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El espectáculo

Diría que prefiero una buena canción por encima de un buen libro. El  hecho de siempre haber querido ser un compositor famoso me alentó a esa conclusión; primer concierto de Tchaikovsky, superior a los cuentos de Poe. Pero después de asistir a un concierto muy particular ese pensamiento se distorsionó dentro de mí, en especial con la música clásica. Ya empiezo a olvidar las peripecias de ese día. Desde ya confieso mi arrepentimiento.

De aquel espectáculo me habló un familiar. Aseguró haber ido a la última función, semanas atrás. Dijo que la organizadora no era muy conocida, y que tampoco recordaba su nombre. Según él, la autoría del espectáculo se le debía a un showman de aspecto extraño y esmirriado, capaz de tocar seis instrumentos a la vez, y deformar su cuerpo a escalas horrorosas. Incrédulo, solicité más detalles del asunto, pero afirmó no recordar otra cosa. Me dio un contacto para comprar boletos. Decidí que iría yo solo. La próxima función era el día siguiente, en un pequeño teatro.

 

Llegué. Me asignaron una butaca, una de muy atrás. El graderío era muy amplio, tres círculos de asientos a diferentes niveles. Todos comían alguna botana, no sabía de dónde las habían sacado. Era el único que destacaba por no tener una fritura. Yo y el público esperamos mucho antes del comienzo. Anunciaron la tercera llamada y el telón se abrió. No esperen un informe ebrio de relleno innecesario, pues los pormenores de lo ocurrido fueron muy directos. Aunque ya empiezo a dudar, porque vistas desde la memoria, muchas cosas parecen un sueño. Al abrirse el escenario vi un piano de cola. De la derecha emergió un hombre. Hicimos contacto visual. La escasa ropa que vestía era un huarache y un taparrabos. Estaba sucio y presentaba cabello y barba de mendigo. Nos dio la bienvenida en varios idiomas. Sabía hablar al revés. “Echon atse nóirtifna us éres” nos dijo. Pasada una hora, o tal vez cuatro, ya nos había deleitado con piezas de Schubert. Del piano continuó con la misma música, pero en guitarra. Tocaba las seis cuerdas con un dedo y el piano con una sola mano. Grand valse brillante, guitarra y piano al unísono. Después sacó una armónica, se la metió a la boca y ahí la mantuvo, agregando un tercer instrumento. “¡Neturfsid ol euq orepse, Bitte!” En cuarenta minutos terminó la pieza y hubo silencio, una especie de medio tiempo sin que el telón cayera.

Lo recuerdo, antes de continuar estuvo meditando y, de la nada, pegó un enorme salto para levantarse. Se quitó el taparrabos y aventó su sandalia al público, quedó desnudo al completo.  Nadie hizo nada al ver esos vellos negros y un escroto caído. Lo que siguió me resulta borroso. Me empecé a sentir mal, me dolía el pecho con pulsos que se extendieron a la garganta. Era como una peste saliendo de ese hombre con cada segundo que lo miraba. Al poco, se me taponó la nariz y mi cabeza empezó a doler. Luego hubo sonidos más suaves, sonidos que me enamoraron, por eso no quise irme. El hombre sacó un flautín de esos largos e hizo su magia. Tocó una melodía precisa que me recordó a un bardo medieval o algo así. El público estaba a gusto. Hizo con la flauta varias sinfonías, pero había algo extraño: interpretaba a una sola mano, era como si dedos invisibles presionaran las otras llaves. Todos estaban atentos y seguían comiendo. Yo aún tenía el antojo. Como era el único sin comer, me hice destacar a los ojos del influenciador. La música para ese punto me tenía muy extasiado, por lo que clavé mis ojos al cielo para disfrutarla. Permanecí así muy poco, al parecer el influenciador me vio de esa forma e interrumpió su sesión. Se escuchó una dramática escala de arpa. Caminó al frente del escenario y gritó: “Miren eso, al parecer alguien tiene mejores cosas en que pensar. Pero eso no justifica su falta de interés en mi show. ¿Cúal es tu nombre?”  “No, no, solo apreciaba su música señor, además tengo hambre”, contesté. No recuerdo si el diálogo continuó, pero un camarero me sorprendió con una caja de palomitas. Nunca las ordené,  y no traía dinero, pero acabé por aceptar. “Son doscientos pesos, la comida se paga al final, pero tú no tienes con qué pagar me doy cuenta” oí.  No se me ocurrió otra cosa más que el influenciador me había leído la mente. Mi dolor de garganta empeoró y, de la pena, empecé a sudar, mas a nadie pareció importarle. 

El resto de la velada me seguí sintiendo mal: dolor de cabeza, dolor muscular, incluso atraje varias miradas con una tos seca. Había algo de ilógico en ese concierto, no se limitó a las curiosas coincidencias que ya mencioné. Cualquiera que lea esto me dará la razón en breve. 

Muchos dicen que piezas como “Blauen donau” son cliché para la vieja escuela. Bueno, no fue aburrida esa vez. El influenciador dejó la flauta y sacó una guitarra. Ejecutó el Danubio azul en ella, jamás lo había oído así. Casi al terminar, ya nadie comía botanas, el público estaba satisfecho. Nadie ordenó más de comer y yo, debido a mi estado de revulsiva confusión, seguía con las palomitas al tope. El hambre se me fue desde que el camarero me sorprendió con ellas. Entonces el influenciador gritó que ya nadie le prestaba atención: “Signore e signori rovaf rop nóicneta us”.  Me quedé inmovil, fue como si el profesor regañara a sus alumnos. “¡Pidan más, compren más!, exclamó a gritos. Sin embargo, el público no reaccionaba, seguramente pensaban que era parte del espectáculo. El influenciador empezó a lanzar insultos al revés y contar chistes malos. “Sotup sotidlam elnedna”. Yo pensé: “Maldito altanero, ¿por esto vine hasta acá?” Aviso que me arrepentí de pensar eso.

Dos horas y no sé cómo, a mucha gente le faltaban las manos. A mí no. Me había acostumbrado al malestar de garganta, pero seguía respirando el característico olor a estar enfermo, es un aroma a que te silba el pecho; por tal razón me dormí poco menos de diez minutos. Fuera de eso, me encontraba bien. Y cuando miré al escenario, el influenciador carcajeaba y tocaba el piano en frenesí. Lo acompañaban como veinte manos flotantes, las manos del público. ¿Aluciné? Posiblemente sí, pero qué más podría recordar. El showman se manoseó el viril, y del prepucio, sacó una flauta blanca, no el flautín de antes, una clásica flauta escolar. Soltaban una melodía desconocida para mí que estimulaba mi febrilidad. El desnudo con la flauta, las veinte manos en las teclas, personas ocultas detrás de los bastidores, cada elemento mezclado y confuso. Se intercalaban entre blancas y  sostenidos. Lo novedoso era más visual que auditivo. Me di cuenta de que en medio de la música me había acabado las palomitas. Humedecía mis labios secos; permanecieron deshidratados la noche entera.

 

Volví a dormirme, eso no le agradó al showman. Me reincorporé y tres guardias de seguridad me rodearon, traté de escapar entre los asientos, pero la gente ayudó a atraparme. Me llevaron a la fuerza al escenario. Ahí, mientras las manos tocaban música de suspenso, una pierna sin cuerpo apareció de la nada. Yo estaba sometido por los guardias. Hubo un redoble de tambores, comencé a gritar. Entonces me pateó la cabeza y me decapitó. El público aplaudía, los que tenían muñones en las muñecas, también. Su acción se reflejaba en sus manos musicales, como si tuvieran manos a control remoto. Pasó un segundo, vi mi cabeza metros a lado de mí, sonriéndome. Si se preguntan cómo pude seguir viendo si mis ojos se fueron con mi cabeza, ¡tremenda pregunta! Sobraba mi cuello, el resto de mi cuerpo era igual, pero lo otro yacía a mi derecha. Mi propia cabeza pareció cobrar autonomía. El influenciador dijo que regresara a mi asiento. Escuché burlas y abucheos, no sé si condenando el acto, pero eran hacia mí. A lo lejos, veía mi rostro, como el molde de una máscara que participaba en el show. “Un gordo extranjero visita un doctor en México y le dice: “¿Con qué moneda quiere que le pague la consulta? Puedo darle dólares.” “Peso, por favor.” “Ciento cincuenta kilos" dije a la audiencia y ellos rieron, pese a que el cómico era una cabeza recién arrancada. Ninguna otra persona me volteaba a ver; el pedazo de cuello que era. No pude evitar preguntarme lo siguiente: ¿el público se reía de mis chistes o de los de mi cabeza? Es como el barco de teseo. Era ignorado y aplaudido a la vez. Esa noche me asesinaron (al menos físicamente), y nadie hizo nada. El público asumió que fue un truco muy bien planeado. Por las butacas corrían susurros de “¡que buen guión!”. Gracias a no tener cabeza mi cuerpo pesaba menos. No necesitaba dormir, comer, u otra cosa. Me limité a estar erguido en el asiento. El espectáculo concluyó pasados cuarenta minutos. Hubo más extravagancias y al fin cayó el telón. Me hizo perder la cabeza. 

Salí del lugar. Veía que me llevaban a un camerino. Entré a un bar, choqué con varios hombres. Ordené tres cervezas. Luego, el sabor amargo se combinó con una armonía; un arreglo sinfónico y horripilante de música clásica, era el próximo show. Imagine lo siguiente: si escucha al unísono seis canciones que le gustan mucho, las terminará odiando. No puedes apreciar ninguna, no captas nada. La melodía que se forma de esa combinación es revoltosa y mareante. Pruébelo y verá que no aguanta. Bueno, mientras estaba ebrio, en el teatro me seguían atormentando. De Do a Si, de Si a Do. “¡Ya por favor!”, “¡Basta!” pensaba. Mientras tanto el público veía la función y se divertía. Cuando llegué a casa solo pensé en dormir, no pude hacerlo porque no lo necesitaba. Estuve llorando la noche entera; me sentía aprisionado, y no podía suicidarme. En consecuencia, una rajada salió de mi cuello y me desangré. Después mis ojos se cerraron.

Hoy ya no soporto. Para comprenderme mejor intente lo de las canciones. De tanto escuchar los sueños de Liszt, ya no provocan nada. Ahora soy algo parecido a un artista inconsciente. Temo que en unos días esté listo para el próximo acto; el influenciador llamará mi cuerpo. Cualquiera que sea el truco, la gente gritará de alegría. Hace poco un señor me felicitó por la actuación. Dijo que mi cabeza da excelentes funciones los viernes, y que hace maravillas con la boca; no pregunté cómo supo que era mía, pero respondí: “aunque ya no puedo pensar en nada malo, tampoco en nada bueno”. 

Así es mi situación. Estoy liberado en absoluto, y al mismo tiempo tengo la cabeza llena de cosas. Aduya. Etnaixifsa se ay, odaisamed edualpa em etneg al. 

 

Por Michael Velázquez Flores

Soy un joven autor que le gusta mucho la literatura, las cosas fantásticas e imaginativas. He sido publicado en revistas como “La Tabla Esmeralda” de Axel Leandro en su segundo número; la revista “Retazos de ficción” y la revista Dogevena Toximorox. Además, gané el primer lugar en cuento corto y cuento largo en el concurso local “Vibrart” de la escuela donde estudio. Mis géneros favoritos en literatura son el fantástico, el horror y los clásicos.

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