Los vecinos de Andrea soñaban con paredes más gruesas para evitarse nuevamente llamar a la policía por un caso de violencia doméstica, que en verdad era un juego de rol en la cama. Quizá una cantante de ópera tendría un rango vocal lo suficientemente amplio para distinguir que tipo de gritos emite, pero Andrea usaba el mismo tono para todo (placer o martirio).
El otro motivo para pedir paredes más gruesas era la terrible costumbre de Ernesto de golpearlas cada vez que estaba molesto. El tabla-yeso no soporta cuadros pesados ni corazones rotos. Lo peor de los episodios de sexo, peleas y reconciliaciones entre la turbulenta pareja era el perpetuo dilema de si debían o no intervenir. Con los alarmantes números de mujeres desaparecidas no se podía ignorar la posibilidad de que un día los aullidos pararan. Lo único peor que vivir con vecinos terribles sería preguntarse porque se mudaron de pronto.
La señora Felicia, del apartamento seis, trató de hablar con Andrea alguna vez. La mujer de cincuenta años concluyó que el largo ciclo de lavado de su ropa sería la ocasión perfecta para preguntarle a la joven si estaba bien. Andrea que tenía una maestría, una oficina en el penúltimo piso de su compañía, un sillón de diseñador y a Ernesto respondió que sí. Automáticamente le preguntó a su compañera de lavado si ella estaba bien. De alguna forma el episodio de la lavandería indignó a doña Felicia que sentía lástima por ella y jamás le volvió a hablar.
La superioridad moral es sobre todo una promesa vacía. Los inquilinos del edificio querían, necesitaban o no podían evitar pensar que Andrea y Ernesto eran miserables, tontos o estaban malditos. “Una mujer profesional no está para aguantar que la humillen”, “Ella es demasiado coqueta y el pobre hombre sufre” o simplemente “son una pareja tóxica” se escuchaban diariamente por los pasillos.
Creo que la única posibilidad real es que estuvieran malditos, pues ninguno de ellos era tonto y a pesar de lo que esperamos no eran miserables. Andrea y Ernesto disfrutaban su largo y complicado ritual de apareamiento que empezaba con la inocente pregunta “¿Te parece Claudia más guapa que yo?” y terminaba con el nombre de Dios usado en vano.
Andrea sabe que sus padres jamás estarán de acuerdo y evita decir el nombre de su pareja frente a sus amigas. Sube una foto al mes a las redes sociales con un largo texto sobre “todas las pruebas y tormentas que han superado juntos” para convencer a la madre de Ernesto de que son felices y les pague la boda. Andrea no se puede explicar porque sigue ahí. Sabe que sus seres queridos tienen razón, que si su mejor amiga estuviera en esta situación le aconsejaría que se marchara, pero hay una niña en alguna parte de ella que se rehúsa a soltar al hombre fuerte, guapo y exitoso que es Ernesto.
Ernesto dejó de ir a terapia después de su primera ruptura con Andrea, fue ese día después de que ella arrojará su teléfono al inodoro que entendió que jamás podría dejarla. Con Andrea rompió todas las reglas que él y sus amigos habían inventado sobre las mujeres y las relaciones. Jamás había existido una mujer a la que amara más cada vez que lo enojaba. Dejó de tratar de justificar su relación de 8 años y de llamarla capricho. A los 30 años debes aceptar que es un problema, pero dejarla era tan difícil como renunciar al tabaco.
El complicado ciclo de subidas y bajadas les recordaba de forma inconsciente a su propia infancia, a los padres emocionalmente violentos y los abusadores escolares. Como un deleite personal para Freud, el universo los hizo coincidir en una fiesta de cumpleaños. Es sorprendente cuánto puede disfrutar un ser humano su propio sufrimiento. “El sexo siempre es bueno” se convenció a si misma Andrea una mañana que tuvo que atender a un cliente al borde del llanto. ¿De verdad se suicidaría si Ernesto se va o lo dijo solo para asustarlo?
Andrea y Ernesto habían creado una incómoda rutina que empezaba con un historial de búsqueda sin borrar y se complementaba con un “Perdón, soy un imbécil” a la hora del almuerzo. Para la cena, con lágrimas o sudor, éxtasis.
Por Heidy Hernández
Licenciada de Comunicación y Letras de la Universidad del Valle de Guatemala y fue parte del International Writing Program de la universidad de Iowa. Ha participado en varios proyectos editoriales independientes como La Prefe, Ixmawiriki y Extracto.
Trabajó como periodista para la Revista D (Prensa Libre) y es parte de la antología 56 altares: filos y espejos (El pensativo, 2022).
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