-Extraño darle su beso de buenos días. Tengo guardados aquí adentro un montón de besos sin usar. Pero no importa. ¿Sabes por qué? El amor, querida niña, no se muere. El verdadero amor muta, espera a ser transformado. El amor es eterno.
La psicóloga asintió a Doña Marta, que se puso de pie. Su bastón le daba equilibrio, su sonrisa, rodeada de arrugas, la adornaba con triste dignidad. Orgullosa y lenta, abandonó el consultorio. Era la última sesión a la que asistiría.
Seis meses de ir cada semana a ese lugar. De aprender a vivir sin Guillermo, de intentar convencerse que la vida como la conocía, terminaba.
Ese sábado cambió su rutina. Esa mañana no pasó a Luna, su nueva librería favorita, escondida en una calle oscura del centro. Esta vez no hacía falta aprender más. Sabía lo que necesitaba. Tenía, por primera vez desde esa madrugada fatídica en el hospital, un plan.
*
La tarde fue familiar. Sus tres hijos, con sus esposas y niños, llegaron con comida y bien intencionada compañía. El que tenía menos tiempo de casado, no se separaba de su esposa, y el que llevaba más de siete años de relación, apenas tocaba a la suya, más socios que esposos. El amor se transforma, pensó Doña Marta.
La anciana pasó toda la reunión en su terraza. Veía a los nietos correr por el jardín. Correteaban a Betty, la cabrita que la señora había comprado para no sentirse sola. Veía rasgos de su sangre por doquier. Sus maneras en un par, sus ojos en otro. Y en el más pequeño, Luisito, de siete años, toda la postura, incomodidad y tranquilidad de su marido.
Se limpió una lágrima y suspiró, no tanto de tristeza, sino de esperanza.
Su hijo menor, el padre de Luis, se acercó a su madre. La bulla de la familia adentro era suave y nostálgica, cálida.
-Yo también lo extraño, ma -recargó su cabeza en el hombro de su madre-. Pareciera que no se ha ido. La casa aún huele a él.
-¿Crees que tu hijo quiera pasar la noche aquí? -preguntó absorta en el niño que corría tras sus primos.
-Tendría que preguntarle a Fátima, le prometí que…
-Déjame convencerlo -tomó la mano de su hijo. Era difícil negarse a su mirada, tan sola y frágil.
-Lo que quieras, ma.
Y así lo hizo. Bastó con ofrecerle al pequeño hacer galletas y ver películas, solos, sin los primos que no lo juntaban, para que Luisito se entusiasmara.
*
Caída la noche, niños y adultos, un tanto sobreexpuestos a la ausencia del padre y abuelo, iniciaron la retirada.
Los padres de Luisito abrazaron al pequeño y listaron indicaciones sobreprotectoras que Doña Marta no escuchó.
Una vez solos, la anciana besó la frente del niño, igual que hacía con su marido.
-Te pareces tanto a tu abuelo.
-Mi papi ya me lo había dicho, abu -dijo orgulloso.
-Llámame Tita. Así me decía tu abuelo.
Hicieron galletas con chispas de chocolate mientras escuchaban álbumes de los Rolling Stones. Bailaron y lamieron la masa de los cucharones. Rieron y cantaron como si la ausencia no fuese permanente, como si la inocente ignorancia de Luisito fuera contagiosa, y la mujer, llena de heridas de vida y amor, pudiese elegir no sentir la inevitabilidad.
A eso de la diez de la noche, se sentaron en la sala a ver películas, acompañados de un montón de galletas. El niño estaba exhausto, y no pasaron diez minutos para que se echara en el sofá, la cabeza en las piernas de su abuela.
Doña Marta pasó los dedos por el cabello abundante y sudoroso de su nieto.
-Hijo -le susurró con algo parecido a la vergüenza-. ¿Te gusta tu vida?
-Me gustan las galletas -contestó con seguridad y poca atención. Su respiración se tornó profunda y unos leves ronquidos acompañaron a los diálogos de la película.
La anciana dejó de acariciarlo. Prestó atención a la pantalla, donde madre e hija intercambiaban cuerpos. De repente volteaba a la ventana y admiraba a la cabrita pasearse, serena y curiosa por el jardín, igual de inocente que el niño, pura de todo dolor. Perfecta.
Tres películas transcurrieron. La noche enfrió la casa, la luna llena iluminó con lechoso cobijo las tejas de la residencia, puestas alguna vez, hacía muchos años, por Don Guillermo.
Doña Marta no se durmió. Vio las películas sin verlas. Pensaba en su marido, en el amor que no muere, en las segundas oportunidades.
A las dos y media de la madrugada, cargó al niño y lo subió al que alguna vez fuera el estudio de su marido. Jadeó de cansancio y tuvo que tomarse un rato para recuperarse y bajar de nuevo. Salió al jardín, jaló a la cabrita de su lazo y la metió. Subieron juntas los escalones, uno a uno. Al internarse en la habitación, el animal se puso nervioso. Chilló y se escondió en un rincón del oscuro espacio, iluminado por un rayo blanquecino de luna que parecía husmear lo que Doña Marta le ofrecía.
Luisito, acostado en el círculo del piso, entre símbolos de tierra roja, no sintió ninguna incomodidad. Los chillidos de la cabra no lo despertaron. Las gotitas en la leche que le había servido la abuela lo tendrían dormido el tiempo necesario.
Doña Marta, entusiasmada y convencida, tomó del escritorio lleno de libros que había estudiado por meses, la urna con las cenizas de su Guillermo. Besó el contenedor y le sonrió socarrona, igual que hacía antes de la partida.
Abrió el envase, y con manos temblorosas, vertió las cenizas sobre su nieto, perdido en un sueño en el que su madre corría con él y le gritaba que no parara. Las partículas de ceniza se quedaron suspendidas por buen rato, evidenciadas por la luna, antes de aterrizar en el niño.
-Vamos, Betty querida. Es hora -dijo con ternura a la cabra, mientras la arrastraba al centro del círculo.
El animal chilló, aferrado a su grácil existencia. Chilló al ser sujetada y chilló, a medias, al sentir el filo del cuchillo rebanarle el cuello.
Doña Marta no dejó de ver la luna, su promesa de justicia. No había razón por la que tuviera que pasar los años que le restaban sola, sin la caricia de Guillermo, sin su voz rasposa y despreocupada.
-Regrésamelo -pidió a la luz, blanca y poderosa-. Llévatelo a él -señalaba al nieto-. Usa su cuerpo.
Lloró mientras lo pedía y repetía sin parar. Lloró de esperanza, quizá también de culpa. Lloró y sus lágrimas cayeron para mezclarse con las cenizas bañadas en sangre sobre el rostro del niño.
-El amor no muere, el amor se transforma, el amor es eterno -se repitió hasta caer en un estado de ensoñación, entre el aquí y el allá. Un jardín, Luis corriendo con su madre, gritos, la luna roja sobre ellos, una mano fuerte y conocida en su hombro…
*
Despertó aferrada al niño envuelto en la pegajosa mezcla de sangre y ceniza. No había rastro de la luna. El sol empezaba a salir. Los pájaros cantaban a lo lejos.
Doña Marta no se había percatado. Luis tenía los ojos abiertos. La veía atento. Inocencia en su mirada, así como una paz que le revolvió el estómago a la anciana.
-¿Estás bien, Tita? -preguntó el pequeño, su carita ensangrentada no parecía entender lo que sucedía.
-Lo estoy ahora -proclamó Doña Marta, sin la seguridad de nada, aferrada a la idea de la frágil posibilidad, antes de dar su tan añorado beso de buenos días.
El amor no moría. El amor era eterno.
Por José Servín
Psicólogo, escritor y músico mexicano, residente de la CDMX. Ha publicado desde el 2021 cinco cuentos con Iguales Revista, y uno de esos relatos, “Vecindad”, fue elegido para ser narrado en el Podcast NOB en diciembre del 2022. En enero de este año, su cuento “Abismo” fue seleccionado para formar parte de la colección física de cuento urbano por la editorial Palabra Herida. Por el lado musical, José debutó su proyecto solista en julio del 2022, con los sencillos “Respira” y “Lo que se fue”, compuestos y musicalizados por él.
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