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Los dominios del intracuerpo

Actualizado: 12 feb

Ojear el segundo poemario de Ana Carolina Zegarra ha sido un encuentro con la perplejidad. Y para justificar esto no cabe apoyarme en la diseminación de las imágenes, la jerga, tan propia como ajena, o la onomástica que abunda en muchas páginas; en su lugar, mi excusa nace del vejamen de la autoficción y la monotonía que ocultan los poemas de Víscera Beltrán.  La impresión que dejan referencias citadinas y términos coloquiales podría reducirse al conversacionalismo más predecible, pero si algo distancia este estilo de la prosificación corriente, es la precisión de la pausa; es decir, ese índice rítmico que sostiene la forma poética. La poeta no se pierde en la linealidad del dicho; avanza, da quiebres, luego sienta incertidumbre.

Los referentes reales pareciesen contradecir esto último. Sin embargo, es parte del balance verbal. Martín Adán lo ejemplificó con creces en La casa de cartón, los testimonios, cuyo fin es encajar con los hechos, son consonantes con lo incierto cuando se trata de hacer arte, pues de no serlo, perderían su atractivo. En un lado de la balanza están las alusiones parciales de Arequipa, mientras en el otro las contorsiones léxicas que se articulan inesperadamente. Descripción y desvío movilizan el verbo intestino, el verbo que viene de las entrañas. Y es que Victoria Guerrero no pudo sentenciarlo mejor: “No es un lenguaje confrontacional o visceral como ya se ha dicho. Son órganos que vagan entre textos, que gozan con el alimento…”; lo que da pie a engullir el lenguaje materno, tan lleno de ternura. A esto debo añadir que este lenguaje materno no es ajeno al arraigamiento de la voz poética, pues sería parte del legado de su Madre Tierra.

Por supuesto, la cuestión va más allá de un costumbrismo nostálgico; ya que, en realidad, delata la urbe contemporánea y, naturalmente, cierta subjetividad que la habita. Aquí es cuando empieza el vejamen, pues pese a que el foco está en la ciudad natal de la poeta y con ello se dan atisbos biográficos, la claridad de los retratos se desvanece en los versos. Conocemos los lugares: “dos velas y albacas del Avelino”, “yo soy la crítica de cortometrajes de un San Lázaro perdido”, “yo sé que Mercaderes es mi furia”. No así, desconocemos los hechos poetizados, el título de cada composición nos saca de órbita al no corresponderse, por lo menos en modo preciso, con el resto del poema: “Diseñodepágina”, “Cometa”, “Madre Sailor”. Esto es el desarrollo de una contrariedad en la que podrían encontrarse, inclusive, algunos toques cómicos, pero mantiene una seria devastación sígnica. Tal vez la confusión es la palabra clave en esta sensación percibida, la confusión en una urbe cargada de movimiento.

Ahora bien, podríamos relacionar dicho estado con el germen del consumismo que se produjo por la modernización de Arequipa, pero sería mejor abordar el aspectocosmopolita de esta voz poética. El cambio repentino del idioma comparte una apertura explícita hacia la cultura norteamericana que penetra desde hace décadas. En nuestro presente, este ingreso se hace notar más por la globalización activa que difunde sus códigos de diversas maneras. Su léxico lo delata: ataqpanik, big fish, borderline, spring, webs, etc. Conviene subrayar que la articulación de este sigue una cadencia, al mismo tiempo que complementa el bilingüismo súbito: “tres soles y un golpe súbito: Shall I goto the drugstore”, “abrir mi cráneo/ llamarte y decir and you and I”, “tengo un frío que ha cortado diafragmas del all days”. El resultado es una agitación de la consciencia, cuyas tensiones juegan constantemente en las imágenes, pero terminan por encontrar una convivencia a través de la parodia de la lengua extranjera: “a bailar: Can I go to thebaño?”. Visto así, no hay una hegemonía yanqui, en tanto su influencia se mesura en la matriz hispana de estos poemas.

Podría decirse lo mismo de la convergencia que hay con otros idiomas, tales como el italiano y el quechua. No es que la poeta presuma una poliglotía a ultranza, pero nos consta que tampoco es un acto forzado. Ella declaró su aprecio por ambas en una entrevista: “Y las palabras en quechua, cuando las introduzco, siento que fortalecen mi lenguaje […] Esa es la parte visual de Italia que me encanta, pero además su lengua es bellísima, fonéticamente me parece bellísima y para incorporarlo en la poesía siento que rompe pero que, a la vez, va con una forma armónica que no ensucia mi musicalidad”. Diríamos pues, de acuerdo a este tipo de lexemas en el libro, que lo asimilado no es solo la eufonía, sino, sobre todo, el espíritu que abren las palabras: “saró felice come a diciannve anni”, “aún albergo chogñis” son frases que conectan realidades y expectativas diferentes. Esta polifonía da cuenta de una normalidad heterogénea que se sintetiza en la voz del poemario con la mayor espontaneidad posible.

En efecto, de un poema que evoca los malls actuales a otro que referencia un viaje interprovincial de motivos religiosos, las imbricaciones culturales se hacen notar con asomos sutiles. El torbellino de estas influencias se corporiza en un temperamento sensitivo, palpitante como son las vísceras. Ya dijimos que esta alusión a los órganos trae a la mente una interioridad anclada en la lengua materna y, por tanto, del hogar. Sin embargo, lo sustancial en todo esto es la subjetividad contemporánea que se traduce. La misma que tiene la sensibilidad para captar el movimiento en la ciudad, integrar el idioma de los mundos foráneos y demoler la lengua hasta desafiar constantemente al lector. Quisiera finalizar resaltando esta acción: desafiar. Si de algo se debe enorgullecer la poesía es de sacar al ser de sus casillas, seducirlo a través de un acto incomprensible a simple vista. Ana Carolina Zegarra lleva dicha función a sus máximas consecuencias.

Parafraseando el inicio del primer poema: “Junta vecinal de Ámsterdam”, notamos la intención de masticar el párrafo para compartir el entramado de nombres que busca poetizar. Propios, ajenos, de donde vengan, la poeta los afina en un ritmo lúdico, por instantes socarrón y gradualmente fragmentado. Esto explota el componente esencial del arte: la ambigüedad. Y si bien lo ambiguo puede variar su modalidad, lo cierto es que esta poesía es ambigua por la oscuridad de los términos, así como por la secuencia caótica de las imágenes. No es solo el idioma, no es solo la jerga, no son solo los nombres, son los símbolos que nacen a partir de ellos lo que termina por consternarnos. En suma, el título de la obra no solo alude a los interiores, sino también a los exteriores aledaños. Quiero decir, remite a la contigüidad (metonimia) que ofrece el hogar en varias aristas tanto autóctonas como cosmopolitas. Beltrán es la víscera del idioma, las calles, las personas; la propia incertidumbre que produce su nombre lo asume. Apenas es un apellido a secas, una parte del todo en movimiento (sinécdoque); una que nos obliga a conectarla con las otras para captar su interior. El afuera y el adentro son inseparables, se mueven en busca de un sentido; avanzan con un orden sinecdóquico y metonímico.

Dicha estrategia tiene antecedentes en los cultismos, las jitanjáforas y los neologismos. Sin embargo, los artilugios perderían ingenio si no actuasen con la vitalidad necesaria. Me remito a Vallejo: “La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana y a primera vista se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna”. Hoy en día lo “nuevo” es un acto rebelde antes que revolucionario. Es la sublevación ante alguna de las dimensiones de la realidad circundante, tan fragmentada como expandida. Por tanto, Víscera Beltrán tiene la sensibilidad suficiente para rebelarse ante la lógica de lo evidente, la lógica de lo directo, lo banal y lo inmediato del mundo contemporáneo. Al final del día, lo relevante no está en si es una poesía llena de retoricismos actuales, sino si es una poesía que puede compartir su rebeldía en la época y, sobre todo, al margen de ella.

 

Por Edward Álvarez Yucra

Bachiller en Literatura y Lingüística por la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa y director de la revista Nuveliel. Obtuvo el primer lugar en los Juegos Florales de la misma universidad en la categoría de Ensayo (2018). Ha participado como ponente en diversos eventos académicos tanto a nivel nacional como internacional. Asimismo, ha colaborado con ensayos y reseñas en diferentes revistas y plataformas virtuales. Actualmente cursa la Maestría en Humanidades de la Universidad Católica San Pablo.

 

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