí…

La madre resolvió confesarle que todo era mentira. Su paciencia había llegado a su fin.

Bueno, se acabó! alcanzó a gritar.

Fue entonces cuando en el patio, Duque comenzó a ladrar enceguecido.

Los perros del barrio se contagiaron.

Ahora, era una jauría completamente enfurecida…

La puerta se abrió bruscamente empujada por un vendaval sobrenatural.

Su fuerza arrasó con todo lo que había sobre la mesa.

El gato salió volando por la ventana.

La lamparita comenzó a titilar como si fuera a quemarse pero terminó estallando en mil pedazos.

La luz que provenía de la calle aportaba claridad pero no la suficiente.

La mujer arrebató la linterna del primer cajón de la alacena.

Entonces, observó con pavor que esa silueta que había irrumpido en la cocina, pertenecía a una tétrica criatura.

En el lugar donde deberían estar sus ojos había dos agujeros profundos y escalofriantes.

Las largas uñas de sus manos, daban el aspecto de raíces retorcidas.

Su piel era verde como la sopa de espinacas.

Llevaba una cabellera larga y absolutamente descuidada.

Su ropa desprendía un olor nauseabundo que invadía hasta el último rincón…

La mirada de la niña se iluminó como dos foquitos azules…

Viniste… murmuró extasiada.

Aquella fue la última vez que Marcela vió a su hija.

 

Por Analía Romero Martín

Profesora de nivel inicial e inventora de historias.

Cuentacuentos ajenos y propios.

Divorciada del ruido de la ciudad y casada en segundas nupcias con el monte nativo.

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