Naciste en 1983, y aunque no lo sabes, tu vida es un anuncio vintage de Coca-Cola esperando a pasar en la televisión a las tres de la tarde. La nostalgia es tu idioma nativo, aunque a veces ni siquiera entiendes por qué. Tu infancia no tuvo Wi-Fi ni teléfonos inteligentes, pero tu memoria la edita como si todo estuviera en 4K.
Te acuerdas de los comerciales de los ochenta, esos que te decían que el mundo era más brillante, más feliz, más simple. Que, si tomabas Yakult, no solo eras sano, también eras especial. Que, si usabas los tenis correctos, podías ser el héroe del recreo.
"En mi tiempo, las cosas eran mejores", dices, mientras escuchas en Spotify la música que antes tenías que grabar en un casete con el riesgo de que un locutor arruinara la canción hablando al final. Pero la verdad es que no eran mejores. Solo más complicadas, y eso les da un encanto que no quieres soltar.
Te acuerdas de las tortillas de maíz envueltas en servilletas, de la canción monótona del camión de los helados, y del sonido del televisor cuando lo apagabas, ese zumbido eléctrico que desaparecía poco a poco como un fantasma.
Los sábados eran para levantarte temprano y ver caricaturas que solo pasaban una vez. Si te las perdías, te jodías. No había streaming, solo VHS rentados en algún videoclub del barrio, no había "ver después" al alcance de un click. Lo que había eran comerciales de Cheetos con Chester bailando breakdance, y tú pensabas que eso era lo más cool del mundo.
Cuando hablas de tu infancia, dices cosas como "éramos felices con poco". Pero la verdad es que no sabías lo que faltaba, y eso era lo mejor. No sabías que un día las cosas serían tan inmediatas que perderían el valor.
Tu primer videojuego fue un cartucho gris que tenías que soplar para que funcionara. Mario no podía saltarse dos cuadros de texto porque ni siquiera había texto. Era pura acción, pura repetición. Pero te encantaba, porque era el único que tenías.
En la escuela, las tarjetas de Dragon Ball, los Tazos y las Pepsi cards eran la moneda universal. Y si tenías suficientes repetidos los intercambiabas por gansitos o pingüinos. Los libros de texto tenían ilustraciones que hoy te parecen hechas con Microsoft Paint, pero en ese entonces eran arte.
Recuerdas las fiestas infantiles con payasos que daban más miedo que risa. El pastel con betún que se quedaba pegado en tu paladar. Los globos metálicos de Pikachu que costaban más que el regalo del festejado.
Y ahora, en 2025, ves a los niños con sus tabletas y sus juegos online, y por un segundo, sientes lástima por ellos. No saben lo que es jugar a las escondidas hasta que te gritan que ya es de noche. No saben lo que es comprar un mazapán y abrirlo con cuidado, como si fuera una bomba, para que no se rompa, echarle salsa tanta valentina a los churros que terminaban siendo más caldo que otra cosa.
Pero luego recuerdas que tú también te quejabas. Del camión destartalado con forma y tamaño de un lata de sardinas, de las tareas interminables, de la tele que perdía la señal de la antena justo cuando empezaban Los Caballeros del Zodiaco. Y piensas que, tal vez, la nostalgia no es por el pasado.
Tal vez la nostalgia es por lo simple que era no saber que el futuro siempre iba a parecer más complicado.
Guardas tus casetes, tus cartuchos de Mario, tus gansitos a medio comer en la memoria. Y ahí se quedan. Porque, aunque odies admitirlo, el pasado siempre va a ser mejor cuando ya no lo puedes tocar con las manos.
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Por Victor David Manzo Ozeda
(Mexicali, Baja California, México)
Soy autor de las novelas “El diario de una mujer dormida” y “Oneiros”, así como de la obra de teatro “El último Berserker”, las cuales se pueden encontrar en Amazon. Actualmente trabajo en una novela y en una serie de cuentos.
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