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Las edades del docente

En una de las tantas adaptaciones que existen de El conde de Montecristo, la de 2002 tiene un diálogo que sintetiza la obra entera y más aún, la trasciende. Poco antes de perder la cordura por la soledad y el lugar en sí mismo, que es el Castillo de If, el protagonista ve cómo de la tierra emerge una cosa circular que no distingue hasta que voltea y ve que es un canoso y flemático anciano. Quien a la postre se convertirá en su maestro. Le enseña todo lo que sabe de ciencias, artes, filosofía y hasta de lucha, pero para llegar a todo eso tuvieron que cerrar un pacto que da pie a todo lo anterior. Cuando el anciano solicita su ayuda le dice que a cambio le dará algo invaluable. “¿Mi libertad?” pregunta el protagonista. “No. La libertad puede quitarse, como sabes bien. Te ofrezco conocimiento. Todo lo que he aprendido.” Luego enlista lo que sabe para verse interrumpido por la pregunta de su futuro discípulo “¿A leer y escribir?” y el maestro responde “Desde luego.”

A pesar de que están en un lugar que sólo se asemeja a una escuela en lo que sentencia Foucault sobre ellas y los hospitales, el trato se cierra y nace un maestro y su aprendiz. El maestro llegó cuando el discípulo estuvo listo. En una analogía con la caverna de Platón, el protagonista a mayor conocimiento obtenido mayor el tramo avanzado para salir de la cueva que en este caso son dos: una es descubrir la verdad sobre quiénes lo encerraron y la otra es escapar del Castillo de If. Para lograr la primera irónicamente excava un túnel donde recita versos y resuelve operaciones matemáticas como analogía del autoanálisis y viaje a lo más profundo de la psique. Lo segundo lo logra con una perfecta conjunción entre inteligencia e inspiración que se siente cuando el viento sopla y en ese preciso momento se le ocurre la idea de cómo escapar.

Dantés se convierte completamente en otra persona. Una llena de sabiduría e inteligencia que además recibe un valioso tesoro que simboliza su conocimiento. La pregunta que me viene a flote es ¿hubiera logrado todo ello sin su maestro? Ciertamente el pasado, la ficción y los años recientes nos revelan un poco de la respuesta que podemos ofrecer a esta pregunta. En un cuento de Isaac Asimov publicado en 1951 titulado “¡Cómo se divertían!” narra un futuro muy, muy lejano en el que un niño tiene y lee un libro en un año en que ya no hay libros ahí y le cuenta a su amiga cómo eran las lecciones del pasado, cómo todos los niños se juntaban en un centro educativo, se sentaban en butacas y tomaban la lección dada por un maestro de carne y hueso. Luego de hacer la comparación entre ese mundo ya casi olvidado y su presente donde la clase la da un profesor digital en una pantalla y las tareas se insertan en una ranura para revisarse ipso facto concluye en que las lecciones del pasado eran diversión pura. Y, sin embargo, en esa ficción a pesar de lo que pudiera debatirse al respecto hay una figura docente, una que ya vimos en estos años recientes.

En una columna de Juan Villoro llamada “Humanos con caducidad” reflexiona sobre sobre la tecnología, la inteligencia humana, el poder y menciona a los presentadores de televisión creados por inteligencia artificial. En pandemia pasó algo similar, las clases –como en el cuento de Asimov– retornaron a casa. Las clases se quedaron en casa. Todos volvimos a nuestra sala o comedor o recámara o estudio a tomar o impartir lecciones. Los docentes estaban divididos de sus alumnos por Meet o Zoom y por una barrera aún más grande: la brecha económica. Una brecha que se mide en que hubo quienes tuvieron suficientes recursos para dar o tomar lecciones sin problema y del otro lado hubo alumnos que subían cerros para poder tener señal y enviar los trabajos. Personalmente llegué a la misma conclusión del cuento de Asimov. Y aún, así había maestros. Maestros que hacían de todo para captar la atención del alumnado, maestros que tuvieron que foguearse en tecnologías, maestros que recibían guatsaps a todas horas, maestros que vieron y sintieron cómo la deserción escolar crecía a raíz del encierro y todos los problemas que éste destapó. Maestros que siempre estuvieron ahí.

Aunque la pandemia y lo que trajo para los relativamente jóvenes sí fue nuevo, el hecho mirado en perspectiva no es nuevo. No hablo de las demás pandemias que bien merecen mencionarse, hablo del intento que ha habido en cada época por preservar la educación o, mejor dicho, de cómo la educación es una herramienta de preservación de la cultura, de la supervivencia en sí misma. Hace años en el sistema educativo mexicano hubo incluso lecciones por correspondencia, la educación a distancia ya tenía cierto antecedente. Si nos remontamos mucho más atrás hallamos en la Antigua Grecia las figuras del gramático, citarista y pedotriba, el pedagogo en cambio era el esclavo que tenía la tarea de acompañar a los infantes al lugar de estudio para la formación de las nuevas generaciones. La historia da ejemplos a puños de cómo la educación ha sido la guardiana de las técnicas, saberes y conocimientos necesarios para seguir existiendo, más aún, la educación no sólo es un instrumento de conservación es un fin en sí mismo.

Pensando el factor educativo y cómo a veces lo hallamos no sólo en las escuelas rememoro un genial libro de Jorge Carrión llamado Teleshakespeare y en cómo en un apartado de éste sostiene la tesis de que las series tienen también cierta función o uso de pedagogía social, esto es, que las series a veces moldean a la sociedad y la vuelven más receptiva y/o lista para cierto conocimiento o cambio. Por ejemplo, pienso en cómo la serie Six feet under trató la muerte literalmente, cómo cada inicio de capítulo era la preparación de un funeral. Más todavía, pienso en cómo los Fisher son una familia unida más que por la muerte o el negocio familiar o los traumas compartidos por el saber que les legó su padre Nathaniel Fisher. Cuando Nathaniel Fisher hijo desciende del avión y recibe por teléfono la llamada para anunciar el deceso de su padre no revienta a llorar, sino que recuerda fragmentos de conversaciones con él mientras éste llevaba a cabo su oficio. Lo mismo pasa con su hermano Dave y su hermana Claire.

Todos recuerdan y reviven sus palabras, algunos consejos, todos lo recuerdan en su trabajo y luego fragmentos de cuando él comenzó a enseñarles lo que sabía como forma de hacer frente a la vida, les enseña como método de afrontar los retos de la vida. Siempre me ha parecido tierno y loable que los padres enseñen cosas a los hijos, más aún, pienso que así debe ser. Al enseñarles su oficio no sólo les ofrece una forma de ganarse honestamente la vida, sino que además les da identidad. Son los Fisher, los que se dedican a otorgar confort y cierta paz en los momentos más difíciles. El más claro ejemplo de esto es que en cada plática previa a la labor antes de hablar de negocios estrictamente Nate (luego también Rico) habla con ellos como humanos, como personas, como seres susceptibles y vulnerables y tajantemente rechaza y rechazan (Fisher e Hijos, luego Fisher y Díaz) aprovecharse del dolor para generar más ganancia. Cuando deciden vender y luego recapacitan hablan sobre esto, sobre que esa enseñanza es la que los hace ser lo que son. Más aún, en un congreso funerario Dave al hacer uso de la voz omite el discurso plano y formal que iba a decir y enfoca el diálogo en su padre. En su padre que aceptó a veces menos pagos reales del valor del trabajo, a su padre que ofreció oportunidades a quienes no tenían y termina diciendo lo orgulloso que está de ser hijo de Nathaniel Fisher. Nathaniel Fisher padre además de trabajo, enseñanzas e identidad les otorgó algo igual de valioso: la comprensión humana. Después de todo, su apellido en español es “pescador.” Eran pescadores que estaban en el umbral de este mundo y el otro. Pescadores que a pesar de todo continuaron con el legado, un legado que los traspasa también porque Rico a pesar de no tener sangre de ellos es aleccionado por Fisher padre y así le muestra también una forma de ganarse la vida.

La figura del maestro ahí está: en el abate Faría, en Nathaniel Fisher y por supuesto y más que nada en los cientos de trabajadores que hacen posible que funcionen los sistemas educativos. En personas que erran, pero procuran que no se erre más o que hacen del yerro una forma de entender que hay que hacer las cosas de distinta forma. Personas de carne y hueso que sufren y gozan, que lloran y ríen, que se enamoran y aman su labor. Personas que a ratos y sin quererlo o saberlo miran destellos de los orígenes de su profesión: Irene Vallejo en su excelso libro El infinito en un junco, por ejemplo, ofrece un vistazo de los orígenes de la docencia en el cuerpo de esclavos, esclavos cultos a quienes se encargaban los niños. La palabra pedagogo en sus comienzos era la persona que acompañaba a los infantes en sus trayectos. Siglos más tarde muchos lo considerarán ignominioso, un trabajo bajo que el hecho mismo de ser trabajo ya es bajo por sí solo y, sin embargo, la necesidad de ello es imperiosa.

Una de las maestras más famosas de la literatura mundial es la protagonista de Jane Eyre quien fue escrita por Charlotte Brontë que a su vez tuvo dos hermanas que también regalaron pedazos de arte literario al mundo. Cumbres borrascosas por Emily Brontë y Agnes Grey por Anne Brontë. Me gusta pensar que siendo hermanas en la vida real podemos aplicar en ellas eso que está de moda hoy, los multiversos. Si las Brontë son hermanas en la vida real, ¿qué me impide pensar en Agnes Grey y Jane Eyre como hermanas? Y aunque no fuera posible de cierta forma sí lo son más que por el apellido de sus creadoras por la naturaleza de su profesión. Ambas son maestras, ambas son sobajadas por personas que piensan que ser institutriz es malo.

En su primer trabajo como preceptora Agnes Grey se encarga de los niños de la familia Bloomfield que son sumamente problemáticos, agrestes y nada empáticos hacia los valores más básicos de la decencia humana. Ambos niños son sólo el reflejo de la forma de pensar y expresarse de sus padres que les aplauden conductas que no deben ser aplaudidas. Una joven Agnes Grey sufre y siente por un momento que cuando le decían que fracasaría era cierto, se siente mal por haber hecho mal su labor (eso piensa ella) y se recluye en las sombras, luego volvería una segunda oportunidad de hacer mejor las cosas y luego otra y otra, así a lo largo de los años, años que representan crecimiento intelectual y espiritual. Las edades de Agnes Grey son las edades del docente, etapas por los que no todos o quizás todos deben pasar, pero no significa hacer a un lado el precepto de mejorar las cosas para los que vienen atrás, por ello, Agnes Grey empieza sus memorias diciendo que espera su historia resulte útil.

Plasmada su intención en un libro sirve para el conocimiento de quien lo lea, no sólo para contar una historia y entretener al lector sino para preservarle conocimientos que ella a pulso tuvo que aprender. Los libros son los mejores aliados en la preservación de los saberes. Qué bendita suerte que esa novela haya sido escrita porque, después de todo, una de las cosas más colosales que le debemos a los libros, a la literatura es que es la memoria del mundo, del hombre a través del tiempo y espacio, es la guardiana de toda una historia que resulta insuficiente a la hora de compararla con todo lo que se perdió de la tradición oral, sin embargo, los libros son también otro modo de aprender y educarnos, de civilizarnos y universalizarnos. Los libros conservan conocimiento y saberes, al igual que los padres que enseñan a los hijos, al igual que los maestros que enseñan su arte, los libros pueden resultar la mejor escuela posible.

Los libros resultan también de una extraña paradoja que George Steiner anota en un ensayo de su libro Logócratas, en el cual dice que los personajes que a lo largo de la historia han censurado de alguna forma sutil o extrema los libros son personas sumamente leídas. Un mundo sin libros (a pesar de que en el pasado así fue –apelando únicamente a la memoria y la tradición oral–) resultaría un mundo extraño, a pesar de que ya están en PDF o en alguna otra forma de leer en el mundo digital, los libros físicos siguen estando ahí y a ratos son más cotizados que los digitales. Los libros son grandes maestros y sin ellos o sin maestros el mundo sería extraño. Se requieren, el mundo pierde algo sin ellos, el mundo entraría en una odisea de conocimiento como en el popular anime Avatar llevado hace poco a una serie live action por Netflix en la cual un discípulo capaz de controlar el elemento viento resulta ser el elegido para controlar los demás elementos y hacer de ello útil a la humanidad, pero todo cambió cuando la nación del fuego atacó y Aang, el Avatar, se congeló muchos años sólo para despertar y darse cuenta que el mundo, su mundo ya no era como lo recordaba.

La nación del fuego volvió los saberes, los libros y las técnicas algo prohibido y severamente castigado. Se acabaron los maestros. Cualquier persona que no fuera de la nación gobernante tenía terminantemente vedado el uso del control de elementos. Es así que Aang a pesar de ser el Avatar es incapaz de controlar como debiera su poder, lo mismo pasa con la maestra de agua que lo poco que sabe lo aprendió porque su abuela, exponiéndose al castigo, guarda unos documentos donde se enseña el agua control. Así que a falta de maestros que los puedan enseñar, guiar y perfeccionar emprenden una búsqueda para dar con quienes puedan enseñarles. El Avatar es una metáfora que responde a la pregunta de ¿qué hubiera pasado si El conde de Montecristo no hubiera tenido maestro? O ¿Qué sería de un mundo sin maestros? El mundo sin alguien que enseñe no tendría sentido. En un popular cuento catalán de Manuel Rivas, un niño entiende a la perfección que “el silencio del maestro era el peor castigo porque todo lo que él tocaba lo convertía en un fascinante cuento.”

Asimismo el papá del mismo niño protagonista de “La lengua de las mariposas” condensa un enorme saber en una línea: “Los maestros son las luces de la República”, esto lo dice mucho antes de que pasara lo que pasa, lo dice cuando su hijo aprende sobre la vida de los insectos con su maestro Gregorio a quien tanto estima, maestro que les hace recitar versos de Antonio Machado y que los exhorta a la libertad de pensamiento, un maestro que en el genial filme de José Luis Cuerda también le presta un ejemplar de La isla del tesoro, otro viaje, otra odisea, porque educarse también es eso: un camino escalonado que hay que recorrer, pero que no tiene final porque educarse es su inicio, desarrollo y final. Mas, no es un viaje que sólo el educando haga, es un recorrido también del maestro, uno donde crece, aprende, vive, enseña. Así como Agnes Grey ejemplifica, en las edades del docente se pasa por distintas etapas que harán sentir de determinada forma. Al principio es alegría y regocijo, luego viene cierto choque con la realidad, donde muchas veces la teoría se cae a pedazos, después se reivindica la labor y su valía para el mundo y se trabaja con lo que hay tratando de hacer las cosas de la mejor manera posible. El entusiasmo se contagia como Agnes Grey contagió a su mamá y se entiende que las edades del docente no son progresivas, son como un sube y baja donde en cada bajada se sienten aleteos de mariposas y las subidas ruborizan las mejillas.

Como Agnes Grey, los Fisher –Nate y Dave principalmente porque Claire siempre miró en otras direcciones más allá de la casa funeraria, Rico también entra en la ecuación puesto que también es pupilo de Fisher padre– también tuvieron sus edades donde aprendieron y des-aprendieron, donde cayeron y lloraron, donde quisieron vender y reivindicaban lo que su padre les dejó para arrepentirse de pensar en venderla. Nate fue el primero: él huyó, se instaló en Seattle y allá tenía su vida, su trabajo, su mundo, nunca entendió lo que su padre hacía y no quiso ser parte de ello. Dave quería ser abogado, pero las vicisitudes del negocio hicieron que se quedara con su padre y se convirtiera en su más cercano aprendiz, más de una vez renegó de ello, porque sentía que al irse Nate él estaba obligado a estar ahí, pero cuando da el discurso en la convención se da cuenta de que sí quería eso y es él al final quien se convierte en el mentor de la siguiente generación. Es él quien escribe con su ficción y vida las enseñanzas de su mentor que desde el más allá dialogaba con ellos y les seguía enseñando cosas que estaban dentro de sí mismos. David Fisher se convierte en maestro de su hijo adoptivo y en un vistazo al futuro del adrenalínico y legendario capítulo final se ve cómo le enseña su arte, su oficio, lo que a él le enseñaron.

Hermoso final en este tema, igualmente elevado y sublime el de “La lengua de las mariposas” y similar al final en el que Dantés al comprar el Castillo de If, parado en el filo del peñasco donde escapó entiende en su totalidad las enseñanzas que le faltaba entender de su maestro y le dice “Tenías razón, abate, tenía razón.”

 

Por Arturo Aguilar Hernández

Licenciado en Letras. En 2012 recibió el Premio Municipal de la Juventud, en 2016 fue galardonado con un premio al folclor municipal de calaveritas literarias; en 2017, 2018 y 2019 ganó distintos concursos literarios en el sector empresarial, en 2020 obtuvo el tercer lugar en el concurso “Cuando la poesía nos alcance” categoría B. Ha escrito cuentos, poemas, ensayos y artículos de opinión en diversos suplementos culturales y revistas en línea como La Soldadera, Efecto Antabús, El Guardatextos, Revista Collhibri, Revista La Sílaba, El Reborujo Cultural, Palabra Herida, Cósmica Fanzine, Horizonte gris, Revista Redoma, Licor de Cuervo y El mechero.


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