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Aprendizajes de la soledad


¿Qué es la soledad? – Pregunta el Principito.
Es un reencuentro consigo mismo 
y no debe ser motivo de tristeza, 
es un momento de reflexión.

La soledad, en algún momento de la vida, puede ser muy reconfortante.

Para llegar a esta afirmación tuve que pasar por muchas situaciones de frustración, de desesperación, de querer estar con alguien más.

Pasaron muchos años entre la sensación de sentirme sola, con mucha tristeza, preguntándome por qué no estaba acompañada, a una sensación de paz y tranquilidad al estar sola en muchas situaciones posteriores.

Sé que como seres humanos somos seres sociales y, desde pequeña, me educaron para poder socializar. Recuerdo las fiestas infantiles a las que me llevaban, donde yo prefería sentarme con los adultos y escuchar sus anécdotas, a estar con los niños de mi edad haciendo diversas actividades de juego que a mí no me gustaban.

Recuerdo que de niña fui tímida, muy tímida. Tal era mi timidez, que me negaba a contestar el teléfono. No quería interactuar con esa otra persona que estaba del otro lado del teléfono. Al fin y al cabo, sabía que no era para mí. Esa llamada era para mi mamá o para mi papá.

En esos años de niñez no tuve amigos. Iba a la escuela de lunes a viernes; en las clases era la niña aplicada que siempre estaba poniendo atención pero que no le gustaba que le preguntaran. Y cuando sucedía esto, la verdad me sentía intimidada por los profesores y sentía la mirada de todos mis compañeros sobre mí. El recreo para mí era un suplicio porque no me gustaba convivir.

Afortunadamente, se organizaban partidos de futbol o de algún otro deporte y yo prefería participar en eso, que juntarme con otras niñas y platicar. En las tardes, cuando regresaba de la escuela, mi abuela me servía la comida, platicábamos un poco sobre el día. De ahí, a hacer tareas y, cuando las terminaba, veía un poco de televisión. Todas las tardes eran en soledad. Y en esos momentos, la verdad es que no disfrutaba esa sensación de soledad. Me preguntaba por qué no era yo como otros niños que podían abrirse ante los demás con mucha seguridad.

¿Cuándo cambiaron las cosas? Cuando crecí. Dicen que lo único permanente en esta vida es el cambio y a mí me llegó cuando empecé la Secundaria. A los 13 años empecé a comprender que esta vida se trataba de hablar, compartir, intercambiar… No les voy a negar que me costó trabajo, pero poco a poco fui venciendo esa timidez para salir de mi caparazón y que gradualmente se me bajaran los colores que siempre se me subían cuando me acercaba a alguien.

Fueron años de trabajo personal para gradualmente abrirme a más personas. Ya en la Secundaria hablaba por teléfono en las tardes con algunos amigos. Incluso en el tercer año de Secundaria, casi todas las tardes platicaba con un compañero de clase que fue uno de mis primeros amigos.

Aunque poco a poco empecé a socializar, aun así no salía mucho. En mis momentos de soledad, me preguntaba por qué era diferente, por qué me costaba tanto trabajo estar con otros. En ocasiones me reclamaba mi forma de ser y de estar en el mundo. Y más allá de los auto-reclamos que aparecían en soledad, también aparecían sueños. Soñaba con crecer, salir de mi casa, conocer a un hombre, casarme, tener hijos y también un perro. Creo que este puede ser un sueño común y yo quería convertirme en un ser común y dejar de sentirme tan diferente, tan fuera de lugar.

Algo más que empecé a hacer en soledad, sobre todo después de los 10 años, fue leer un montón de libros. Mi abuelo había sido biólogo, mi papá era profesor de historia y literatura, mi mamá profesora de química, así que en la casa había miles de libros de temas tan variados que no había oportunidad para aburrirme. Y así, en soledad, los libros se convirtieron en mis amigos. Y me permití conocer a los personajes dentro de las historias. Y a cuestionarme sobre la vida y sus misterios. Incluso empecé a leer poesía y algunos versos eran ese espejo que me hablaba directamente y que tocaba mi mente y mi corazón.

La vida siguió pasando y a los 15 años hubo un punto de quiebre en mi vida. Decidí que quería hacer la confirmación, así que me integré a un grupo para prepararme. El sacerdote que nos preparó estaba a cargo de un grupo juvenil que hacía retiros de Semana Santa. El retiro era para personas mayores de 18 años. Recuerdo que a mí me dieron tantas ganas de ir a ese retiro, que fui a hablar directamente con él para preguntarle si podía asistir y me dijo que sí. A partir de ahí, me abrí más y más. Esa sensación de soledad que me acompañaba desde niña, cada vez era menor.

Terminando el retiro, me integré al grupo y empecé a vivir en carne propia el sentido de comunidad. Por primera vez en mi vida, sentí que no estaba sola y que no era la rara o diferente. Empecé a comprender que todos somos diferentes y que podemos convivir y compartir, respetando las diferencias de cada uno. Todo lo que aprendí en comunidad me dio las herramientas necesarias para seguir mi proceso de apertura hacia el mundo y hacia los demás. Y de esa manera ir rompiendo ese frasco hermético de soledad y silencio en el que había vivido tanto tiempo.

Ya cuando crecí un poco más, a partir de los 25 años aproximadamente, fui reconociendo la importancia de la soledad y empecé a buscar mis espacios para estar en soledad. Un lugar apto para estar conmigo misma lo he encontrado en la Naturaleza. De vez en cuando voy a uno de mis lugares favoritos que está cerca de donde vivo que se llama Desierto de los Leones. Estaciono el coche y camino unas horas sobre una vereda entre la montaña. Ya cuando termino de caminar, voy a un restaurante y pido algo de comer. A veces un caldo de hongos o quesadillas o sopes. Y así disfruto la comida en soledad.

También cuando tengo momentos de soledad los aprovecho para escribir, ya que me gusta mucho escribir poesía, o para leer uno de los tantos libros que aún tengo pendiente, o para meditar durante unos minutos, o simplemente para sentarme cómodamente en el sillón y escuchar música.

Desde hace muchos años descubrí que puedo estar acompañada y sentirme sola, así como puedo estar sola y sentirme acompañada. La primera opción trato de evitarla porque me gusta estar acompañada de personas con las que pueda compartir experiencias de vida y aprendizajes. La segunda opción me gusta mucho porque estando sola tengo el espacio ideal y el tiempo suficiente para reflexionar profundamente sobre una infinidad de temas.

Recuerdo que hace 10 años me atreví a lanzarme a una aventura de seis meses que me permitió contactar con la soledad de manera prolongada. Lo que hice cuando tenía 34 años fue viajar a Estados Unidos y caminar durante 6 meses por una ruta ya establecida que se llama Pacific Crest Trail, que cruza de la frontera con México a la frontera con Canadá y que atraviesa los estados de California, Oregon y Washington. Aunque sí veía personas en la caminata, no caminaba junto a ellas y, cuando convivía con la gente, era para comer o para cenar antes de dormir. Durante el día caminaba de 10 a 12 horas diarias. Y durante seis meses fue estar yo conmigo misma. Esos seis meses en soledad fue tiempo suficiente para hacer un alto en mi vida, reflexionar todo lo que había vivido, hasta dónde había llegado, los cambios que se habían generado, las decisiones que había tomado, los errores que había cometido, todas las experiencias que me habían enseñado algo… En soledad me di el tiempo suficiente de desnudarme frente a mí misma y reconocer que no quería seguir con la vida que había llevado durante los últimos años, donde me había dedicado a estudiar y a dar clases de química en una preparatoria. En soledad pude reconocer que mi pasión era estar con otros seres humanos y poderlos acompañar en momentos de dolor y de sufrimiento.

En soledad empecé a construir castillos en el aire mientras atravesaba Estados Unidos. Y puse los cimientos a esos castillos en cuanto regresé de ese viaje de transformación. Empecé a estudiar algo que se llama tanatología, que es todo lo relacionado con duelos y muerte. Y descubrí que eso era mi pasión. Poco a poco me involucré más con estos temas hasta que dejé de dar clases de química para dedicarme en cuerpo y alma a estar con el otro y para el otro.

Yo creo que el haberme sentido tan sola durante mi niñez me enseñó que no necesariamente la tenemos que pasar solos, sobre todo cuando estamos atravesando momentos muy difíciles, y en muchas ocasiones solo queremos un oído que nos escuche, o un hombro donde podamos llorar, o un abrazo que nos exprese cariño.

Ahora mi trabajo demanda de mí estar con otros, escucharlos, acompañarlos. Y la verdad lo disfruto mucho. Sin embargo, sé que estar en soledad es muy importante para mí, ya que ahora entiendo que ese espacio sagrado de reflexión es en donde conecto con mi yo profundo, donde reconozco qué está pasando dentro de mí y donde voy validando mis emociones, mis pensamientos y mis acciones.

A través de los años he podido reconocer que es igualmente relevante estar con los otros como con nosotros mismos. Si de casualidad me estás escuchando, te invito a que te tomes tiempo en soledad porque ahí es donde irás descubriendo tu propia esencia.

 

Por Luisa Ruíz

Luisa Fernanda Ruiz Montiel es doctora en tanatología y da psicoterapia, cursos, talleres y conferencias sobre los temas de duelo y muerte. En su tiempo libre le gusta leer y escribir.

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