En la mañana; vio la niebla, agitaba sus cabellos negros, le acariciaba la cara. Era un niño feliz y estaba suspirando el incienso del bosque. Sabía que estaba sentado sobre una hojarasca y descansaba los ojos bajo las sisellas de los Andes. Mientras, la bruma siguió cubriéndolo junto con el frío. De súbito; se formaban pequeños torbellinos, que veloces hicieron repicar la llovizna. Estos espirales, fueron atravesando los árboles, arrasaron con las hojas grises y el rocío fue mojando a este niño mago.
A causa del agua; Jovet se levantó del prado, caminó por la tierra húmeda y se refugió en una ceiba de enramadas cenicientas. Allí protegido; se recostó contra el tronco, cerró sus iris cafés. De a poco, comenzó a imaginar el cosmos. Fue descubriendo su exuberancia. Lo supo todo de diversos colores. Desde su mente evidenció las galaxias orladas. Fulguró un planeta con androides. Cruzó por sobre las construcciones de ellos. A lo fugaz; se supo en medio de sus legiones. Los unos erguían pirámides, los otros labraban cristales. Así bien, por lo que había explorado, quedó encandilado ante tanta belleza absoluta.
Más por lo deseado, el niño intentó volar en espíritu para ir hasta esos parajes sibilinos. Al principio, fue alejándose del cuerpo pródigamente suyo. Debido a su armonía, superó la gravedad con facilidad. A fuerza, pasó a elevarse sobre las serranías nevadas. De una forma maravillosa, fue retirándose de las campiñas. Hacía lo etéreo, subió precipitadamente hasta los espacios oscuros y claros. Con agrado, los admiró con adoración. Recorrió esos paisajes sagrados a lo superior. Tanto, que de repente llegó hasta un agujero de gusano y allí se metió para seguir viajando.
En tanto Jovet, mediante lo obrado, trasegó por entre un montón de rayos acrisolados. Esta visión de pleno lo hizo más sensible. Su ser se asombró. Cada chispazo, le mostraba una nueva naturaleza. De sorpresa, surgieron unos pegasos violáceos y cientos de estrellas. En otro instante, vio germinar un océano plateado con varios delfines, que allí nadaban. Toda esta exuberancia, lo fascinó. Así que siguió por el túnel de la creación. Se adentró en lo profundo. Exploró tierras que nunca antes había conocido. Muchos paisajes recorrió con regocijo. Y se detuvo, cuando encontró el mundo de los sibilinos. Estaba él allí entre sus monumentos. Ellos eran una tribu de marcianos. Manifestaban unos gestos misteriosos. A Jovet, por cierto, le dio miedo. No sabía si estos seres propiciaban maldad o bondad. Sus cabezas eran redondas; tenían las orejas largas, sus pieles eran fucsias. Además, uno de ellos se aproximó hasta el frente suyo y le susurró unas palabras incomprensibles. De paso, olió su esencia espiritual y tocó su alma. Ante ello, claro el niño volvió al bosque por medio de un embrujo.
Cuando estuvo en su paraíso; abrió sus ojos, se supo junto a la ceiba y luego vislumbró al marciano.

Por Rusvelt Nivia Castellanos
24 de septiembre de 1986, Ibagué; Tolima, Colombia.
Comunicador social y periodista
Artista colombiano
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