Último vagón del subterráneo, exclusivo del género femenino. Sofía entró con apremio, situación extraña dado que ya a las ocho de la noche pareciera que la ansiedad de los transeúntes es sedada por el cansancio. Senos y caderas de todas las formas y tamaños. Se recargó en la pared colindante con la cabina del conductor, quien parecía haber sido marginado del lado macho del gusano naranja. De izquierda a derecha, seis vagones de falos, tres de vulvas y la cabina, que en ese momento fungía como un cuartucho de aislamiento para la persona con cromosoma XY que pilotaba el tren. Hombres, mujeres, hombre.
La historia siempre ha insistido en tener a la mujer presa, rodeada, encasillada; presa del dominio masculino, rodeada de prejuicios, encasillada en normas morales. La mujer “debe ser”, no simplemente “ser”. Sumisa a las reglas sociales escritas unilateralmente por el Hombre, de inicio, un sustantivo otorgado erróneamente y de manera general a la raza humana; apegada al noventa-sesenta-noventa y al “maquillaje natural” para no considerarse fea; envuelta en los imperativos de lo que a una “damita de bien” le corresponde.
Las nalgas de Sofía quedaron precisamente en la ventanilla de la puerta que daba a la cabina. Sentía repulsión de imaginar que el conductor podría voltear y curiosear sus redondeces, no obstante, no había más espacio al cual moverse. El único lugar disponible se encontraba junto a una pareja de lesbianas, y no es que desaprobara el hecho, pues incluso ella ya había experimentado su sexualidad en los labios de otra mujer e, inclusive, le pareció mucho más placentero que otros encuentros heterosexuales. Pero no quería estorbar la libertad, que a muchos les repugnaba y juzgaban, con la que se mostraban su afecto. « ¿Por qué existirán tantos tabúes al respecto? », se preguntó. En un mundo de extremos entro lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro, arriba y abajo, la sexualidad representaba todo lo satánico, lo obscuro, lo rastrero. Entre más heterosexual y decorosa fuera una persona, más cerca estaba del cielo. ¡Cuánta hipocresía! ¿Quién les habrá asegurado que la diversidad es tan execrable?
Sofía volteó a ver a la chava, con los aparatosos audífonos de diadema fosforescentes, que se hallaba a su lado izquierdo; tenía la cabeza recargada sobre la pared con la barbilla apuntando hacia arriba y los ojos cerrados. Al mirarla, relajó sus pensamientos y pudo distender los nervios que la hostigaban desde antes de adquirir su entrada al metro. Y es que Sofía había salido de una conferencia magistral de Chantal Mouffe, una de las pensadoras contemporáneas que más le gustaban, impartida en su universidad, cuando recién empezaba a oscurecer. Se topó con algunos compañeros de la clase de ideología política que cursó semestres atrás y se pusieron a discutir, entre risas, cómo había terminado la ponencia, puesto que el moderador, acrítico con el régimen político del momento, hizo comentarios al respecto que ocasionaron una serie de rechiflas por parte de los asistentes.
La mayoría de los compañeros de Sofía y ella misma votaron por el mismo régimen que defendía el moderador, mas no por ello eran transigentes con los errores que se cometían en el gobierno, que se declaraba de izquierda pero que repetía posturas de derecha que había jurado destruir durante su campaña política. Salvo uno de ellos, quien parpadeaba con morosidad y ya estaba demasiado pacheco para no divagar con las voces que le llegaban tardíamente de todos lados, concordaron en que, a pesar de lo ridículamente ineficaz que había sido su gestión hasta ese instante, no hubieran votado por ningún otro contendiente político para la presidencia, puesto que todos prácticamente portaban el mismo estandarte conservador y neoliberal. Su generación lidiaba con mucha incertidumbre, pero pensaron en que podrían abrirse nuevas posibilidades si se apostaba por un lado contrario.
Después de esa charla política, que tanto le apasionaban y que le originaban hondas lucubraciones, y de despedirse de sus compañeros de aula a quienes seguramente no volvería a ver en otros ene número de meses, se dirigió hacia la estación del metrobús más cercana. Dicho transporte también tenía aspecto de gusano, pero su color era rojo y no circulaba por el subsuelo. Para llegar a la estación atravesó por un puente peatonal, hallado sobre una de las arterias principales de la ciudad, desde el que se podían ver, gracias a la obscuridad de la ocasión, las luces de las casitas aglomeradas en uno de los cerros periféricos al valle de la Ciudad de México.
Desaceleró el paso para contemplar ese paisaje, el cual todavía no había sido acaparado por los edificios enormes que desde hacía décadas llegaron a infectar la capital y a corromper la vista de largo alcance. « ¡Qué belleza tan cruel! », pensó. Una belleza cruel dado que, de inicio, sólo podía observarse de noche y desde ese lugar, pero más importante aún, por ser el fruto de la sobrepoblación de una urbe cosmopolita, pero desigualmente excluyente. Estética de la podredumbre de la metrópoli.
Entretanto, Sofía se dio cuenta de que se hallaba caminando en medio de dos hombres; uno venía a unos metros detrás de ella, mientras el otro transitaba hacia ella. Interrumpida su apreciación de las remotas luminiscencias, sintió cómo los músculos de su cuerpo se fueron tensando, de abajo hacia arriba. Primero se le petrificaron las pantorrillas, luego los muslos, las tripas y los hombros, hasta que las orejas se le pusieron calientes y en el cuello sintió una suerte de escalofrío pero sin frío. Las manos le ardían, sus dedos se contrajeron y sus puños se crisparon.
Todas esas sensaciones se produjeron en menos de un segundo. Dejó de tararear en su cabeza Yesterday, como si alguien hubiera presionado “mute” con un control remoto y la canción fuera suspendida justo antes de llegar a su parte favorita: love was such an easy game to play. Ella lo percibió todo en cámara lenta, de modo tan interminable que podía apreciar hasta el más ínfimo detalle del cuadro, aunque en realidad tardó lo que tardaron cinco carros en pasar a cincuenta kilómetros por hora debajo del puente por el que los tres transitaban.
Aprovechando la soledad de la zona y que ella iba soñando despierta, el hombre de cara a ella le hizo una mueca al que venía atrás y se precipitaron a acorralarla. Sofía se dio la vuelta para cambiar de dirección cuando, de pronto, ya estaba uno tapándole la boca y respirando sobre su trenza francesa. « ¡No grites o te carga la chingada! », le gritó el otro. Repentinamente, un tráiler amarró sus llantas para frenarse y evitar chocar con una camioneta, la cual frenó de golpe y sin intermitentes previas sobre el carril derecho de la avenida Insurgentes sur. El estruendo de las llantas rechinando sobre el pavimento, con marcas de incidentes similares previos, suscitó que la gente de alrededor volteara a ver hacia el sitio de la catástrofe latente y que Sofía cayera de una vez por todas del delirio que se había creado con su agorera imaginación.
No se le podía culpar de sus alucinamientos; se vio orillada a figurar ese tipo de escenarios ya que a partir de que le empezaron a brotar los pechos había sido objeto de chiflidos y masturbaciones públicas, había sido tocada, perseguida y acosada. Así podía ayudarse a pensar en cómo reaccionaría si llegaba a ser secuestrada cuando saliera de casa, para posteriormente ser violada o asesinada, como diaria y deplorablemente ocurre con tantas mujeres en México. En su mente, cuando no pasaba por situaciones de estrés como la reciente, le era muy fácil defenderse de cualquiera, pero cuando se sucedían los sofocantes escalofríos y se entumecía, se frustraba al sospechar que si sus alucinaciones se realizaran, probablemente fracasaría en responder con efectividad. O, ¿quién sabe? Quizá los escalofríos calientes fueran la primera señal de autodefensa, como cuando los gatos se encrespan y luego saltan y atacan. Por fortuna, sin hacer menos el daño ocasionado por ese tipo de experiencias previas por las que había pasado, no sucedió nada más allá de los acontecimientos de su imaginación.
Now I need a place to hide away… Sofía liberó la respiración que había contenido durante gran parte del coro de la canción del cuarteto inglés y atendió la música que volvía a sus oídos. El tipo de enfrente la pasó de largo y el que venía en su retaguardia se quedó chismoseando las mentadas e injurias que se disparaban los pasajeros del camión y de la camioneta. Las rodillas de Sofía retomaron el impulso para seguir caminando hacia la estación. Antes de entrar al vagón de la oruga rojiza, volvió su mirada una vez más para cerciorarse de que ya no sobrevenía peligro a su alrededor y de que había un obstáculo menos para llegar sana y salva a su hogar.
Debía ser discreta, si alguien notase su inquietud, su paranoia y su miedo, estaría en completo estado de vulnerabilidad. « Nunca andes por la calle como turista », le decía María, su mamá, quien le enseñó que el andar vacilante por las calles o en el transporte público podía dar pie a que se aprovecharan de Sofía así como había pasado con ella misma hace muchísimos años, cuando la madurez ni siquiera se asomaba sobre sus carnes. De este modo se instruyó, cuando se vio en la necesidad de ir y volver sola a casa, a andar con la cabeza siempre erecta, el pecho fuerte y las clavículas alineadas, cuadradas, para mostrarse invariablemente segura de sí misma.
En el trayecto de la estación Centro Cultural Universitario a la estación Félix Cuevas iba evocando lo acontecido. Había entrado en pánico y se atribuyó plenamente la culpa; culpable por haber bajado la guardia, por despistarse en terreno enemigo: el del hombre. La cantidad de gente que bajó del metrobús para transbordar a la línea dorada del metro la alteró un poco más; recelosa de todas las personas, sobre todo de ellos, los varones.
No fue hasta que observó a la apacible mujer, cuyo hombro derecho rozaba con el hombro izquierdo de Sofía, que mitigó el revoloteó de sus angustias. Imitó la postura de la que parecía no enterarse de nada además de sus grandes audífonos y se dejó llevar por el gusano naranja hasta Eje Central, permitiéndose retomar la discusión que tenía en su mente con Chantal Mouffe sobre la polémica “radicalización de la democracia”.
Por Jennifer Ruiz Arroyo
Licenciada en Ciencias Políticas, en constante formación. Mujer en contra de los “absolutos” y en pro de la libertad de pensamiento crítico. Defensora de derechos humanos. Feminista. Amante de la imaginación que generan las palabras, aunque también del cine y la fotografía. Apasionada de las sensaciones que genera la música y el movimiento de una danza. Escéptica pero empática. Actualmente colaboro como voluntaria en una casa para personas migrantes en Monterrey, porque creo en la dignidad de cada persona y de la valía de cada historia.
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