Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara.
Federico García Lorca
Finalmente, la cuerda umbilical de mi destino no se pudo romper. Ahora, lo importante para el suscrito es que gracias a Dios estoy con el cuero a salvo, y hasta puedo saludarme con el sol que se filtra por una ventanita en la hora melancólica de la tarde. No habiendo podido acomodarme bien en mis recuerdos, sino poco a poco, es hasta hoy que voy dándome cuenta cómo es que vine a parar hasta aquí, con un agujero de bala entre el costillar y la axila derecha, por donde fácilmente podía entrar una moneda de un peso. Creo reconocer la presencia de tres parientes detrás de un biombo entreabierto, congregados por un amor triste, impacientes y con cara de sueño: mi hermana mayor, mi sobrino y la sombra menuda de mi madre, con una clara indignación en sus ojos descoloridos, como vacíos, ribeteados de lagrimones de sal.
Muy cerca mío se encuentra la sombra blanca y gruesa de un doctorcito y la de una apacible señora enfermera (eso me deja claro que me encontraba finalmente en un bendito hospital). Serán ellos quienes habrán de examinarme la herida costurada al destapar la gaza adherida a mi piel. Con la boca abierta y un aire de satisfacción, una especie de orgullo sublimado y afecto hipocrático ante los resultados, que además les provocaba un brillo peculiar en sus ojos.
Habiendo recuperado la conciencia de saberme felizmente vivo, no estoy tan seguro de que lo que me haya sucedido no haya sido sino un sueño, o quizá sí en efecto. Puesto que, estando en un principio atado a un tanque de oxígeno, con una tripa de plástico en el pescuezo y sintiendo cómo se me iba encogiendo el diafragma, grande fue mi alivio al comprobar que ahora sí podía respirar mucho mejor.
Pero me queda un reproche (lo más parecido a un mea culpa) que me retuerce la cabeza, por no haber sido precavido, además de ingenuo al momento de arriesgarme por tan poca cosa. Así pues, a sabiendas de que no había perdido la costumbre de hablar conmigo mismo entre dientes, y en el sobrentendido de que los muertos no tienen memoria, empecé a hurgar en mis recuerdos y esto es lo que puedo contarles ahora:
Soy profesor rural, incipiente (acaso con alma de seminarista), afincado por ahora
en el municipio de Tolata y ejerciendo la docencia en mi primer año de servicio obligatorio. Desde que llegué aquí supe granjearme el apego de la gente; debe ser por aquello de mi fuero interior, voluntarioso con las causas comunitarias del pueblo y su millar y medio de habitantes. Pero todo ese remanso se vería afectado porque ahora la ciudad capital estaba convulsionada. Era como un germen pululando y contagiando también a sus vecinos más próximos (es el caso de Tolata), arrancándoles su tranquilidad de pueblo chico y entonces los acontecimientos se fueron precipitando de una forma galopante.
Por las noticias recientes, estábamos al tanto de que allá fuera se había desatado un salpullido social cercano al caos, incluso con un claro tufo racista, entre otras larvas peores. Y el principal temor estaba ahora en que tal virulencia pudiera trepar los valles altos y desestabilizar nuestra apacible campiña. Previniendo entonces cualquier contingencia que pudiera afectarnos —quién sabe cuánto más podría durar el zafarrancho—, el párroco del pueblo (mejor conocido como el padre Augusto) me pidió por favor que fuera urgente hasta la ciudad a comprar algunos sacos de víveres para la parroquia (básicamente arroz, fideo y aceite), dizque porque su fiel y canilludo monaguillo se excusó por estar enfermo al haber contraído pulmonía de tanto ventilar su enclenque cuerpo en el campanario. Decía que el problema podía agravarse y, en tal caso, nada raro sería que se desate un bloqueo de caminos por cuenta de furiosos campesinos que no compartían las razones de los citadinos.
Entonces fue que yo salí de Tolata, haciendo el trasbordo brincando de un camión a otro y otro tanto a pie. Así pues, con algunas nubes de retraso, pude finalmente cruzar esos cerros del fondo en que se encajonaba la ciudad, hasta aproximarme al final de mi viaje; comprobando tristemente que aquí el mundo estaba patas arriba y una turba estaba destripando la ciudad; ahora con un cielo chamuscado, cernido de plomo y comido por los gases represivos. Había una masa densa de gentes con la cabeza llena promesas incumplidas que bloqueaba el paso de vehículos, y ganas no me faltaron de dar media vuelta y mandar todo al carajo. Pero ¿y el encargo del padrecito?
Llegando a un puente fronterizo ya se podía apreciar a una tropa de uniformados, con los dientes apretados y destilando la bilis por los ojos; en claro enfrentamiento con la poblada, que también iba armada de palos y piedras. Arrugando el pellejo, intenté primero retroceder mis pasos; luego quise también esconder mis miedos entre la maleza. Optando finalmente a evitar cruzar el puente que unía la ciudad con el campo, me zambullí en sus aguas verdes y poco profundas, como lo haría cualquier anfibio cuando olfatea el peligro.
Pero todo fue en vano. Y pasó lo que nunca debió pasar. La mala fortuna se vino a estrellar sobre mis huesos, por culpa de una bala extraviada, o con mala intención —¡vaya uno a saber!—. Acaso fue una repentina chispa de inteligencia que destelló en mi cabeza, o sería nada más que simple instinto de supervivencia, pero lo cierto es que no me dio la gana de estirar las chanclas estando fuera de mi habitad. Porque seguramente en la ciudad nadie habría de aceptar en calidad de fiambre a un forastero desconocido, por muy vecino que fuera.
Después todo fue tiempo perdido. No cabe duda que estaba en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Ni siquiera yo sabría decir cuánto rato estuve tendido en el suelo, literalmente tieso y viéndome en el espejo de la muerte, dejando escapar por debajo de la chompa un chorro de sangre espesa, hasta sentir cómo se me iba coagulando la herida casi por inercia. Acaso por un milagro, pero conservaba en la testa un tantito de lucidez y eso podía interpretarse como una buena señal de que todavía estaba con vida. Entonces fue que alcancé a oír que alguien decía que el hospital más cercano estaba al menos a tres kilómetros de distancia; en cambio, la iglesia más próxima a solo unas cuantas cuadras del lugar. Será por eso que llegó primero un sacerdote (y no era el padre Augusto), antes que lo hicieran la ambulancia y los paramédicos —se sabía que con tanto bloqueo de calles y avenidas, difícilmente el vehículo habría podido romper el cerco—; porque eso de seguir insistiendo en llamar por teléfono pidiendo auxilio para asistir a un herido, era como tirarle gritos al viento.
El religioso, que llevaba una aureola de escaso pelo blanco sobre la cabeza, traía la estola en una mano y el rosario con su crucifijo en la otra. Éste llegó jadeando al lugar del hecho, apartando con el corpachón a un puñado de curiosos que se encontraba a mi alrededor (es lo que yo podía percibir por algún resquicio de mi estado consciente); haciendo saber a todos que, en momentos fatales, su presencia como Pastor de Dios era más importante que la ciencia médica. Una escena poco común —algo parecido a una ceremonia de extremaunción— se instaló luego en plena vía pública ante aquel círculo de curiosos. Con la estola sobre los hombros y con nerviosidad senil, el voluntarioso cura dobló una rodilla y se inclinó ante mí, hablándome al oído: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu santo”. Y luego, poniéndose de pie y clavando la mirada en el cielo abierto, dijo algo así: “Te ruego, ¡oh! mi Señor Jesucristo, que recibas en tu reino el alma de este desdichado”.
Fueron tales palabras (lo más parecido al sacramento de los santos oleos) que me hicieron estremecer la piel y logró en consecuencia contagiarme un frío extrahumano en todo el cuerpo, ante la mirada clarividente de aquel resto de gentes que permanecía sin moverse un centímetro —ya no hubo más disparos agujereando el cielo, ni tan poco ese olor nauseabundo de gases represivos; sino que la calle ahora se había convertido en un improvisado salón velatorio impregnado de un fuerte olor a cirios, a sahumerios, a canela y clavo de olor entre el humo de cigarrillos—, abstraídas en una quietud cósmica, de resignación y respeto; y quién sabe si sentían algo de vergüenza en su conciencia por no haber podido canalizar el pronto auxilio de un advenedizo, que sin duda era yo; depositando sobre mí sus oraciones entre dientes. En aquel instante profundo, no estaba seguro si yo seguía todavía aquí sobre la Tierra, aleteando con un pucho de vida o, por el contrario, en calidad de fiambre. Aunque… quién sabe.
Quise compartir mi caso, ahora que me siento mucho mejor y estando seguro que, al menos por ahora, no soy parte del menú de la Calaca, la Sayona —como le dicen por allá lejos, pero aquí le llamamos Wañuy—; ese ente, sin cara, sin voz, acaso una percha de huesos, y que siempre está presente en los momentos fatales. Así pues, me acuerdo que anoche soñé que estaba vivo y hoy me desperté con buen ánimo.
Por L. Dante Gorena V.
Ganador del 2do. Premio Nal. de Cuento “Franz Tamayo”. Editoral 3600, 2017, Bolivia.
Cuentos publicados:
“Vértigos. Antología del cuento fantástico boliviano”. Ediciones El Cuervo, 2013, Bolivia. “Antología de cuentos, Zombie II”. Ediciones
Endora, 2019, México. “Antología del cuento erótico”. Revista Enuket, 2020, Argentina. “Narrativa hispanoamericana”. Revista Ruido blanco, 2020, Perú. “Cuentos distópicos”. Editorial Machente, 2020, Perú. “Cuentos de horror”. Revista Letras y Demonios, 2020, México.
“Antología literaria”. Revista Noche Laberinto, 2021, Colombia.
“Leyendas urbanas”, Revista Licor de Cuervo, 2021, México. Revista Cósmica Fanzine, 2021, México. Revista Óclesis, 2022, México. Revista Rito, México, 2022.
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