Instinto e inteligencia
La inteligencia en el ser humano ya no está desprovista de instinto, y viceversa.
Siguiendo una idea de Oscar Wilde: pensemos en vivir y existir. Y tratemos de encontrar en ambas acciones la diferencia de usar más la inteligencia que el instinto. Podemos, entonces, decir que las personas que solo hacen uso inconsciente de su inteligencia y de su instinto indistintamente, sin elección consciente de cuál se encargará de la acción en turno, son seres humanos básicos, alejados del superhombre y de la supermujer. Son seres que simplemente existen, la vida no pasa conscientemente por ellos. Por otro lado, ser consciente de la vida, de su poder y alcances, de su importancia en nosotros y para nosotros, es lo que nos hace vivir de verdad y encontrar, con mayor facilidad, un sentido de vida, individual o grupal.
El dominio sobre nuestras extremidades vitales, que son nuestro instinto e inteligencia, aquellas sobre las que avanzamos hacia el futuro de nuestra especie es, lógicamente, lo que debemos aprender a hacer lo antes posible. Pero no existe una sin la otra o fuera de la otra, una permea al otro y el instinto hace lo propio con la inteligencia.
Hacerlo nos permite volar en ideas y palpar con la carne lo material. Nuestro aprendizaje integral estaría siempre activo y listo para dar frutos si nos esforzásemos cada día por mejorar nuestras herramientas.
El mundo organizado
El sistema, como gustamos en llamarle hoy a aquello que sentimos que nos obliga a hacer todo lo que no queremos, es el resultado de las ideas establecidas para un “mejor” convivir. Claro que he usado comillas porque, por varios siglos, quedaba en el juicio del hombre, del varón, decidir lo que era lo mejor, haciendo de la historia lo que conocemos y dejando a la mujer “al borde de un ataque de nervios” desde hace mucho, pero evidente hasta que dio origen a la psicología; interés de estudio que supone el deseo del hombre de explicar lo que no entiende que ha ocurrido en la mente de su compañera y en las nuevas generaciones “envenenadas” con su “enfermedad”, a la que llamaremos “desobediencia”. Uso comillas porque estoy siendo evidentemente sarcástica, no considero la desobediencia civil como una enfermedad si la sociedad o el sistema es lo que está enfermo, en todo caso, es un movimiento de queja del mismo, como la tos o el estornudo, la búsqueda de la cura, eso es asunto de la filosofía, misma que puede ser el mismo boticario que expide un veneno, según quien lo compre, quien lo use. Es decir, la filosofía es una herramienta primordial para la sanación individual y social, pero también puede ser usada para seguirlo enfermando, por eso es necesario volver a su estudio concienzudo y observado.
Volvamos a nuestros “enfermos” de desobediencia. El perfecto mundo organizado por y para el hombre se comienza a salir de sus manos. El hijo comienza a ver sinónimos de su madre sumisa y abusada en otros sistemas del que su hogar se desprende: la maestra, la secretaria, la niñera, y siendo más abstracto, analítico y sensible, en la educación, en la justicia, en la patria o en el campo.
El abuso del dictador de las leyes que solo lo benefician a él comienza a ponerse de manifiesto en libros, en arte y en las actitudes de los jóvenes.
¿Rebeldes sin causa?
¡Qué buena forma de querer pasar por locos a quienes se comenzaban a oponer al sistema! La fórmula les había bastado antes para meter a miles de mujeres a manicomios, o para quemarlas por brujas. Pero ahora era diferente, porque eran los hijos el problema, y las madres los apoyaban.
La sugerencia de “Debes obedecer a tu padre” cambió por la de “hazme caso, hijo”. Mientras el padre celebraba todavía los últimos fuegos del antiguo régimen, evitando ya estudiar, embriagándose, mal creyéndose ecónomo y, los menos, metiendo en sus costales de avaricia el mundo entero. El hombre seguía creyendo que tenía en la mujer a la educadora de su organización y no se equivocaba, y aún la tiene en muchas.
Basta con que una se dé cuenta de que ese “hazme caso, hijo” le sirve para educar con amor a la siguiente generación (incluso sin necesidad de ser madre) y de que pueda borrarle la educación del régimen caduco de la mente, para tener a al menos un par de desobedientes civiles, revolucionarios, insurgentes de la evolución humana.
Libertadores de las ideas y las acciones.
Libertadores
¿Pero libertadores de qué ideas y acciones?
Si todo es como debe ser, de las ideas que no permiten la vida digna del ser humano en el planeta.
Si todo es como debe ser, nuestras propias herramientas vitales nos deben llevar a la subsistencia, de preferencia, sana y evolutivamente creciente.
Si todo es como debe ser, rescataremos de las manos del hombre descuidado, holgazán y nocivo (no del superhombre, él está en pie de lucha) la vida en todas sus nobles instrucciones. Deberemos volver a aprender a leerlas y ejecutarlas, recuperar la validez de nuestra existencia en el reino natural.
¿Cuánto tiempo nos tomará? ¿Aún estamos a tiempo?
Tanto tiempo como tardemos en transformarnos en supermujeres y superhombres.
Una supermujer se construye desde el reconocimiento de toda su individualidad, de todos sus derechos y de todas sus obligaciones reales, no las infundadas y hábilmente difundidas por comerciales de televisión, las habladurías, las normas de etiqueta, las religiones, la educación formal y las normas sociales.
Si nuestra sociedad está enferma, no deberíamos confiar ya en nada de eso para calibrar nuestra moral.
Ahí donde a la mujer le falta un derecho que el hombre tiene, el sistema está enfermo. Y lo mismo ahí donde se le exige una obligación que al hombre no. Y viceversa, que es muy importante a tomar en cuenta que el sistema puede ser nocivo para todos los géneros. Y lo mismo frente a cualquier minoría sin voz ni voto en la organización.
Sabremos que hemos triunfado cuando el propio sistema nos permita vivir una individualidad satisfactoria y digna a cada uno. Así de lejos estamos y así de cerca, también. Es nuestra elección.
Mientras que eso no llega, hay que luchar; y si ya llegó a mi casa, luchar en otros sitios, ir a buscar la liberación de todos, la dignidad vital en todos, puesto que somos gregarios y nos necesitamos.
De nada me sirve vivir si mi ser amado está moribundo.
De nada me sirve crear o generar ciencia, tecnología o arte, si no hay seres que puedan disfrutarlos o usarlos. Los necesito y me necesitan. Es y ha sido uno de los peores errores del capitalismo engañarnos al decir que la individualidad sirve solamente para sentarse a descansar lo más cómodamente posible sin pensar en los demás, sin pensar incluso.
El sistema económico de tendencia capitalista o neoliberal convierte al ser humano en amaestrador y cazador del ser humano. Para que solo esos contados tiranos sobrevivan y si solo los tiranos sobreviven, nuestra especie estaría condenada a la extinción porque la vida nunca obedece a las leyes de ninguna tiranía.
El sentido del ser humano es llevar dignamente la vida dentro de sí.
Si ella no es llevada así en un ser vivo, le abandona, en cada paso evolutivo.
Un ejemplo corto y claro de ello es que el conteo de esperma en el hombre occidental ha disminuido drásticamente en la última mitad de siglo, ¡en medio siglo! Las causas aparentes son los químicos en los alimentos.
El capitalismo ya está tomando víctimas, víctimas que no saben por qué tienen que lidiar con tantos problemas y esperar al fin de semana para sofocarlos en alcohol, en paseos vanos, en televisión, lo que sea. Víctimas en las que la vida no pidió nacer y, por ello, se desentiende de ellos.
Su vida carece de dignidad tanto como la vida de un muerto de hambre en el mundo esclavizado.
Son víctimas que morirán sin que importe cuántas series o partidos vieron, cuantos años dieron a una oficina o a un matrimonio o cuánto alcohol bebieron. Y no importa, a ellos no les importa, a sus seres queridos no les importa y a su sociedad tampoco, porque está enferma.
Y la vida se verá beneficiada toda sin ellos.
Subirse a la evolución
Son palabras duras, pero las necesitamos.
Existe, en toda reunión, la persona que, ante conversaciones como esta, se da la vuelta diciendo: ¡ay!, ¡qué aburrido!
Ellos han decidido (o han sido educados para ello) que esas no son palabras duras, sino solo aburridas. Ellos están más lejos de lograr aportar algo que nadie. Escucho a niños por doquier decir: “mamá, estoy aburrido”, y de inmediato la madre le acerca una pantalla, un dulce, un juguete, lo que sea.
El aburrimiento se convirtió en el instrumento de terror de ese ser humano básico que no subsistirá ni siquiera al recuerdo de dos generaciones más.
Porque fue el aburrimiento lo que dio origen a nuestros superhombres y supermujeres. No distrayéndolos, sino dejando que la propia búsqueda vital de salir de ese marasmo de basura humana hiciera su trabajo en ellos.
¿Qué ocurrió a nuestros rebeldes “sin causa”, nacidos de la lectura de filosofía y de la observación de las injusticias del mundo?
Muchos de ellos no lo saben, y creen que ese vacío en su razón de ser se llama aburrimiento, para lo que el sistema les brinda de todo, incluso series exponiendo su problema. Ya están totalmente sedados como para darse cuenta de su condena. Muchos de ellos deambulan por todos lados y nos miran con esos ojos que gritan: ¿Qué hago aquí? ¿Para qué nací?
Y al mirar horrorizados sus rostros hacemos lo que el sistema propone, que es invitar:
¿Nos distraemos?
Algunos han sobrevivido, y figuran como líderes de opinión aquí y allá, escribiendo libros, dando conferencias, escribiendo canciones, pintando sus ideas, educando a una familia, siendo seguidos por masas en las redes sociales, dirigiendo todo tipo de grupos, etc. Queda en nuestra propia inteligencia ubicarlos y tomar o desdeñar sus palabras, todas o unas cuantas, las necesarias. Nuevamente, quisimos dominar la tierra por medio de nuestra inteligencia y, ahora que la hemos llevado tan lejos, nos toca ser responsables de las decisiones que emanan de nuestros avanzados cerebros. Ya no podemos darnos el lujo de distraernos de ello o de culpar al resto de nuestro lugar en el juego de la vida (que es lo que primeramente nos compete), pero sí de disfrutar lo que nos toca hacer, ¿por qué no?
Por Marcela Gutiérrez Bravo
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