Volverá a estar bien el tórax o El afecto es un aprendizaje
Amigo mío, placer vencido,
en tu asir reconozco la ternura.
Te pido que no me trates
de explicar el afecto,
porque no lo entiendo.
Un pájaro baja hasta mi tórax
y lo pica buscando dar cariño.
Con su punta talla un nombre
—el nombre de los nombres
y a ese tajo le da una identidad.
Le brinda a la llaga un sentido
para el cual servir y derramar
mi sangre compartida.
El pájaro no la bebe, por supuesto.
Eso implicaría mancharse de empatía.
De vez en cuando le gana
el juego sádico de lo antojadizo,
señala con las garras
el ojo persecutor
y el ojo romántico,
y los toma como propios,
pues alguna vez fueron suyos.
Las garras aran mi carne,
allí florece la nada coagular.
Las garras colman los surcos de mi rostro
con las lágrimas acículas de la mañana.
Terneza: curiosa es la palabra con las que
se despluma al ave y se deja de creer en el vuelo.
Terneza: curiosa es la palabra con las que
se abandona la posibilidad de caer
y morir en la acera
por esas alas ocultas
que no dan abasto.
Y de pronto el ave chirría:
el roce preferible es
el que se da en la mente
y se desvanece sin contacto alguno.
Provocación de un objeto / Ofrenda de un cuerpo
Deben perdonarme la insolencia,
fui arrojado a las fauces de la tierra
sin siquiera saber cuál era mi numen.
Mi nombre se repite en otros rostros,
es por eso que quisiera ser
dos personas al mismo tiempo
y vivir como una sola
—poder decidir mis momentos.
¿Qué resta de humano en un cuerpo
que se proclama objeto?
Por eso, no traten de tocar
este torso difuminado.
No lo toquen, algo quiere
y no sé qué darle.
Se puede oír su llanto.
Ese es el canto de algo
que pudo cerrar la boca,
si es que alguna vez la tuvo.
Oigan bien, así de alto es
el baladro de un ser que
añora tener fauces.
Posiblemente me sea encomendado
inventar al hombre para raer
las formas que lo contienen.
He visto su sexo almendrado
como la lúcida mentira
que engendra un río.
—Milagro que nace muerto, espeso.
Es dominio en el cual rige la mortalidad
de los hombres que son niños.
Hay una prórroga en la adultez
que se posterga a causa de la zozobra.
Provocar al cuerpo es
brindarle el gusto de ser real.
Muerte y vida del hombre-cerdo o Quimera
I
Me cortaría el cuello apenas sin pensarlo
si mis palabras creyeran que es necesario.
Si la lepra insufrible ahondara en mi laringe
(austera, bobamente cansada)
y formulara una que otra frase
(vaga, rotundamente perdida)
que se oiga tan lejos como un tosido,
que a media voz se percibe de cerca,
en un brutal llamado al hombre-cerdo.
II
Mi boca es un péndulo, quimera,
tus puños no dejan de ser el viento.
Escupitajo que cae en el rostro,
en un viaje de ida y vuelta al
más íntimo de los sacrilegios.
Aquí, o en cualquier parte,
sabré que tu atroz caricia
flota en algún otro sitio
más allá de mi propio aire.
Cada paso es un abuso
y en tus ojos colma rabia:
pégame, hombre-cerdo,
haz de mí el plato de
vísceras que hay a la orden.
III
Y estaré tranquilo, quimera.
Que no nos hagan reír a nosotros,
los últimos que quedamos de
la longeva estirpe de los falsos condenados.
Que no nos hagan reír, quimera.
La piel es la ropa que uno carga
por más que le apeste hedionda a vida.
Sácala al sol, pero no digas más su nombre,
porque sabes que los malos recuerdos
se pudren cuando de improvisto se los esconde.
El hombre-cerdo entregó la llama.
Yo solo, inocentemente, incendié
la tragedia que llamamos hogar.
IV
La balanza se inclina en contra del hombre-cerdo,
quien piensa «no merezco tanta compasión».
Los que reinan, los que patean coléricos
—mi vientre, el vientre de nuestras madres
los que con morbo perturban y disfrutan
cada una de las incidencias perpetuas
del roce del cuerpo conocido,
los que comen tus costillas cada día
sobre tu propia mesa y beben
a vasos grandes el jugo de tu bilis,
nunca conocerán tu nombre, quimera.
Pues el día que moriste, nadie hizo fiesta.
Obelisco, recuerdo y todo lo que quedó fuera
I
Registro los días que se prolongan
midiendo los segundos
de párpado a párpado.
Me doy cuenta de que
hay olvido en lo ordinario.
Encuentro un aviso consiguiente,
la noción de una náusea pasajera
es lo que no me enferma.
Al ver cómo se extiende,
noto que la disyuntiva de
la normalidad desgarra
el velo pardo
que ha cubierto cada poro
de la faz del año,
de los años pasados.
II
Recuerdo:
la fruición remota era
despertar en cama ajena.
Solo, añejado en aquel espacio,
los ojos descubren un mundo abierto.
III
Cuero verde, enderézate.
Ya no más,
levántate y escudriña
la causa de tu resguardo
en el subterráneo, cavidad inhóspita.
El cartón cedido se volverá
la mortaja inoportuna;
perecerás para poder estar con ellos,
finalmente despierto.
IV
Se sobreentiende:
pese a su continua revisión,
cada noche,
la urbe cambia un ladrillo
y amarillenta un periódico
donde hubo más de un cuerpo.
V
Pese a la negativa,
la ciudad nos ha prometido
un obelisco humano.
Se trata de salvajismo:
la única respuesta que tengo.
Por Luis Ponce
L. Luis Ponce Uzhca (2001), estudiante de quinto semestre de literatura en la Universidad de las Artes, Ecuador, con especialización en creación y edición. Le gusta ver películas, escribir diarios y condenarlos al profundo abandono. Sus poemas pueden leerse en una que otra revista o plaquette digital.
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